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sábado, 24 de octubre de 2009

X-FILES / EXPEDIENTES -X / ANTICUERPOS



Expedientes X
Anticuerpos

Kevin J. Anderson




Antibodies



A todos los agentes, investigadores, científicos y otros empleados del Federal Burean of Investigation. A lo largo de mi trabajo de documentación, he conocido a varios agentes y be visto al Bureau trabajar en casos auténticos. Estas personas no son como Mulder y Scully, pero todas están orgullosas de la profesionalidad y la dedicación con que se entregan a su labor.

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1
Ruinas de los laboratorios DyMar
Domingo, 23.30 h.

A altas horas de una noche de bruma helada sonó la alarma. Era un tosco sistema de seguridad apresuradamente montado en torno a las ruinas abandonadas. Vernon Ruckman era el único vigilante del turno de noche y recibía un sueldo notable por cuidar de que ningún intruso penetrara en las inestables ruinas de los laboratorios DyMar a las afueras de Portland, Oregón.
En su Buick medio oxidado, Vernon ascendió la suave colina en la que se alzaban hasta hacía una semana y media las instalaciones de investigación sobre el cáncer. Los gastados neumáticos hacían crujir la grava mojada del camino.
Finalmente aparcó y salió a investigar. Tenía que estar despierto y alerta. Encendió su linterna oficial de seguridad- tan pesada que podía servir de porra- y enfocó el haz de luz sobre las ruinas ennegrecidas. Sus jefes no le habían proporcionado un vehículo de seguridad, pero sí un uniforme, una placa y un revólver cargado. Vernon tenía que dar una imagen amenazadora para echar de allí a los muchachos bravucones que se desafiaban unos a otros a entrar en el edificio quemado del laboratorio. Desde que la turbamulta había incendiado con bombas el complejo, una semana atrás, Vernon había tenido que echar a unos cuantos intrusos, adolescentes que se internaban por la noche por pura diversión. Jamás había logrado atrapar a ninguno.
Aquello no era asunto de broma. Las ruinas de DyMar eran inestables y serían demolidas en unos cuantos días. De hecho ya había reunido un equipo de construcción, bulldozers, palas mecánicas y pequeños Bobcats, en torno a unos grandes tanques de combustible junto a una caseta cerrada con candado que contenía explosivos y detonadores. Había prisa por eliminar los restos de los laboratorios. Pero hasta entonces podía ocurrir cualquier accidente, y Vernon Ruckman no quería que ocurriera en su turno.
El haz de la linterna excavó un cono de luz entre la niebla y hendió el laberinto de vigas caídas y quemadas. Los laboratorios DyMar parecían un decorado abandonado de película de terror. Vernon se imaginó a los monstruos de celuloide surgiendo a trompicones de la niebla y acechando las ruinas.
Después del incendio se había cerrado el perímetro con una alambrada, cuya puerta estaba ahora medio abierta. Un suave soplo de brisa hizo gemir la alambrada y arrancó un crujido a la puerta. Luego el aire quedó inmóvil de nuevo, como un aliento contenido.
Vernon creyó oír un ruido dentro del edificio, escombros que caían, piedra y madera moviéndose. Abrió la puerta del todo para entrar, se detuvo a escuchar con atención y luego echó a andar con cuidado, tal como indicaba el manual. Llevaba en la mano izquierda la linterna y mantenía la derecha sobre el pesado revólver de la policía colgado de su cadera. Llevaba unas esposas en una pequeña funda del cinturón. Creía saber cómo utilizarlas, pero todavía no había tenido que hacerlo. Un guarda de seguridad nocturno suele leer mucho, atender a unas cuantas falsas alarmas (sobre todo si cuentan con una vivida imaginación), y no mucha cosa más.
La novia de Vernon era un ave nocturna, estudiante de lengua inglesa y aspirante a poeta, que pasaba la mayor parte de la noche esperando la inspiración de las musas o bien haciendo horas extra en el bar donde trabajaba. Vernon había ajustado su ciclo biológico para coincidir con ella, y aquel trabajo nocturno le pareció el incentivo perfecto. Aunque pasó la primera semana cansado y adormilado, ahora estaba plenamente despierto.
Había alguien en el edificio. Las cenizas crujían bajo sus pies, junto con los cristales rotos y el cemento desmenuzado. Vernon recordó que aquellos laboratorios habían sido una instalación de alta tecnología construida a base de cristal, acero y madera de los bosques costeros de Oregón, con una insólita arquitectura moderna y futurista. El edificio había ardido muy bien tras las violentas protestas, el incendio provocado y la explosión.
No le sorprendería que los intrusos de esa noche fueran algo más que adolescentes. Podía tratarse de algún miembro del grupo de defensa de los animales que había reivindicado el atentado en un anónimo, o tal vez un activista recogiendo recuerdos, trofeos de guerra de su sangrienta victoria. Había que tener cuidado.
Vernon agachó la cabeza para esquivar un poste caído de madera, negro y picado, cubierto de cenizas allí donde se había partido por el intenso calor. El suelo del edificio principal parecía inestable, a punto de desplomarse sobre el sótano. Algunas paredes se habían derrumbado, los tabiques estaban negros y las ventanas reventadas.
Alguien se movía agitando escombros, muebles quemados y madera. Vernon barrió el entorno con la linterna. La luz blanca hendía la oscuridad, perfilando negras sombras que saltaban sobre él y se deslizaban por las paredes. Nunca le habían dado miedo los espacios cerrados, pero aquel lugar parecía a punto de desplomarse encima de él.
Volvió a oír un ruido, un suave rumor, como si alguien intentara desenterrar algo entre los escombros. Procedía del extremo opuesto, una zona de oficinas con el techo medio derruido donde las barricadas reforzadas habían resistido a la destrucción. Vernon vio una sombra que arrojaba cascotes a un lado. Tragó saliva y dio un paso adelante.
- ¡Eh, oiga! Esto es propiedad privada. No se puede entrar.- Apoyó la mano en la culata del revólver. No iba a permitir que aquel desconocido se le escapara como pasaba siempre con los adolescentes. Incluso podían ascenderle si hacía un buen trabajo.
Enfocó con la linterna la cara del intruso. Era un hombre alto de anchas espaldas que se incorporó y se volvió despacio hacia él. No echó a correr, tampoco mostró miedo. Vernon se puso más nervioso. El hombre iba ataviado de un modo extraño, con ropas que no combinaban y que estaban cubiertas de hollín. Parecía que las hubiera robado de algún petate o de un tendedero.
- ¿Qué hace usted aquí?- preguntó Vernon, todavía apuntándole con la linterna. El hombre estaba sucio y desaliñado, y no tenía muy buen aspecto. Debía de ser un vagabundo buscando entre las ruinas algo que vender-. Aquí no hay nada que pueda llevarse.
- Sí lo hay.- Era una voz curiosamente fuerte y segura que desconcertó a Vernon.
- No se puede estar aquí- insistió Vernon, un poco más nervioso.
- Yo sí. Estoy autorizado. Yo trabajaba en DyMar.
Vernon se acercó. Aquello era algo del todo inesperado. Siguió apuntando al desconocido con la linterna, queriendo intimidarlo.
- Me llamo Dorman, Jeremy Dorman.- Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y Vernon fue a coger su revólver-. Sólo quiero enseñarle mi tarjeta de DyMar.
Vernon se acercó un poco más y vio que Dorman sudaba y parecía enfermo.
- Me parece que necesita usted un médico.
- No. Lo que necesito está aquí.
Vernon vio que Dorman había apartado unos escombros para dejar al descubierto una caja fuerte. El hombre logró por fin sacar un carnet arrugado del bolsillo. Era una tarjeta de los laboratorios DyMar. Era cierto que había trabajado allí, pero eso no significaba que ahora pudiera escarbar entre los escombros.
- Eso a mí no me dice nada- afirmó Vernon-. Venga conmigo. Si tiene usted autorización para estar aquí, ya lo aclararemos.
- ¡No!- exclamó Dorman con tal vehemencia que escupió saliva-. No me haga perder el tiempo.- La piel de su rostro se agitaba y se removía, como si un ejército de ratas diminutas correteara bajo los músculos faciales.
Vernon tragó saliva. Jamás había visto nada parecido.
Dorman le dio la espalda. Vernon, indignado, sacó el arma.
- Contra la pared, señor Dorman. Ahora mismo.- El vigilante advirtió de pronto los gruesos bultos bajo la sucia camisa del intruso. Parecían moverse con voluntad propia.
Dorman le miró con los ojos entornados y Vernon hizo un gesto con el revólver. El hombre no pareció intimidarse, y sin ningún respeto se acercó a una de las paredes de hormigón, ennegrecida por el fuego, pero intacta.- Ya le he dicho que no me haga perder el tiempo- gruñó-. No me queda mucho.
- Tardaremos lo que haga falta.
Con un suspiro, Dorman apoyó los brazos contra la pared. La piel de sus manos parecía de cera o de plástico, como si estuviera húmeda. Vernon pensó que tal vez había estado sometido a algún tipo de sustancia tóxica o de residuo industrial. Aquello no le gustaba nada.
Vio de reojo que uno de los bultos bajo la camisa de Dorman se movía, como si el hombre llevara una comadreja adormilada en torno al pecho.
- ¿Qué tiene usted ahí?- preguntó-. Voy a cachearle.
Dorman apretó los dientes y se quedó mirando la pared como si contara las partículas de ceniza.
- Yo no lo haría- dijo.
- No me amenace- le espetó Vernon.
- Pues entonces no me toque.
Vernon se metió la linterna bajo el brazo y comenzó a cachear rápidamente con una mano a Dorman. Tenía la piel caliente y llena de extraños bultos. De pronto el vigilante tocó una sustancia húmeda y pegajosa y retiró la mano de inmediato.
- ¡Qué asco!- exclamó-. ¿Qué es eso?- Se miró la mano. Estaba cubierta de una especie de moco.
- No debería haberlo tocado.- Dorman se volvió y lo miró enfadado-. Desde luego los hay idiotas.
- ¿Qué es?- Vernon enfundó el revólver para intentar limpiarse el limo en los pantalones. De pronto le ardía la mano. Era como una especie de ácido que le estuviera quemando cada vez más la piel.
—¡Ah! —Retrocedió a trompicones, tropezando con los escombros. El calor y el hormigueo le subían de la mano por la muñeca y sentía como si unas burbujas diminutas le ascendieran por el brazo, balas en miniatura que explotaban en sus nervios por los brazos, los hombros, el pecho. Dorman bajó los brazos y se lo quedó mirando.
- Le dije que no me tocara.
Vernon Ruckman sintió que se le paralizaban los músculos. Los calambres agitaban su cuerpo, un millar de fuegos diminutos le explotaban en la cabeza. Ya no veía más que psicodélicos destellos. Los brazos y las piernas se movían, sus músculos se agitaban en espasmos y convulsiones. Dentro de su mente oyó huesos rompiéndose. Sus propios huesos.
Se desplomó hacia atrás con un grito. Todo su cuerpo se había convertido en un campo de minas.
La linterna, todavía encendida, cayó entre las cenizas.
Dorman se quedó mirando un momento el cuerpo todavía espasmódico del vigilante y luego volvió su atención a la caja fuerte medio desenterrada. La piel de la víctima se abombaba y ondulaba al tiempo que unas grandes manchas negro rojizos aparecían en el destrozado tejido muscular. La linterna iluminaba un brillante abanico blanco en el suelo, bajo el que se veían hinchazones, pústulas, tumores, bultos.
Lo habitual.
Dorman apartó los últimos escombros y cascotes de yeso para desenterrar la caja fuerte. Sabía perfectamente la combinación, de modo que hizo girar la rueda y oyó los cilindros colocarse en posición. Con una mano carnosa y entumecida golpeó la puerta para desalojar la pintura ennegrecida que se había introducido en las junturas y luego la abrió.
Estaba vacía. Ya se lo habían llevado.
—¡No! —exclamó.
Se giró bruscamente hacia el vigilante muerto, como si Vernon Ruckman hubiera estado involucrado en el robo. Todas las cintas de vídeo, todos los informes de David, todas las posibles soluciones y muestras habían desaparecido, confiscadas o destruidas.
- ¡No!- Dorman se incorporó furioso. ¿Qué iba a hacer ahora? Se miró la mano. La piel de la palma se movía y cambiaba como sometida a una tormenta celular. Pequeñas convulsiones recorrían su sistema muscular, pero Dorman respiró hondo y logró dominar su cuerpo.
Cada día se hacía más difícil, pero se había jurado seguir haciendo lo que fuera necesario. Dorman siempre había hecho lo que era necesario.
Presa de la desesperación, se dedicó a vagar sin rumbo por las ruinas de los laboratorios DyMar. El equipo informático, los materiales del laboratorio, todo estaba destruido. Encontró una mesa rota y fundida y, por el lugar en que estaba, supo que había sido la mesa de David Kennessy, el jefe de investigación.
- Maldito seas, David- masculló.
Tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para abrir uno de los cajones, donde encontró entre el polvo una vieja fotografía con el marco quemado y el cristal roto. Sacó la foto del marco y se la quedó mirando.
David sonreía junto a una joven rubia y bonita, de aspecto lozano, y su hijo, también rubio. Delante de ellos, con la lengua fuera, estaba el labrador negro de la familia. El retrato había sido hecho cuando el muchacho tenía once años, antes de que enfermara de leucemia. Patrice y Jody Kennessy.
Dorman cogió la foto. Creía saber dónde podían haber ido y confiaba en encontrarles. Tenía que encontrarles. Ahora que todos los datos habían desaparecido, sólo en la sangre del perro encontraría las respuestas que necesitaba. Averiguaría dónde se había escondido Patrice. Ella ni siquiera sabía el secreto que llevaba en su cuerpo el perro.
Volvió a mirar el cadáver del vigilante. Sin hacer caso de las terribles manchas en su piel, le quitó el revólver y le registró los bolsillos. Si la situación se hacía crítica tal vez necesitara un arma. Una vez con el arma y la fotografía en su poder, Jeremy Dorman se marchó de los laboratorios DyMar.
El reloj de la bomba biológica que llevaba dentro seguía avanzando. Tal vez no le quedaran muchos días.
2
Edificio Hoover, cuartel general del FBI
Washington, D.C.
Lunes, 7.43 h.

El oso Kodiak era enorme, cinco veces más grande que un campeón de lucha libre. Era un ejemplar de primera, de pelaje marrón broncíneo erizado sobre unos músculos tensos como cables. Tenía las garras sacadas y estaba en posición de pescar un salmón en el rocoso y cristalino arroyo.
Mulder se quedó mirando sus zarpas, los dientes, su fuerza primitiva. Era un alivio que la criatura estuviera disecada y expuesta, pero aun así se agradecía la barrera de cristal de la vitrina. Aquella bestia debió de ser la pesadilla de un taxidermista.
Aquel trofeo de caza había sido confiscado en una redada del FBI contra un capo de la droga que se había gastado más de veinte mil dólares en una expedición personal de caza en Alaska y más dinero todavía en que le disecaran el trofeo. Cuando el FBI lo arrestó, confiscaron el oso gigante según las normas. Puesto que el mafioso había financiado la expedición con dinero ilícito procedente de las drogas, el oso disecado pasó a disposición del gobierno federal. Sin saber qué hacer con él, el FBI había colocado el monstruo junto a otros objetos confiscados de interés: una moto Harley Davidson, collares, pendientes y brazaletes de diamantes y esmeraldas, o lingotes de oro.
A veces Mulder abandonaba su tranquilo y oscuro despacho del sótano, donde guardaba los expedientes X, para examinar aquella vitrina.
Ahora, mientras miraba el enorme oso, Mulder pensaba en el certificado de defunción que había recibido, un expediente X llegado desde Oregón. Se trataba de una muerte insólita y extraña.
Cuando un monstruo como aquel oso mataba a su presa, no cabía duda con respecto a la causa de la muerte. Una extraña enfermedad, sin embargo, suscitaba muchas preguntas, sobre todo tratándose de una nueva y virulenta enfermedad localizada en unos laboratorios médicos recientemente destruidos por un incendio provocado.
Las cuestiones sin resolver siempre habían intrigado al agente Fox Mulder. Volvió en el ascensor a su propio despacho, a leer de nuevo el informe. Luego iría a ver a Scully.

La agente especial Dana Scully hacía prácticas tras el plexiglás insonorizado en la galería de tiro del FBI. Sacó su pistola, una nueva Sig- Sauer 9 mm, y metió un cargador de quince balas, con una bala extra en la recámara. Introdujo un código en el ordenador de su izquierda. Sonó un zumbido y un cable hizo avanzar la silueta del «malo» a una distancia de veinte metros. Scully lo fijó en su sitio y se puso los auriculares acolchados sobre su cabello rubio.
Cogió la pistola, se colocó en la posición adecuada de triángulo isósceles y apuntó al objetivo. Con los ojos entornados, concentrada en el perfil de la cabeza, apretó el gatillo en un reflejo inconsciente. No se fijó dónde daba, simplemente apuntó y disparó de nuevo una y otra vez. Los casquillos volaban por los aires como palomitas y caían al suelo tamborileando entre el olor de la pólvora quemada.
Scully pensaba en los hombres que habían matado a su hermana Melissa, los mismos que tantas veces habían intentado silenciar o desacreditar a Mulder y sus poco ortodoxas teorías.
Tenía que conservar la calma, mantener la postura y los nervios a raya. Si daba rienda suelta a su furia y su frustración perdería precisión en el tiro. Miraba la silueta negra del objetivo y veía sólo a los hombres sin rasgos que de forma tan profunda se habían introducido en su vida. Cicatrices de viruela, implantes de nariz, fichas de vacunación y misteriosas desapariciones, como su propia desaparición.
Ahora, seguramente como resultado de lo que le hicieron cuando estuvo abducida, Dana Scully tenía cáncer, inoperable, mortal. No tenía forma de luchar contra ello, no había objetivo contra el que disparar. No tenía más opción que seguir buscando y tal vez encontrar otras respuestas.
Scully apretó los dientes y siguió disparando hasta agotar el cargador. Si la lucha contra el cáncer fuera tan fácil, tan simple...
Se quitó los auriculares y pulsó un botón para retirar el amarillento objetivo de papel. Los agentes del FBI tenían que reexaminarse en el campo de tiro de Quantico al menos una vez cada tres meses. A Scully todavía le faltaban cuatro semanas para la prueba, pero de todas formas le gustaba acudir temprano a hacer prácticas. La pista estaba vacía y podía emplear el tiempo que quisiera.
Ese mismo día se realizarían algunas demostraciones para grupos de turistas. Un agente especial, convertido en guía, les mostraría su puntería con la Sig- Sauer, el M- 16 y posiblemente una metralleta Thompson. Scully quería terminar antes de que hicieran su aparición los primeros grupos de boy scouts pasmados o profesores de colegio.
Scully recogió el objetivo perforado y le satisfizo ver que los quince impactos se agolpaban en el centro del pecho de la silueta. Los instructores de Quantico enseñaban que no había que pensar en el objetivo como en una persona, sino como en una diana. Scully no había apuntado al corazón, a la cabeza o al costado, sino al «centro de la masa». Su propósito no era disparar a los malos, sino simplemente alcanzar el objetivo.
Un buen agente sólo sacaría el arma para disparar contra un sospechoso como último recurso. No era la forma adecuada de poner fin a una investigación a menos que fallaran todos los demás métodos. Además, el papeleo era horroroso. Si un agente federal disparaba el arma, tenía que dar cuenta de cada bala gastada, una tarea muy difícil después de una acalorada persecución a tiros.
Scully arrancó el objetivo de su pinza y dejó colgado en su sitio el cartón cubierto de impactos de bala. Tecleó en el ordenador para volver a poner el objetivo en su lugar y alzó la vista. Se sobresaltó al ver a su compañero Mulder apoyado contra la pared de la galería de observación. No sabía cuánto tiempo llevaba esperándola.
- Buena puntería, Scully- dijo él. No le preguntó si estaba realizando prácticas de tiro o exorcizando demonios personales.
- ¿Me estás espiando, Mulder?- repuso ella, intentando disimular su sorpresa. Al cabo de un tenso instante de silencio añadió- : Muy bien, ¿qué pasa?
- Un caso nuevo. Y éste sin duda te va a interesar.- Mulder sonrió. Tras colgar en su sitio las gafas de protección, Scully lo acompañó a su despacho del sótano. Aunque no siempre fueran creíbles, los descubrimientos de Mulder eran en cualquier caso interesantes e insólitos.
3
Khe Sanh Khofee Shoppe
Washington D.C.
Lunes, 8.44 h.
Mientras salían del edificio Hoover, Scully pensaba en el caso nuevo, casi tan preocupada por él como por la cafetería a la que Mulder planeaba llevarla. Aunque había prometido invitarla, ella no estaba muy convencida.
Pasaron por el detector de metales y bajaron los escalones de granito. En todas las esquinas del enorme edificio cuadrado había impresionantes garitas de guardia vigiladas por equipos uniformados de hombres del FBI.
Mulder y Scully pasaron de largo las colas de turistas que ya comenzaban a formarse para la primera visita del día al edificio. A pesar de que la mayoría de los agentes vestía el típico atuendo de ejecutivo, propio del entorno gubernamental de Washington D.C, Scully supo por sus miradas que los turistas los reconocían como agentes federales. Se les debía de notar en la forma de caminar o en su vestimenta. Mulder habría dicho en broma que se les notaba en el «aura».
En torno a ellos se alzaban otros edificios federales, recargados, majestuosos. La arquitectura del centro de Washington tenía que competir con ella misma. Muchos de aquellos edificios albergaban asesorías, bufetes de abogados y poderosos grupos de presión. En las plantas bajas había cafeterías, confiterías y puestos de revistas.
Mulder abrió la puerta de cristal del Khe Sanh Khoffee Shoppe.
- Mulder, ¿por qué venimos aquí tantas veces?- preguntó Scully, echando un vistazo a la escasa clientela. Muchas familias de inmigrantes coreanos habían abierto negocios similares en el distrito federal, por lo general deliciosas cafeterías o restaurantes, pero los propietarios del Khe Sanh Khoffee Shoppe imitaban la cocina americana con lamentables resultados.
- A mí me gusta- contestó Mulder encogiéndose de hombros-. Sirven el café en bonitos vasos de poliestireno, y además tiene un punto rancio perfecto.
Scully entró sin más discusión. En su opinión tenían cosas más importantes que hacer... Y no tenía hambre.
Los platos del día estaban escritos en un tablero blanco colocado en un caballete cerca de una polvorienta planta de plástico. Junto a la caja registradora se veía una nevera llena de botellas de agua y refrescos. Una plancha vacía ocupaba gran parte del local. A la hora del almuerzo, los propietarios servían un bufé barato de varias especialidades orientales americanizadas.
Mulder dejó el maletín en una mesa y salió disparado hacia la barra mientras Scully se sentaba.
- ¿Te pido algo?- preguntó.
- Sólo un café- dijo ella, sabiendo que cometía un error.
Él alzó las cejas.
- Tienen un desayuno especial estupendo a base de huevos fritos y patatas.
- Un café- repitió ella. Sólo la idea de aquel café rancio le revolvía el estómago-. De todas formas no podría comer mucho.
Scully había consultado su caso con varios especialistas, pero no se animaba a hacer nada demasiado radical, nada que pudiera impedirle seguir trabajando. Eso era para ella lo más importante. Al fin y al cabo Scully también era médico y sabía perfectamente que con su cáncer no se podía hacer gran cosa. Era inoperable. Incurable.
Mulder volvió con dos grandes vasos de poliestireno. Scully percibió el amargo aroma antes de que le pusieran el café delante. Cogió el vaso con las dos manos, disfrutando del calor en los dedos.
Él abrió de golpe su maletín.
- Creo que este caso te va a interesar.- Sacó una carpeta de papel manila- Portland, Oregón. Se trata de los laboratorios DyMar, un centro de investigación sobre el cáncer financiado con fondos federales.
Scully lo miró, interesada de pronto. Mulder le tendió un brillante folleto en el que aparecía un moderno laboratorio: una estructura de cristal y acero con el suelo y las vigas de hermosa madera. Las zonas de recepción estaban decoradas con reluciente madera dorada y plantas, mientras que los laboratorios se veían resplandecientes, blancos y esterilizados.
- Muy bonito- comentó Scully mientras doblaba de nuevo el prospecto-. No había oído hablar de él.
- DyMar intentaba pasar desapercibido. Hasta hace poco.
- ¿Qué ha pasado?- Dejó el prospecto en la mesa.
Mulder sacó del maletín una fotografía en blanco y negro del mismo sitio, sólo que esta vez el edificio aparecía destruido por el fuego y rodeado de alambradas como una abandonada zona de guerra.
- Probablemente sabotaje e incendio provocado- dijo-. La investigación sigue abierta. Esto sucedió hace una semana y media. Un periódico de Portland recibió una carta de un grupo de protesta, llamado Liberación Inmediata, que reivindicaba el atentado, pero nadie había oído hablar de ellos. Supuestamente eran activistas defensores de los derechos de los animales inquietos por ciertas investigaciones que realizaba el científico jefe, el doctor David Kennessy.
- ¿Y por eso incendiaron el laboratorio?
- En realidad primero lo hicieron explotar.
- Me parece un poco exagerado. Por lo general estos grupos se conforman con hacer sus declaraciones y obtener algo de publicidad.- Scully miró la foto de las ruinas quemadas-. ¿Cuáles eran las investigaciones de Kennessy que tanto inquietaban a este grupo?- La información es muy vaga- contestó Mulder con tono preocupado-. Nuevas técnicas de terapia contra el cáncer, pura vanguardia. El doctor Kennessy trabajó varios años con su hermano Darin, combinando sus especialidades. David era biólogo y químico, mientras que Darin provenía de la ingeniería electrónica.
- ¿Ingeniería electrónica e investigación contra el cáncer?- preguntó Scully-. Qué combinación más rara. ¿Estaba desarrollando algún aparato nuevo de tratamiento o un equipo de diagnóstico?
- No se sabe. Parece que Darin Kennessy tuvo una discusión con su hermano hace seis meses. Dejó su trabajo en DyMar y se unió a un grupo de maquis en las montañas de Oregón. No tengo que decirte que no hay forma de contactar con él por teléfono.
Scully volvió a mirar el folleto, pero no encontró mención específica de los nombres de los investigadores.
—De modo que David Kennessy prosiguió con el trabajo sin su hermano.
- Sí. Con su ayudante Jeremy Dorman. He intentado localizar sus informes y datos para determinar la naturaleza de sus investigaciones, pero la mayoría de los documentos están borrados de los archivos. Por lo que sé, Kennessy trabajaba con oscuras técnicas que nunca se habían utilizado en la investigación del cáncer.
Scully frunció el ceño.
- ¿Y por qué iba eso a ser motivo de preocupación? ¿Dio Kennessy con algún resultado?
Mulder bebió un sorbo de café.
- Bueno, por lo visto los manifestantes estaban indignados por supuestas pruebas violentas y no autorizadas que Kennessy realizaba con animales. No se conocen los detalles, pero supongo que el bueno de Kennessy se saltó algunas reglas de la Convención de Ginebra.- Se encogió de hombros-. La mayoría de los informes resultó quemada o destruida y es difícil obtener información concreta.
- ¿Hubo heridos en el incendio?
- Kennessy y Dorman murieron, aunque ha habido problemas para identificar los restos encontrados. Te recuerdo que el laboratorio explotó. Debieron de colocar alguna bomba. El grupo no se anda con chiquitas, Scully.
Ella miró de nuevo la fotografía con la mandíbula tensa. Luego se la devolvió.
En las demás mesas charlaban otros ejecutivos, sin preocuparse de que pudieran oírles. Scully se mantenía alerta, como era costumbre en un agente federal. Un grupo de hombres de la NASA discutían propuestas y modificaciones a una nueva prueba interplanetaria mientras que otro grupo discutía en susurros la mejor forma de recortar el presupuesto del programa espacial.
- Por lo visto Kennessy había recibido amenazas anteriormente, pero este grupo surgió de la nada y contaba con muchos seguidores. No he encontrado antecedentes de ninguna organización llamada Liberación Inmediata antes del atentado de DyMar, hasta que el Portland Oregonian recibió la carta de reivindicación. Y el departamento alberga serias sospechas.
- ¿Por qué querría seguir trabajando Kennessy en esas condiciones?- Scully volvió a desplegar el folleto de los laboratorios y echó un vistazo a las habituales frases publicitarias sobre «nuevos descubrimientos sobre el cáncer», «importantes tratamientos alternativos» y «la cura está a la vuelta de la esquina». Respiró hondo. Los oncólogos venían utilizando las mismas frases desde los años cincuenta.
Mulder sacó una fotografía de un niño de once o doce años. Miraba sonriendo a la cámara, pero parecía débil y esquelético, con el rostro enjuto, la piel grisácea y fina y la cabeza casi calva.
- Éste es el hijo de Kennessy, Jody, de doce años, enfermo terminal de cáncer. Una leucemia limfoblástica aguda. Kennessy estaba desesperado por encontrar un remedio y no iba a permitir que un grupo de protesta retrasara su trabajo ni un solo instante.
Scully apoyó la barbilla en las manos.
- Sigo sin entender por qué te interesa tanto un caso de incendio y destrucción de la propiedad.
Mulder sacó la última foto del maletín. Era un hombre con uniforme de vigilante de seguridad tumbado entre las ruinas con la cara desencajada de dolor, la piel cubierta de manchas y protuberancias y los brazos y piernas doblados en extraños ángulos como una araña muerta por un insecticida.
- Anoche encontraron a este hombre en las ruinas de los laboratorios. Por lo visto murió víctima de una peste virulenta e instantánea. Todavía no se ha descubierto de qué se trata.
Scully le arrebató la fotografía y la contempló.
- Parece haber muerto por algún agente patógeno extremadamente rápido y virulento.
Mulder esperó que asimilara los terribles detalles.- No sé si la causa podría estar en la investigación de Kennessy. Tal vez fue algo que no sucumbió del todo al fuego...
Scully arrugó la frente con gesto de concentración.
- No sabemos con exactitud qué hicieron los terroristas antes de destruir el laboratorio. Tal vez liberaron algunos animales con los que se experimentaba, tal vez dejaron suelto algo muy peligroso.
Mulder bebió un trago de café y sacó unos papeles del maletín. Scully siguió mirando la foto sin disimular su interés.
- Mira esos tumores. ¿Cuánto tardaron los síntomas en aparecer?
- El hombre estaba perfectamente normal y sano cuando entró a trabajar unas horas antes. ¿Qué crees que le pasó?
Ella frunció los labios.
- No puedo decirlo sin verlo yo misma. ¿Mantienen el cadáver en cuarentena?
- Sí. Pensaba que tal vez quisieras venir a echar un vistazo.
Scully probó por primera vez el café. Era tan horroroso como esperaba.
- Vamos- dijo, levantándose de la mesa, y le devolvió el colorido prospecto con sus optimistas declaraciones sobre una cura contra el cáncer.
Kennessy debía de haber realizado algunas pruebas radicales y poco ortodoxas con sus animales de laboratorio. Era posible que tras la violenta destrucción de las instalaciones, y con el posible brote de una epidemia, algunos animales hubieran escapado. Tal vez eran portadores de algo mortal.
4
Autopista estatal 22
Cordillera litoral de Oregón
Lunes, 22.00 h.

El perro se detuvo en mitad de la carretera, en dirección al bosque. El asfalto emitía el olor húmedo y penetrante de las hojas secas. Se veían los reflectores que sobresalían de las cunetas junto a los caminos particulares y los buzones rurales. A diferencia del frondoso bosque de cedros y abetos, la carretera olía a coches, neumáticos, motores calientes y humo.
Las luces gemelas del coche que se acercaba parecían brillantes monedas. La imagen se reflejó en los ojos del perro, adaptados a la oscuridad. El animal oía el ruido del coche por encima del zumbido de los insectos y el rumor de las ramas de los árboles.
Era un ruido fuerte, furioso.

La carretera estaba mojada y oscura, metida entre los árboles. Los chicos estaban de mal humor después de un largo día de viaje, y las vacaciones improvisadas ya no parecían tan buena idea.
La costa, escarpada y espectacular, quedaba todavía a veinte kilómetros, y luego tendrían que recorrer varios kilómetros más por la autopista hasta llegar a uno de los abarrotados refugios de turistas llenos de cafeterías, galerías de arte, tiendas de baratijas y albergues de distinto tipo, todos denominados «posada» o «refugio», nunca un sencillo hotel.
Quince kilómetros atrás habían pasado junto a una solitaria intersección ocupada por una gasolinera, un bar y un destartalado motel de los años cincuenta con un letrero de neón rosa que rezaba NO parpadeando junto al cartel de «Hay habitaciones».
- Deberíamos haber planeado mejor este viaje- comentó la mujer.
- Me parece que ya lo has dicho antes- respondió su esposo, Richard-. Una o dos veces.
En el asiento trasero, Megan y Rory manifestaban su intenso aburrimiento de manera insólita. Rory estaba tan inquieto que había apagado su Gameboy, y Megan estaba tan cansada que había dejado de meterse con su hermano.
- Esto es un rollo- se quejó Rory.
- Papá, ¿no sabes más juegos?- preguntó Megan-. ¿De pequeño eras también tan aburrido?
Richard forzó una sonrisa y alzó la vista hacia el espejo retrovisor para ver a sus hijos malhumorados en el asiento trasero del Subaru Outback. Había alquilado el coche para esas vacaciones, impresionado por su buena tracción para las carreteras de montaña. Al comienzo del largo trayecto se había sentido un superpadre.
- Mi hermana y yo jugábamos a un juego que se llamaba Silo. Vivíamos en Illinois, donde hay muchas granjas. Había que mirar el paisaje y avisar cada vez que uno viera un silo junto a un granero. El que veía más silos ganaba.- Intentó que pareciera interesante, pero ya en sus tiempos sólo el tedio del paisaje rural había convertido Silo en una forma viable de entretenimiento. - De noche no se puede jugar a eso, papá- dijo Rory.
- De todas formas no creo que haya silos ni graneros por aquí- afirmó Megan.
Los árboles pasaban de largo veloces, flanqueando la estrecha carretera. Los brillantes faros abrían túneles en la oscuridad. Richard intentaba dar con la forma de distraer a sus hijos. Se prometió lograr que aquéllas fueran unas buenas vacaciones a pesar de todo. Al día siguiente irían a ver el Remolino del Diablo, donde las olas del mar surgían como un geiser a través de un agujero en la roca, y luego se dirigirían a Columbia River Gorge y verían una catarata tras otra.
Pero de momento había que encontrar un sitio para pasar la noche.
- ¡Un perro!- exclamó su esposa-. ¡Cuidado!
Por un absurdo instante Richard pensó que su mujer estaba jugando una extraña variante del Silo, pero luego vio al oscuro animal parado en medio de la carretera. Sus ojos húmedos eran como estanques de mercurio reflejando la luz de los faros.
Pisó de golpe el freno y los neumáticos nuevos del Subaru derraparon sobre la resbaladiza capa de hojas muertas. El coche patinó, aminoró la velocidad pero siguió lanzado como una locomotora, casi sin control.
Los niños gritaron, los frenos y los neumáticos chirriaban. El perro intentó apartarse en el último momento, pero el parachoques del Subaru hizo impacto con un horrible ruido sordo. El animal se estrelló contra el capó, rebotó contra el parabrisas y cayó en la cuneta. Por fin se detuvo el coche, escupiendo grava mojada en el costado de la carretera.
- ¡Dios mío!- exclamó Richard. Trasteó con el cinturón de seguridad hasta que por fin se soltó la hebilla, y salió de un brinco.
Megan y Rory estaban acurrucados en silencio en el asiento. Él miró a ambos lados de la carretera por si había peligro de que algún otro coche chocara contra ellos. No vio nadie. En el bosque hasta los insectos nocturnos estaban en silencio, como observando.
Richard se acercó a la parte delantera del coche. Vio el golpe en el parachoques, un faro roto, un arañazo en el capó del vehículo de alquiler. Recordaba vívidamente el gesto alegre y brusco con que había rechazado el seguro a todo riesgo que le ofrecía el empleado de la agencia. Ahora se preguntó cuánto le costarían las reparaciones.
La puerta trasera se abrió y salió Megan, muy pálida.
- ¿Le ha pasado algo, papá?- Miró alrededor, parpadeando en la oscuridad- ¿Está bien el perro?
Richard tragó saliva y se agachó delante del coche, entre las hierbas mojadas.
- Espera un momento, cariño. Tengo que mirar esto primero.
El perro aún se agitaba en la cuneta, un gran labrador negro con el cráneo aplastado. Todavía se veían las marcas que había dejado al rodar entre la hierba, todavía se movía, intentando arrastrarse entre las zarzas hacia una valla de alambre de espino y el denso follaje que había al otro lado. Pero su cuerpo estaba destrozado. El perro respiraba silbando entre las costillas rotas. Del morro negro manaba sangre. Por Dios, ¿es que no podía haber muerto al instante?
- Hay que llevarlo al veterinario- dijo Rory, sobresaltando a su padre. No había oído al muchacho salir del coche. Su esposa estaba junto a la portezuela, mirándole con ojos muy abiertos. Richard movió ligeramente la cabeza.
- No creo que un veterinario pueda hacer nada por él- replicó.
- No podemos dejarlo aquí- declaró Megan indignada-. Hay que llevarlo al veterinario. Richard miró el perro medio muerto, el coche de alquiler abollado, y se sintió impotente. Su esposa esperaba con la puerta abierta.
- Richard, en el maletero hay una manta. Podemos poner las maletas detrás con los niños y hacer hueco para el perro. Lo llevaremos a la clínica veterinaria más cercana. Tiene que haber alguna en el próximo pueblo.
Richard miró a los niños, a su esposa y al perro. No tenía elección, de modo que, tragando bilis y sabiendo que no serviría de nada, fue a coger la manta mientras su mujer sacaba las maletas.

El siguiente pueblo de la carretera, Lincoln City, estaba ya en la costa. No se veían más luces que la tenue iluminación que salía entre las persianas de las habitaciones donde los lugareños veían la televisión. Richard entró en el pueblo, buscando desesperado una clínica.
Por fin vio un cartel sin iluminar, «Clínica veterinaria de la familia Hughart», y aparcó el coche. Megan y Rory lloriqueaban en el asiento trasero, su mujer guardaba silencio con los labios apretados.
Richard asumió la responsabilidad. Subió por las escaleras de cemento y llamó al timbre, luego golpeó con los nudillos en la ventana hasta que se encendió una luz en el recibidor. Un anciano los miró a través del cristal.
- ¡Tenemos un perro herido en el coche!- exclamó Richard-. Necesitamos su ayuda.
El viejo veterinario no mostró sorpresa alguna, como si no hubiera esperado otra cosa. Abrió la puerta mientras Richard señalaba el Subaru.
- Lo he atropellado en la carretera. Creo que está muy mal.
- Ya veremos qué se puede hacer- replicó el veterinario, acercándose al maletero. Richard abrió el capó y Megan y Rory salieron del coche con expresión esperanzada. El anciano echó una ojeada a los niños y luego miró a Richard a los ojos, comprendiendo exactamente la situación.
El perro yacía destrozado y ensangrentado, pero sorprendentemente vivo. Incluso parecía más fuerte que antes, respiraba mejor y dormía profundamente. El veterinario lo observó. Por su velada expresión Richard supo que el animal no tenía salvación.
- ¿Es suyo?- preguntó el anciano.
- No. Tampoco lleva placa.
Megan se asomó a mirar.
- ¿Se pondrá bien, señor?- preguntó-. ¿Vendremos a verlo, papá?
- Vamos a dejarlo aquí, cariño- respondió Richard-. El veterinario se encargará de él.
El anciano sonrió a Megan.
- Claro que se pondrá bien- dijo-. Tengo unas vendas especiales.- Se dirigió al padre- : ¿Me ayuda a meterlo en el quirófano? Luego pueden irse.
Richard tragó saliva. El hombre le leía el pensamiento. Debía de haber visto casos como aquél esa misma semana, animales heridos abandonados a sus cuidados.
Juntos levantaron la manta con el pesado animal y lo llevaron a rastras a la puerta trasera de la clínica.
- Está muy caliente- dijo el veterinario.
Después de dejar al perro en la mesa de operaciones, el hombre procedió a encender las luces de la sala. Richard, ansioso por marcharse, se acercó a la puerta deshaciéndose en frases de agradecimiento.
Dejó una tarjeta de visita en la mesa de recepción, vaciló un instante y se lo pensó mejor. Volvió a meterse la tarjeta en el bolsillo y salió precipitadamente por la puerta principal. Se acercó al Subaru y se sentó al volante.- Él se encargará de todo- dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Luego puso en marcha el coche. Tenía las manos sucias de pelo y sangre del perro, pero a pesar de todo intentó reencontrar la paz y la alegría de unas vacaciones familiares. Los insectos nocturnos reanudaron su música en el bosque.
5
Hospital Mercy
Portland, Oregón
Martes, 10.03 h.

Era una mañana gris. La bruma temprana humedecía y refrescaba el ambiente. Las nubes se disiparían al mediodía, concediendo unos benditos minutos de sol antes de volver a acechar en el cielo y descargar de nuevo la lluvia.
Una mañana típica de Portland.
Scully pensó que tanto daba pasarla con Mulder en el depósito de cadáveres del hospital. Los silenciosos pasillos del sótano del edificio parecían tumbas. Ella había visto aquellos mismos pasillos en muchos hospitales, donde había practicado autopsias o realizado investigaciones sobre cadáveres metidos en cajones refrigerados. Sin embargo, aunque el ambiente le resultaba conocido, jamás había logrado habituarse a él.
El doctor Frank Quinton, forense de Portland, era un hombre anciano y calvo, con una liviana corola de canas en torno a la coronilla y un rostro de querubín en el que destacaban unas gafas de montura metálica. A juzgar por su sonrisa paternal y amistosa, Scully lo habría calificado como un hombre bueno y encantador, pero se le notaba una cansada tensión en los ojos. En su carrera de forense, Quinton debía de haber visto demasiados adolescentes sacados de coches destrozados, demasiados suicidios y accidentes absurdos, demasiados ejemplos de la naturaleza caprichosa de la muerte. Su apariencia agradable, inocua, era una imagen cuidadosamente cultivada, una pose.
Estrechó con afecto la mano a Scully y Mulder.
- Como ya le mencioné por teléfono- comenzó Mulder, señalando con la cabeza a su compañera-, la agente Scully es también médico, especializada en muertes extrañas. Tal vez pueda ofrecer alguna sugerencia.
El forense la miró con expresión radiante y ella no pudo evitar devolver la sonrisa.
- ¿En qué estado se encuentra el cadáver?
- Lo hemos desinfectado a fondo y lo tenemos almacenado en frío para impedir la proliferación de cualquier agente biológico.
El auxiliar del depósito llevaba una carpeta y sonreía junto a Quinton como un perrito faldero. Era un hombre joven y flaco, pero casi tan calvo como su superior. Por la expresión embelesada con que miraba al forense, Scully supuso que Frank Quinton debía de ser su mentor, que el auxiliar deseaba convertirse algún día también en forense.
- Está en el depósito 4E- dijo el joven, aunque Scully estaba segura de que el forense sabía exactamente dónde se encontraba el cadáver.
El auxiliar se acercó apresuradamente a las hileras de cajones de acero inoxidable. La mayoría de ellos albergaban personas que habían muerto por causas naturales, infartos, accidentes de coche, errores médicos en la mesa de operaciones del hospital o viejos retirados caídos como hojas secas en los asilos.
Uno de los cajones, sin embargo, estaba marcado con cinta amarilla y sellado con etiquetas adhesivas donde aparecía el logotipo de peligro biológico. Era el 4E.
- Gracias, Edmund- dijo el forense, mientras Mulder y Scully le seguían hacia los depósitos congelados.
- ¿Se han establecido condiciones apropiadas de cuarentena?- preguntó ella.
- Por fortuna su apariencia asustó tanto a la policía que tomaron precauciones: guantes, mascarillas. Lo quemamos todo en el incinerador.
Edmund se detuvo ante el cajón de acero y quitó el adhesivo de peligro biológico. En el panel frontal del cajón una tarjeta rezaba: «Acceso restringido. Prueba policial.»
Después de ponerse unos guantes de goma esterilizados, Edmund tiró del cajón, casi sonriendo.
- Es todo un espectáculo. La verdad es que no todos los días recibimos cosas tan curiosas como este pobre tipo.
Del depósito surgió una bocanada de aire helado. Edmund tiró con ambas manos hasta dejar al descubierto el cadáver del vigilante envuelto en plástico. Con el gesto de un vendedor mostrando un nuevo coche deportivo, el auxiliar retiró la sábana y se apartó con orgullo para dejar paso al forense, Scully y Mulder.
El olor pesado y cáustico de los desinfectantes se mezclaba con el aire helado del refrigerador, irritándoles los ojos y la nariz. Scully no pudo evitar inclinarse sobre el cuerpo, llevada de su fascinada curiosidad. Bajo la piel del vigilante se apreciaban manchas de sangre coagulada como cardenales negruzcos, y unos bultos blandos que surgían como hongos entre los tejidos.
- Nunca he visto tumores que crecieran tan deprisa- dijo Scully-. Parece imposible. Las células tienen una velocidad limitada de reproducción.- Se inclinó y observó la baba que cubría algunas zonas de piel. Era como una mucosa clara.- Lo estamos tratando como un caso de alta contaminación. Estamos a la espera de los resultados de las pruebas del Centro de Control de Epidemias para mañana, más o menos- dijo Quinton-. Yo también estoy realizando mis propios análisis, pero lo cierto es que es un caso insólito.
Scully siguió observando el cadáver con el ojo experto de un médico, analizando los síntomas, intentando imaginar la patología. El auxiliar le ofreció una caja de guantes de látex. Ella se puso un par flexionando los dedos y se inclinó para tocar la piel del cuerpo. Esperaba que estuviera fría y dura con el rigor mortis, pero la encontró caliente, fresca y flexible.
- ¿Cuándo lo trajeron?- preguntó.
- El domingo por la noche- contestó Quinton.
Scully olía la helada frialdad de la nevera, la notaba con la mano.
- ¿Cuál es la temperatura corporal? Todavía está caliente.
El forense se acercó con curiosidad y puso la mano enguantada sobre el hombro amoratado del cadáver. Luego se volvió y miró con severidad a su auxiliar.
- Edmund, ¿se han vuelto a estropear los refrigeradores?
El auxiliar retrocedió como una ardilla asustada, desolado al ver que su mentor le hablaba con tal severidad.
- Todo funciona bien, señor. Ayer mismo hice que lo revisaran los de mantenimiento.- Se acercó precipitadamente a inspeccionar los manómetros-. Esto indica que los cajones se mantienen a temperatura constante.
- Tócalo tú mismo- le espetó el forense.
- No, señor- balbuceó Edmund-. Le creo. Llamaré a mantenimiento ahora mismo.
- Muy bien.- Quinton se quitó los guantes y se lavó las manos a conciencia. Scully hizo lo mismo.
- Espero que los refrigeradores no se nos estropeen otra vez- masculló Quinton-. Sólo nos faltaba que el cadáver empiece a oler.
Scully miró de nuevo el cadáver, intentando imaginar qué podía haberse producido en las misteriosas investigaciones de DyMar. Si había suelto algún virus, tal vez tendrían que enfrentarse a muchos más cuerpos como aquél. ¿Qué sabía Darin Kennessy, o qué había sospechado para huir del laboratorio y esconderse?
- Vamonos, Mulder. Tenemos mucho que hacer.- Se secó las manos y se apartó el pelo de la cara-. Hay que descubrir en qué estaba trabajando Kennessy.
6
Residencia Kennessy
Tigard, Oregón
Martes, 12.17 h.

La casa era como cualquier otra de la misma calle, un edificio construido en los años setenta con juntas de aluminio, zona ajardinada con setos, nada que la hiciera resaltar entre las otras casas de clase media de un barrio residencial de las afueras de Portland.
- No sé por qué esperaba que la casa de un joven y renombrado investigador del cáncer fuera más... impresionante- comentó Mulder-. Tal vez una bata blanca de laboratorio envuelta en el buzón, tubos de ensayo flanqueando el camino particular...
- Los investigadores no son tan ostentosos. No se pasan la vida jugando al golf y viviendo en mansiones. Además- añadió, tragando saliva- la familia Kennessy tenía otros gastos bastante elevados.
Según los informes obtenidos, la leucemia de Jody Kennessy y el cúmulo de tratamientos de vanguardia a los que se sometió habían devorado sus ahorros. La familia se había visto obligada incluso a pedir una segunda hipoteca sobre la casa.
Ambos recorrieron el camino particular hasta la puerta de la casa. Los dos escalones del porche estaban flanqueados por una barandilla de hierro forjado. Un cacto solitario y saturado de agua parecía fuera de lugar junto al canalón de desagüe del garaje.
Mulder sacó su cuaderno de notas y Scully se frotó la chaqueta con las manos. El aire era frío y húmedo, pero fueron sus pensamientos los que le provocaron el escalofrío. Después de ver el cadáver del vigilante y los espantosos síntomas de la enfermedad que lo había matado al instante, Scully sabía que tenía que determinar con exactitud qué había estado investigando David Kennessy en los laboratorios DyMar. Todos los datos habían quedado destruidos en el incendio. Hasta el momento Mulder no había podido localizar a ningún responsable del laboratorio, ni siquiera sabían quién supervisaba los fondos que el gobierno federal destinaba a DyMar.
A él le intrigaban y le motivaban los callejones sin salida, mientras que a ella le interesaban más las cuestiones médicas. En principio jamás hubiera esperado que la esposa de un investigador estuviera al tanto de su trabajo, pero en este caso había circunstancias atenuantes. Ambos habían decidido que el siguiente paso sería hablar con Patrice, la viuda de Kennessy, una mujer inteligente por derecho propio. Scully también quería ver a Jody.
Mulder miró la casa. La puerta del garaje estaba cerrada, las cortinas echadas, todo estaba silencioso y oscuro. En el camino particular yacía el dominical del Portland Oregonian metido en su envoltura de plástico, sin tocar. Y era martes.
Cuando su compañero fue a llamar al timbre, Scully advirtió la madera astillada en torno al tirador.
- Mulder...
Se inclinó a inspeccionar la cerradura. Estaba forzada. Se veía la madera rota de la puerta y la jamba. Alguien había colocado toscamente los fragmentos en su sitio para engañar a los transeúntes de la calle.
Él llamó a la puerta.
- ¡Hola!- gritó.
Ella pisó el parterre para asomarse a la ventana. A través de una rendija en las cortinas vio los muebles volcados del salón y varios escombros en el suelo.
- Mulder, tenemos causa de sobra para entrar en la casa.
Él empujó la puerta, que se abrió con facilidad.
- ¡Agentes federales!- La casa de los Kennessy respondió con un hueco eco de sus palabras.
Los dos entraron al recibidor y se detuvieron a la vez para contemplar el desaguisado.
- Muy sutil- comentó Mulder.
La casa había sido registrada a fondo. Los muebles estaban volcados, los cojines rasgados, con el relleno fuera. Habían arrancado los zócalos de las paredes y la moqueta del suelo. Armarios y cajones aparecían abiertos, las estanterías tiradas y el suelo estaba cubierto de libros y objetos.
- No creo que vayamos a encontrar a nadie aquí- dijo Scully.
- Lo que hay que buscar es una asistenta.
De todas formas miraron en las habitaciones. Scully cavilaba sobre las razones de todo aquello. ¿Tal vez se tratara del violento grupo de protesta, que no contento con haber matado a David Kennessy y Jeremy Dorman, no contento con incendiar todo el laboratorio DyMar, había atacado también a la familia Kennessy? ¿Estaban Patrice y Jody en casa cuando se produjo el ataque?
Scully temía encontrar sus cadáveres en el trastero, amordazados y maltratados. O tal vez se habían limitado a pegarles un tiro allí donde se encontrasen.
Pero la casa estaba vacía.- Hay que llamar a los técnicos para que busquen restos de sangre- comentó-. Habrá que cerrar la zona y que venga un equipo inmediatamente.
En la habitación de Jody habían roto las paredes a golpes, presumiblemente para buscar entre los travesaños. La cama estaba volcada y el colchón sin sábanas ni funda.
- Esto no tiene ningún sentido- dijo Scully-. Muy violento, y muy exhaustivo.
Mulder cogió una maqueta aplastada de una nave alienígena de Independence Day. Era fácil imaginar con cuanto amor y cuidado debió de montarla el chico de doce años.
- Como el ataque a los laboratorios DyMar fue hace casi dos semanas- comentó.
Se agachó para recoger un trozo de yeso y se puso a darle vueltas entre los dedos.
Scully cogió la maqueta de un avión de guerra que debía de haber colgado del techo con un hilo de nailon y que ahora yacía rota en el suelo. El fuselaje estaba partido como si alguien hubiera querido mirar dentro, buscando algo. Pensó en el drama del muchacho sobre cuyo cuerpo, devastado por el cáncer, pesaba una sentencia de muerte. El muchacho ya había sufrido bastante para soportar además lo que hubiera pasado allí.
Scully entró en la cocina y advirtió los vasos rotos en el suelo y sobre el mostrador de fórmica. Era imposible que los asaltantes hubieran estado buscando algo dentro de la cristalería. Aquello era puro vandalismo.
Mulder se agachó junto a la nevera para mirar un plato de plástico naranja. Era el plato del perro. Lo cogió y vio el nombre Vader escrito con rotulador en la parte frontal. El plato estaba vacío, con algunos restos secos de comida.- Mira esto. Si alguna banda ha tratado de secuestrar a Patrice y Jody Kennessy, ¿dónde está el perro?
Scully frunció el ceño.
- Tal vez esté con ellos.- Miró en torno a la cocina y tragó saliva-. Parece que la investigación se complica.
7
Cordillera litoral de Oregón
Martes, 14.05 h.


Nadie los encontraría en aquella cabaña aislada en los desiertos inexplorados de las montañas de Oregón. Nadie los ayudaría, nadie acudiría a rescatarlos. Patrice y Jody Kennessy estaban solos, intentando desesperadamente mantener un atisbo de normalidad en sus vidas, aferrándose a la cotidianidad con uñas y dientes.
Sin embargo, para Patrice aquello no daba resultado. Vivía un día tras otro en el temor, dando brincos ante cada sombra, ocultándose de ruidos misteriosos... Pero no tenían otra opción para sobrevivir, y Patrice estaba decidida a que su hijo sobreviviera.
Se acercó a la ventana de la pequeña cabaña y apartó las cortinas de algodón para ver a Jody, que botaba una pelota de tenis contra la pared, totalmente a la vista, pero a una cierta distancia del denso bosque que bordeaba la hondonada. Cada impacto de la pelota sonaba como un disparo.
Durante un tiempo, aquel entorno aislado y solitario había constituido una valiosa posesión. Ella misma la había diseñado para Jeremy Dorman, el compañero de investigación de su marido. En las pronunciadas pendientes aparecían franjas desiertas allí donde los equipos de tala habían arrancado hectáreas y más hectáreas de árboles, dejando algunos rectángulos cubiertos de matojos como costras en la ladera de la montaña.
Aquella cabaña iba a ser un refugio privado, un cobijo para descansar en soledad. Pero ahora la soledad era como una fortaleza en torno a ellos. Nadie sabía dónde estaban. Nadie los encontraría jamás.
Un pequeño aeroplano de dos motores pasó zumbando apenas visible en el cielo. El ruido se desvaneció junto con el avión.
Patrice se encontraba cada día al borde del pánico y la parálisis. Jody se mostraba tan valiente que su madre se conmovía cada vez que lo pensaba. El muchacho había sufrido demasiado: la persecución, el ataque... y antes de eso el diagnóstico del médico: cáncer terminal, leucemia, muy poco tiempo de vida. Era como si la guillotina se precipitara sobre su cuello.
Tras el diagnóstico inicial de leucemia, ¿con qué otra amenaza podrían intimidarlos los oscuros conspiradores? ¿Qué podía ser peor que el diablo que albergaba el cuerpo de doce años de Jody?
La pelota rebotó en la pared y cayó entre las altas hierbas. Jody fue tras ella en un vano intento de entretenerse. Patrice se acercó al borde de la ventana para no perderlo de vista. Desde el incendio y el ataque, Patrice procuraba por todos los medios tenerle siempre bajo control.
El chico parecía ahora mucho más sano. Patrice no se atrevía a esperar que siguiera mejorando. Debería estar en el hospital, pero no podía llevarle.
Jody volvió a lanzar la pelota, sin muchas ganas, y luego salió corriendo tras ella. Había pasado un importante punto de transición. Su situación crítica se había hecho habitual al cabo de una semana y media y el aburrimiento había superado al miedo. Parecía tan joven, tan despreocupado incluso después de todo lo sucedido...
Los doce años deberían haber sido para él una edad mágica, al borde de la adolescencia, cuando los problemas de la pubertad cobran una importancia vital. Pero Jody no era un chico normal. Todavía estaba pendiente la sentencia sobre su vida.
Patrice abrió la puerta y tras echar un vistazo a sus espaldas salió al porche haciendo un esfuerzo por borrar su expresión preocupada. Aunque de todas formas a esas alturas Jody debía considerar que la preocupación era absolutamente normal en ella.
El cielo gris de Oregón se había abierto para dar paso a las horas diarias de sol. La pradera aparecía fresca tras las lluvias nocturnas, cuando el matraqueo del agua sonaba como espeluznantes pasos en la ventana. Patrice había permanecido despierta durante horas, mirando el techo. Ahora los altos pinos y álamos arrojaban sombras sobre el lodoso camino que bajaba del risco alejándose de la distante autopista.
En principio nadie conocía aquel lugar. Jeremy Dorman no tenía teléfono, nadie le recogía la basura. Sólo recibía un intermitente servicio eléctrico. En principio era un aislamiento perfecto. Patrice no creía en la perfección, pero esperaba que a nadie se le ocurriera ir a buscarla allí.
Jody lanzó la pelota con tanta fuerza que salió al camino, rebotó en una piedra y se internó en la densa arboleda. Con un grito de rabia que por fin traicionaba su tensión, Jody arrojó la raqueta de tenis y se quedó allí furioso.
Impulsivo, pensó Patrice. Jody se parecía cada vez más a su padre.
- Eh, Jody- le llamó, disimulando el tono de reproche. Él cogió la raqueta y echó a andar despacio hacia ella, con la vista gacha. Llevaba todo el día inquieto y de mal humor-. ¿Qué te pasa?
El muchacho evitó mirarla a la cara. Se volvió entornando los ojos hacia donde el sol iluminaba los pinos. A lo lejos se oía el grave rumor de un camión cargado de troncos que pasaba por la carretera al otro lado de la barricada de árboles.
- Es Vader- contestó finalmente Jody, mirando a su madre en busca de comprensión-. Ayer no volvió y no lo he visto en toda la mañana.
Patrice sintió una oleada de alivio al entenderlo todo. Por un momento había tenido miedo de que el chico hubiera visto a algún desconocido o hubiera oído algo en las noticias de la radio.
- El perro estará bien, ya verás. Nunca le pasa nada.
Vader y Jody tenían casi la misma edad, y siempre habían sido inseparables. A pesar de sus preocupaciones, Patrice sonrió al pensar en aquel labrador negro, inteligente y noble.
Once años antes, Patrice pensaba que el mundo era maravilloso. Su hijo de un año correteaba en pañales. Había dejado de lado sus muñecos y jugaba con el perro. El pequeño sabía decir «mamá» y «papá» e intentaba decir «Vader», aunque le sonaba «drrr». Patrice y David se reían viéndolos jugar juntos. Vader corría de un lado a otro resbalando en el suelo de madera pulida. Jody chillaba de gozo. El perro ladraba y daba saltos en torno al niño, que intentaba dar vueltas sobre sus pañales en el suelo.
Habían sido tiempos tranquilos, magníficos. Ahora, sin embargo, Patrice no había tenido un momento de paz desde la aciaga noche en que recibió una llamada desesperada de su esposo desde el laboratorio incendiado. Hasta entonces, el peor momento de su vida fue cuando se enteró de que su hijo se moría de cáncer.
- Pero ¿y si Vader está herido, muriéndose por ahí, mamá?- preguntó Jody. Intentaba no llorar, pero tenía lágrimas en los ojos-. ¿Y si ha caído en una trampa o algún cazador le ha pegado un tiro?
Patrice meneó la cabeza.
- Vader volverá sano y salvo- aseguró, intentando consolarlo-. Siempre vuelve sano y salvo.
De nuevo sintió un escalofrío. Sí, siempre sano y salvo.
8
Pabellón de autopsias del hospital Mercy Portland, Oregón
Martes, 14.24 h.

A pesar de la gruesa tela de sus toscos guantes, Scully notaba la suave blandura de la cavidad interna del cadáver. Sus movimientos eran de una imprecisión y una lentitud irritantes, pero al menos los gruesos guantes la protegían del contacto con lo que quiera que hubiera matado a Vernon Ruckman. El filtro de aire le bombeaba en la cara un aire frío y rancio. Tenía los ojos secos, le ardían. Le habría gustado frotárselos, pero estaba embutida en un traje anticontaminación y no tenía más remedio que aguantar la incomodidad hasta terminar la autopsia del vigilante de seguridad.
Sobre una mesa yacía su grabadora que, activada por la voz, esperaba que narrara en detalle lo que estaba viendo. No era sin embargo una autopsia típica. Sólo a primera vista se detectaban docenas de sorprendentes anomalías físicas, y los horrendos síntomas se iban haciendo más misteriosos a medida que Scully procedía con su inspección.
Aun así, había una razón para establecer el procedimiento post mortem paso a paso. Scully recordaba haberlo enseñado a otros estudiantes en Quantico durante el breve período en que los expedientes X habían permanecido cerrados y Mulder y ella estuvieron separados. Algunos de sus estudiantes habían completado la instrucción en la academia del FBI y se habían convertido en agentes especiales como ella misma. Pero Scully dudaba que ninguno de ellos hubiera tenido que enfrentarse a un caso como aquél. En aquellos momentos, la única forma de mantener la mente clara y despierta era agarrarse a los procedimientos de rutina.
Primer paso.
- Examen- dijo en voz alta. La luz roja de la grabadora parpadeó. Scully siguió hablando con tono normal, apagado por la pantalla de plástico que le cubría la cara-. Nombre del sujeto, Vernon Ruckman. Edad, treinta y dos años. Peso, unos ochenta kilos. La condición física externa es buena en general. Parece haber disfrutado de buena salud hasta el ataque de la enfermedad.
Scully miró la piel manchada, las oscuras marcas rojas como de sangre estancada y coagulada bajo la epidermis. El hombre tenía el rostro paralizado en una mueca de agonía, con los labios retraídos sobre los dientes.
- Por suerte los que encontraron el cadáver y el médico forense establecieron de inmediato el protocolo de cuarentena. Nadie ha tocado el cadáver con las manos desnudas. Sospecho que la enfermedad, sea cual sea, puede ser excesivamente virulenta.
»Los síntomas externos, las manchas, los abultamientos bajo la piel, me recuerdan la peste bubónica. Pero la peste negra que asoló los centros de población en Europa en la Edad Media y mató a nueve décimas partes de la población, actuaba, incluso en su forma neumónica más letal, en el curso de varios días o incluso una semana. Este hombre parece haber muerto casi al instante. No conozco ninguna enfermedad tan letal, salvo alguna toxina que actúe directamente sobre el sistema nervioso.
Scully tocó los brazos de Ruckman. La piel colgaba como pliegues de tela plástica.
- La epidermis muestra un desprendimiento sustancial, como si el tejido conjuntivo de los músculos hubiera quedado destruido. En cuanto a la fibra muscular...- Apretó con los dedos la piel del cuerpo y sintió una blandura inusual-. La fibra muscular parece disociada, con un tacto casi harinoso.
Parte de la piel se desgarró y Scully retrocedió sorprendida. Un líquido claro y blanquecino rezumaba de la herida. La agente lo tocó de mala gana. Era una sustancia densa, pegajosa, con la textura de la miel.
- De la piel brota una extraña mucosa. Parece haberse encharcado dentro del tejido subcutáneo. Mis manipulaciones la han liberado.
Juntó los dedos. La sustancia se quedó pegada a ellos y luego volvió a gotear sobre el cadáver.
- No entiendo nada- admitió a la grabadora. Probablemente borraría luego esa línea en el informe-. Procediendo con la cavidad corporal- prosiguió. Acercó una bandeja de acero inoxidable en la que yacían sierras, escalpelos, espátulas y fórceps.
Cogió el escalpelo con cuidado de no desgarrar la tela de los guantes y cortó la piel del pecho. Luego abrió las costillas con unas tenazas. Era un trabajo duro. El sudor le perlaba la frente y las cejas. Metió luego las manos en la húmeda cavidad del pecho abierto, tanteando con los dedos enguantados y comenzó a hacer inventario. Fue quitando y pesando los pulmones, el hígado, el corazón, los intestinos.
- Es difícil reconocer los órganos individualmente, debido a la abundante presencia de tumores. Está infestado. En los órganos y en torno a ellos se extendían los bultos y tumores que se movían y se agitaban deslizándose con una desagradable apariencia de gusanos viperinos e insidiosos.
Pero en un cuerpo tan destruido, tan dañado como aquél, sin duda el simple proceso de la autopsia podía causar una reacción fuerte, por no mencionar la posibilidad de contracciones debidas a las variaciones de temperatura del refrigerador del depósito en aquella sala caldeada.
Entre los órganos Scully encontró grandes bolsas de mucosa. Dentro, debajo de los pulmones, descubrió un gran nódulo de aquel moco pegajoso, como una especie de almacén biológico. La agente cogió una muestra del fluido y la selló en un contenedor de alto riesgo. Tal vez los especialistas en agentes patógenos hubieran visto antes algo similar.
- Mi primera conclusión, que todavía es pura especulación- prosiguió Scully- es que la investigación biológica que realizaba el doctor Kennessy en los laboratorios DyMar pudo haber producido algún tipo de organismo patógeno. No hemos podido revelar del todo sus experimentos o sus técnicas, de modo que no puedo constatar conjeturas más detalladas.
Se quedó mirando inquieta el cadáver abierto de Ruckman. La grabadora esperaba de nuevo su voz. Si la situación era tan mala como Scully temía, necesitarían mucha más ayuda de la que Mulder o ella pudieran ofrecer.
- Los bultos y las deformaciones dentro del cuerpo de Vernon Ruckman sugieren que un rápido crecimiento de células devoró su cuerpo con sorprendente velocidad. El doctor Kennessy trabajaba en la investigación sobre el cáncer. ¿Podía haber producido una base genética o microbiana para la enfermedad? ¿Habrá liberado alguna terrible forma viral de cáncer?
Scully tragó saliva, asustada ante su propia idea.
- Todo esto es muy improbable, pero difícil de descartar a la vista de los síntomas que he observado en el cadáver, sobre todo si el individuo, como es evidente, gozaba de buena salud sólo unas horas antes de que se encontrara el cuerpo.
El período entre la aparición de la enfermedad y la muerte había sido, como máximo, de unas pocas horas, tal vez mucho menos. No había habido tiempo para un tratamiento, ni siquiera para que el hombre se diera cuenta de su destino...
Vernon Ruckman sólo había contado con unos minutos antes de que una enfermedad terminal acabara con él. Apenas el tiempo para una oración.
9
Clínica veterinaria de la familia Hughart Lincoln City, Oregón
Martes, 1.11 h.

El doctor Elliot Hughart se debatía entre dormir con una inyección al labrador herido o dejarlo morir de modo natural. Como veterinario, tenía que tomar aquella misma decisión incontables veces, y nunca era fácil. El perro yacía en una de las mesas quirúrgicas de acero inoxidable, todavía vivo contra toda esperanza. El resto de la clínica estaba tranquilo y silencioso. En las jaulas había otros animales, en silencio, pero inquietos y suspicaces.
Fuera todo estaba oscuro. Lloviznaba, como era habitual a aquellas horas de la noche, pero hacía bastante calor para abrir la puerta trasera. La brisa húmeda mitigaba el olor a productos químicos y miedo animal que enrarecía el aire. Hughart siempre había creído en las propiedades curativas del aire fresco, tanto para los animales como para las personas.
Su vivienda se encontraba en el piso de arriba. Había dejado el televisor encendido y los platos sin fregar, pero lo cierto es que pasaba mucho más tiempo allí abajo, en la oficina, el quirófano y el laboratorio. Aquello era en realidad su hogar. Las habitaciones de arriba eran sencillamente donde comía y dormía.
Después de tantos años, la práctica veterinaria era para Hughart más un hábito que una esperanza de lograr el éxito. Lo cierto es que se las había ido arreglando hasta entonces. La gente de la zona acudía a él con regularidad, aunque muchos esperaban una consulta gratis como favor de amigo o de vecino. De vez en cuando algún turista sufría algún accidente con su perro. Hughart había visto muchos casos como el de aquel labrador negro. No era el primer conductor que sintiéndose culpable le entregaba un animal muerto o medio muerto, esperando que Hughart obrara milagros. A veces la familia se quedaba, pero casi siempre, como en este caso, proseguían sus interrumpidas vacaciones.
El labrador negro temblaba, olfateaba, gemía. La mesa estaba manchada de sangre. Hughart había hecho lo posible por cerrar las heridas, colocar las costillas rotas... Pero el perro tenía la pelvis destrozada y el espinazo partido, así como graves heridas internas. No llevaba collar, no tenía papeles. Jamás se recobraría de sus heridas, y aunque sobreviviera gracias a algún milagro, Hughart no tendría más remedio que entregarlo a una perrera, donde yacería en una jaula patéticamente antes de que allí lo mataran.
Inútil. Todo era inútil. Hughart respiró hondo y suspiró.
El perro se estremeció. Tenía mucha fiebre. Hughart nunca había visto una temperatura tan alta en un animal. Le puso un termómetro, con auténtica curiosidad, y contempló atónito cómo superaba los cuarenta y un grados. La temperatura normal de un perro era de unos treinta y ocho, y con la conmoción de las heridas, el perro debería estar todavía más frío.
Tomó una muestra de sangre de rutina, y luego buscó con diligencia alguna otra señal de enfermedad, alguna causa de la fiebre que hacía hervir su cuerpo como un horno. Lo que encontró lo dejó perplejo.
Los gravísimos traumatismos del perro parecían sanar rápidamente, las heridas encogían. Levantó uno de los vendajes de la caja torácica, y aunque la gasa estaba empapada en sangre no vio señales de la herida. Hughart sabía que debían de ser imaginaciones suyas provocadas por su deseo de salvar al animal. Pero no, era imposible salvarlo y Hughart lo sabía, aunque no perdiera la esperanza.
El perro seguía temblando y gimiendo suavemente. Con un pulgar calloso Hughart le levantó un párpado y en el ojo vio una especie de película lechosa, como si fuera un huevo medio hervido. El animal estaba en coma profundo. No tenía salvación. Apenas respiraba.
La temperatura le había subido a cuarenta y dos grados. Aunque no tuviera ninguna herida, aquella fiebre era mortal.
Del morro negro goteaba un hilillo de sangre. Al ver aquella diminuta herida, una manchita de sangre roja en el pelaje negro del delicado hocico, Hughart decidió ahorrar sufrimientos al animal.
Se quedó un rato contemplando a su paciente antes de acercarse al armario de los medicamentos. Abrió las puertas y sacó una larga jeringa y un frasco de Euthanol, un concentrado de pentabarbitol sódico. El perro pesaba entre veinticinco y treinta y cinco kilos, y la dosis sugerida era de un centímetro cúbico por cada cinco kilos más un pequeño extra. El veterinario sacó diez centímetros cúbicos, más que suficientes.
Si el propietario del perro volvía alguna vez, encontrarían en la ficha la anotación DI, un eufemismo de «dormido con inyección», que a su vez era un eufemismo para expresar que se había matado al animal, o que se le habían ahorrado sufrimientos, como se enseñaba siempre en la escuela de veterinaria. Una vez tomada la decisión, Hughart no vaciló. Se inclinó sobre el animal, le clavó la aguja en el cuello y le inyectó la dosis letal. Después de las graves heridas sufridas, el labrador negro no movió ni un músculo ante el pinchazo de la hipodérmica.
Una brisa fresca y húmeda entraba por la puerta medio abierta, pero el perro seguía caliente y febril. Hughart tiró la jeringa usada con un hondo suspiro.
- Lo siento, muchacho- dijo-. Ve a perseguir conejos en sueños, a un lugar donde ya no tendrás que tener cuidado con los coches.
La inyección no tardaría en hacer efecto. El perro dejaría de respirar y finalmente su corazón se detendría. Era un proceso irrevocable, pero apacible, Hughart llevó la muestra de sangre a un rincón del laboratorio, en la sala adyacente. La alta temperatura del animal lo tenía perplejo. Jamás había visto un caso igual. Muy a menudo los animales sufrían una conmoción si sobrevivían al trauma de ser atropellados por un vehículo, pero una fiebre tan alta no era normal.
La sala trasera estaba perfectamente organizada según un sistema que el veterinario había desarrollado a lo largo de los años, aunque un observador no avezado no vería allí más que desorden. Hughart encendió la luz del techo y sobre la mesa de fórmica colocó una muestra de sangre en un cristal de microscopio. El primer paso sería hacer un recuento de los glóbulos blancos para ver si tenía algún tipo de infección o parásitos en la sangre.
El perro podía haber estado muy enfermo antes de ser atropellado. De hecho, eso explicaría que el animal se mostrara tan torpe, que no viera el automóvil que se le echaba encima. Si el perro sufría alguna enfermedad grave, Hughart necesitaba comprobarlo y hacerlo constar.
En la sala de operaciones y recuperación, otros dos perros comenzaron a ladrar y gemir. Un gato maulló y las jaulas resonaron. Hughart no prestó atención. Los perros y gatos hacían un típico ruido caótico al que el veterinario se había acostumbrado a lo largo de muchos años. De hecho le había sorprendido lo tranquilos que estaban los animales al verse en una situación extraña, encerrados juntos en una jaula para pasar la noche. Ya estaban resentidos por haber sido esterilizados o castrados o por la dolencia que motivara la consulta al veterinario.
El único animal que ahora le preocupaba era el labrador negro, y a esas alturas el euthanol estaría haciendo efecto.
Molesto por las sombras que le distraían, Hughart encendió un fluorescente colocado bajo los armarios y luego iluminó el cristal bajo el microscopio con una lamparita. Se frotó los ojos y enfocó el aparato sobre la muestra de sangre. El perro debía de estar deslizándose en el sueño eterno, pero su sangre estaba absolutamente viva.
Además de los habituales glóbulos blancos, rojos y plaquetas, Hughart vio unas pequeñas manchas, unos corpúsculos plateados como relucientes cristales cuadrados que se movían como por voluntad propia. Si aquello era una especie de infección generalizada, se trataba de microorganismos que Hughart no había visto jamás. Los corpúsculos metálicos eran tan grandes como células y se movían a velocidad vertiginosa, como animados por una misión.
- Es increíble...- dijo.
Su voz sonó estentórea en el claustrofóbico cubículo. A menudo hablaba con los animales o consigo mismo, pero antes nunca le había preocupado. Ahora, sin embargo, hubiera deseado no estar solo. Le hubiera gustado tener a alguien con quien compartir aquel sorprendente descubrimiento.
¿Qué clase de enfermedad o infección podía presentar aquellos síntomas? Tras una larga carrera como veterinario creía haberlo visto casi todo, pero jamás se había encontrado con nada como aquello, ni remotamente similar. Confió en que no fuera contagioso.
Aquel edificio reformado había sido su casa y su lugar de trabajo durante décadas, pero ahora le parecía extraño y siniestro. Si el perro sufría alguna enfermedad desconocida, tendría que ponerse en contacto con el Centro de Control de Epidemias e informar de aquel extraño caso.
Hughart sabía qué hacer en caso de un brote de rabia o cualquier otra enfermedad habitual en los animales domésticos, pero aquellas cosas microscópicas que eran como máquinas le resultaban totalmente desconocidas.
En la sala de cirugía los animales enjaulados maullaban y ladraban, armando un auténtico estruendo. El anciano lo advirtió de forma subconsciente, pero el ruido no era suficiente para apartarle de lo que veía fascinado en el microscopio. Hughart se frotó los ojos y volvió a enfocar el aparato, borrando la primera imagen para concentrarse en un plano más aumentado. Las máquinas seguían allí, como células en movimiento. El veterinario tragó saliva. Tenía la garganta seca. ¿Qué debía hacer ahora?
De pronto se dio cuenta de que en la sala de al lado había estallado un pandemónium de ladridos y maullidos, como si un zorro hubiera atacado un gallinero. Se dio media vuelta, tropezó con el taburete metálico, que cayó al suelo, y avanzó dando saltos sobre una pierna, con la cadera dolorida. Cuando por fin irrumpió en la sala de operaciones, miró primero las jaulas. Los animales se apretaban contra los barrotes del fondo, intentando apartarse del centro de la habitación.
Hughart ni siquiera miró al labrador negro, porque ya debía de estar muerto. Pero en ese momento oyó unas patas arañando la superficie de acero de la mesa.
El perro se levantó, se sacudió y bajó de un salto, dejando en la mesa una mancha de sangre. No mostraba ninguna herida. Temblaba lleno de energía, totalmente sano.
La sorpresa de Hughart fue mayúscula, era incapaz de creer que el perro no sólo había recobrado la consciencia, a pesar de sus graves heridas y de la inyección letal, sino que había logrado saltar de la mesa y salir de la casa. Aquello era tan increíble como la contaminación de la muestra de sangre.
Hughart se precipitó sobre él.
- Eh, espera, que te voy a echar un vistazo.
El perro lanzó un ladrido y se marchó.
10
Ruinas de los laboratorios DyMar
Martes, 16.50 h.


No mucho antes del amanecer, sobre las colinas de Portland apareció una insólita franja de cielo azul. Mulder alzó la vista con los ojos entornados mientras subía en el coche alquilado la pronunciada pendiente en dirección a las ruinas de los laboratorios DyMar. Le hubiera gustado tener sus gafas de sol.
Gran parte de la estructura de los edificios permanecía intacta, a pesar de haber sido devorada por el fuego en su totalidad. Las paredes estaban ennegrecidas, el armazón de madera convertido en carbón y los muebles destrozados y retorcidos. Algunas vigas habían caído del techo mientras que otras se balanceaban precariamente contra las paredes de hormigón y las vigas de metal. Entre las cenizas y la piedra rota abundaban los cristales rotos.
Al coronar la colina y llegar a la combada alambrada que rodeaba el recinto, Mulder aparcó el coche y se quedó mirando a través del parabrisas.
- Menuda mansión sería ésta- dijo-. Tendré que hablar con mi agente inmobiliario. Scully salió del coche.
- Demasiado tarde para hacer una oferta, Mulder. Esto será demolido dentro de unos días para construir un nuevo parque empresarial.- Miró la densa pineda y contempló la vista de Portland que se extendía debajo con el sinuoso río y su collar de puentes.
Él advirtió que el equipo de construcción avanzaba muy deprisa. De seguir con aquel sorprendente ritmo, apenas tendrían tiempo de terminar la investigación.
Abrió la alambrada, que en algunas zonas estaba hundida y mostraba grandes agujeros. Toda la valla estaba adornada de señales de peligro que advertían del riesgo de derrumbamientos en el edificio. Mulder dudaba de que los carteles disuadieran al más timorato de los vándalos.
- Por lo visto la muerte de Vernon Ruckman ha sido mucho más eficaz que los vigilantes o los carteles- comentó Scully. Se detuvo un momento en la alambrada y luego fue tras su compañero a la zona del incendio-. Me he puesto en contacto con la policía local para que me pusiera al corriente de su investigación sobre el incendio, pero de momento todo lo que me han dicho es que está pendiente y no hay nada nuevo.
Mulder alzó las cejas.
- O sea, era un grupo de protesta con fuerza suficiente para convertirse en una turbamulta y ahora resulta que no pueden encontrar a ningún miembro.
- El laboratorio del FBI está analizando la nota de reivindicación del atentado. Esta misma tarde deberíamos saber quién está detrás de Liberación Inmediata. La nota parece obra de un aficionado.
Mulder se quedó mirando las negras paredes de las instalaciones DyMar. Luego los dos se internaron entre las ruinas con cautela. Se percibía un penetrante olor a hollín, plástico quemado y productos químicos volátiles. Mientras admiraba desde las ruinas el paisaje del bosque y la ciudad a sus pies, Mulder imaginó a una multitud de manifestantes furiosos e incontrolados subiendo por el camino aquella noche, una semana y media atrás. Respiró hondo una bocanada de aire cargado de ceniza.
- Uno se imagina a una multitud de campesinos portando antorchas, ¿verdad, Scully?- Miró el techo inestable, las columnas rotas, las paredes caídas, y avanzó con cuidado por lo que debía de haber sido el vestíbulo principal-. Una muchedumbre furiosa dispuesta a quemar el laboratorio infernal y matar al científico loco.
Scully parecía turbada.
- Pero ¿por qué estaban tan furiosos?- preguntó-. Algo sabían. Esto era un centro de investigación sobre el cáncer. De todos los campos de la ciencia, éste precisamente deberían respetarlo hasta los manifestantes más vehementes.
- No creo que el motivo de preocupación fuera la investigación sobre el cáncer.
- ¿Entonces qué? ¿Los experimentos con animales? No sé qué tipo de experimentos realizaba el doctor Kennessy, pero yo ya he investigado otras veces a grupos pro derechos de los animales y lo más que han hecho ha sido irrumpir en algún laboratorio para sacar de sus jaulas a algunos perros y ratas. Nunca he tenido noticia de que mostraran un nivel tan extremo de violencia.
- Yo creo que el problema era el tipo de investigación. Alguien debía de considerarla una amenaza. ¿Por qué si no han desaparecido todos los datos?
- Parece que ya tienes una teoría, Mulder.
- David Kennessy y su hermano habían armado algún jaleo en la comunidad científica, probando nuevos enfoques y tratamientos poco ortodoxos que todos habían ya abandonado. Según el curriculum de Kennessy, era un experto en bioquímica alterada y su hermano Darin había trabajado durante años en Silicon Valley. Dime, ¿qué relación puede haber entre la electrónica y la investigación del cáncer?
Scully no dijo nada. Seguía buscando el lugar donde habían encontrado al vigilante. Vio la sección acordonada y se quedó mirando la silueta del cuerpo todavía marcada entre las cenizas. Mulder, mientras tanto, apartó una hoja de metal retorcido y tropezó con una caja de caudales con la puerta abierta de par en par.
- Scully...
- ¿Hay algo dentro?
Mulder alzó las cejas y rebuscó entre los escombros.
- No, está vacía. El interior está seco, pero no quemado.
Miró a su compañera. Era evidente que pensaba lo mismo que él. Alguien había abierto la caja después del incendio, no antes-. Esa noche hubo aquí alguien más, alguien que buscaba los contenidos de esta caja.
- Por eso vino aquí el vigilante. Debió de ver a alguien.
Scully arrugó la frente.
- Sí, eso explicaría su presencia aquí. Pero no nos dice qué le mató. No le dispararon ni le estrangularon. Ni siquiera sabemos si llegó a encontrarse con el intruso.
- Pero es posible, incluso probable- dijo Mulder.
Ella le miró con curiosidad.
- De modo que esa persona se llevó todos los datos que necesitamos, ¿no?
Él se encogió de hombros.
- Venga, Scully. La mayoría de la información sobre la investigación de Kennessy estaba archivada y clasificada fuera de aquí. No podemos ponerle la mano encima. Es posible que aquí hubiera también alguna prueba, pero ahora ha desaparecido. Y hay un vigilante muerto.- Mulder, ese hombre murió por alguna enfermedad.
- Murió por algún tipo de agente tóxico, que no sabemos de dónde salió.
- O sea que piensas que quienquiera que estuviese aquí esa noche mató al vigilante y se llevó los archivos de la caja fuerte.
Mulder ladeó la cabeza.
- A menos que otra persona se los hubiera llevado antes.
Scully apretó los labios. Rodearon un muro quemado, pasaron agachados bajo una viga caída y se internaron en el edificio.
Lo que quedaba de la zona de laboratorio era un peligroso laberinto, negro e inestable. Parte del suelo se había derrumbado sobre el sótano y las cámaras de almacenaje. La parte que quedaba intacta crujía bajo sus pies, muy debilitada después del incendio.
Mulder cogió un cristal. El calor lo había doblado y limado sus afiladas aristas.
- Yo creo que cuando su hermano abandonó el trabajo, Kennessy estaba muy cerca de algún resultado espectacular y estaba dispuesto a violar algunas reglas debido al estado de su hijo. Alguien descubrió su trabajo e intentó impedir que emprendiera acciones precipitadas. Sospecho que este movimiento espontáneo de protesta, de un grupo del que nadie ha oído hablar, era un violento esfuerzo por silenciar al doctor Kennessy y eliminar todos los progresos que había logrado.
Scully se apartó el pelo de la cara, dejándose una manchita de hollín en la mejilla. Parecía muy cansada.
- Tú ves conspiraciones por todas partes.
Él tendió la mano para limpiarle el tiznón.
- Sí, pero a veces tengo razón. Y en este caso ya ha costado la vida de dos personas, tal vez más.
11
Bajo el puente Burnside
Portland, Oregón
Martes, 23.21 h.

Intentó ocultarse y dormir, pero no hacía más que debatirse entre una espantosa sucesión de pesadillas. Jeremy Dorman no sabía si estaban provocadas por el enjambre de invasores microscópicos que en su cabeza interferían en su proceso de pensamiento o si eran resultado de su conciencia culpable.
Empapado, embutido en harapos que no le quedaban bien, se acurrucó bajo el refugio que le ofrecía el puente Burnside, en la orilla húmeda y llena de basura del río Willamette. El agua lodosa, color verdiazul, fluía tranquila.
Años atrás, la ciudad de Portland había limpiado el River Park, convirtiéndolo en una zona agradable, bien iluminada y bonita para que los ejecutivos hicieran deporte y los turistas se sentaran en los bancos de cemento a contemplar el río. Las parejas de jóvenes escuchaban a los músicos callejeros mientras daban sorbitos a sus cócteles de lujo.
Pero no a aquellas horas de la noche. Ahora casi todos se encontraban cómodamente en sus casas, sin pensar en la noche fría y solitaria del exterior. Dorman escuchó el chapaleo de las aguas tranquilas contra las rocas en torno a los pilares del puente. El agua parecía cálida, viva, pero la bruma fría tenía una textura de metal helado. Dorman se estremeció.
En la estructura del puente anidaban las palomas, que se agitaban y gorjeaban. Más lejos se oía el matraqueo de algún vagabundo escarbando en los cubos de basura en busca de latas o botellas reciclables. Contra las papeleras verdes se apilaban algunas bolsas marrones de papel con botellas vacías de vino barato.
Dorman se acurrucó en las sombras, dolorido de cuerpo y mente. Combatiendo un espasmo de su cuerpo rebelde, rodó a un charco de barro y se manchó toda la espalda, pero ni siquiera se dio cuenta.
Un pesado camión pasó por el puente con el ruido de una explosión apagada.
Como la explosión en DyMar.
Recordaba vívidamente esa noche, la última noche: la oscuridad, el fuego, los gritos, las explosiones. Violentos asesinos sin cara, sin nombre, unidos por alguien que manejaba los hilos en las sombras.
Debió de quedarse dormido, o se vio de algún modo transportado en el tiempo. Su memoria se avivaba a modo de cruel e insólito castigo, tal vez por la acción de los nanocritters.
«No me siento nada seguro con una alambrada y un par de vigilantes contratados- le había dicho a David Kennessy. Al fin y al cabo aquello no era precisamente una instalación de alta seguridad: David había logrado introducir a su perro herido y una pistola-. Empiezo a pensar que tu hermano hizo bien en marcharse hace seis meses.»
DyMar había solicitado vigilancia de la policía estatal, pero habían rechazado la petición amparándose en un viejo estatuto que permitía a la policía delegar las «disputas internas de una empresa» a las fuerzas de seguridad privadas. David paseaba refunfuñando por los sótanos del laboratorio, preguntando cómo la policía podía considerar que una manifestación violenta era una disputa interna. Todavía no se le había ocurrido que tal vez alguien deseara que el laboratorio no estuviera protegido.
A pesar de ser un genio en bioquímica y microingeniería, David Kennessy era una nulidad en otros aspectos. Su hermano Darin no había sido tan ingenuo y se había largado a tiempo. David se quedó por su hijo. Pero ninguno de ellos comprendía lo que había en juego.
Cuando comenzó el ataque, David se lanzó a recoger atropelladamente sus informes, sus muestras, como en aquellas películas antiguas en las que un científico loco intenta rescatar un cuaderno de las llamas. Pero Kennessy parecía más irritado que asustado. Apartó de una patada unos lápices del suelo y con su voz de «seamos razonables» dijo:
«Siempre hay algún fanático que intenta detener el progreso, pero el progreso es imparable. Ya no hay quien eche atrás esta nueva tecnología.» E hizo un sonido grosero con los labios.
Ciertamente la manufactura biológica y la nanoingeniería llevaban ya años progresando a notable velocidad. Los ingenieros genéticos empleaban la maquinaria del ADN de cierta bacteria para producir insulina artificial. Una corporación de Siracusa, Nueva York, había patentado técnicas para almacenar e interpretar datos en cubos hechos de bacteriorodopsin, una proteína genéticamente alterada. Había muchísima gente trabajando en muchos aspectos diferentes del problema. David tenía razón. La tecnología no puede retroceder.
Pero Dorman sabía que algunos miembros del gobierno pretendían hacer justamente eso. Y, a pesar de los planes y los apresurados acuerdos, a pesar de las promesas, no habían dado a Dorman tiempo para escapar.
Mientras David estaba distraído, corriendo al teléfono para advertir a su mujer del ataque y del peligro que también ella corría, Dorman no había podido encontrar ninguna de las nanomáquinas originales, sólo los prototipos y las dudosas muestras que se habían utilizado con ambiguos resultados en otros animales de laboratorio, antes de lograr el éxito con el perro. Aun así, los prototipos habían funcionado... hasta cierto punto. Por lo menos le habían salvado, técnicamente.
Luego Dorman oyó las ventanas que se rompían arriba, los violentos gritos que se acercaban, y supo que había llegado el momento.
Aquellos prototipos habían sido su último recurso, lo único que pudo encontrar. Al fin y al cabo habían resultado efectivos en las pruebas con las ratas, ¿no? Y el perro estaba bien, perfectamente sano. ¿Qué otra opción le quedaba, excepto correr el riesgo? Aun así, le aterrorizaba la posibilidad de estar haciendo algo irrevocable. Era evidente que no podía ir a una farmacia a pedir un antídoto. Pero al pensar en los hombres que le habían traicionado, que habían intentado matarle y resolver así todos sus problemas, hizo acopio de la determinación que necesitaba.
Después de añadir la hormona de activación y el fluido portador, las máquinas microscópicas tenían que adaptarse y reiniciar su programación.
Oyó la explosión de un cóctel Molotov en el vestíbulo, luego ruidos de pasos a la carrera. Voces apagadas discutiendo con tono frío y profesional, mientras los manifestantes seguían gritando y voceando proclamas en el exterior.
Dorman se inyectó en silencio, justo antes de que David Kennessy volviera a su lado. Ahora por fin el científico parecía asustado, y con motivo. Cuatro de los disparos le alcanzaron en el pecho, arrojándolo contra las mesas de laboratorio. Luego el edificio DyMar estalló en llamas mucho más deprisa de lo que Jeremy Dorman podía haber imaginado.
Intentó escapar, pero las paredes ardían y el fuego le cercaba. La onda expansiva de otra explosión lo lanzó contra una de las paredes de hormigón del sótano. La escalera ennegreció ante sus ojos y se convirtió en un lanzallamas que le abrasaba la piel. Dorman, traicionado, gritó de rabia...
Ahora despertó gritando debajo del puente. El eco de sus alaridos reverberaba en el agua y rebotaba en el río y en las piedras del puente. Dorman se levantó. Los ojos se le habían acostumbrado a la penumbra de las farolas y la luna que se filtraba entre las nubes. El cuerpo se le agitaba en convulsiones. Notaba los bultos moviéndose dentro de él, bullendo, asumiendo vida propia.
Apretó los dientes y presionó los codos contra las costillas, intentando recuperar el control. Respiraba pesadamente por la nariz. El aire era frío y metálico, cargado con el recuerdo de la sangre. Miró la orilla de piedra donde había dormido entre sobresaltos. Allí yacían los cadáveres de cinco palomas con las alas abiertas, las plumas desordenadas y los ojos de un color gris vidrioso. De los picos abiertos goteaba un hilillo de sangre.
Dorman se quedó mirando los pájaros muertos y el estómago se le revolvió en una náusea. Ignoraba qué había hecho su cuerpo, cómo habría perdido el control durante las pesadillas. Sólo los pájaros lo sabían.
Una última pluma gris cayó en silencio al suelo. Dorman subió a trompicones hacia la carretera. Tenía que salir de Portland. Tenía que encontrar a su presa antes de que fuera tarde para todos.
12
Central de correos
Milwaukee, Oregón
Miércoles, 10.59 h.

Mulder no se sentía anodino ni desapercibido en el vestíbulo de la central de correos. Scully y él caminaban de un lado a otro fingiendo esperar en una cola o acercándose a un mostrador para rellenar algún impreso innecesario. Los funcionarios del mostrador los miraban con recelo, esperando un tiroteo o una detención en masa. Mientras tanto los dos agentes observaban la pared llena de pequeños apartados de correos numerados, especialmente concentrados en el 3733. Cada uno de ellos parecía una diminuta prisión.
Cada vez que entraba alguien y se encaminaba hacia la sección de los apartados, Scully y Mulder cruzaban una mirada, se tensaban y luego se relajaban al ver que la persona no encajaba en la descripción, acudía a otro apartado o simplemente realizaba algún recado de rutina, ajena a la vigilancia del FBI.
Finalmente, al cabo de una hora y veinte minutos de espera, un hombre delgado abrió la pesada puerta de cristal y se acercó directamente a la pared de apartados de correos. Tenía el rostro enjuto y la cabeza afeitada y reluciente como si se la frotara todos los días con abrillantador de muebles. En el mentón, en cambio, aparecía como una explosión una hirsuta barba negra. Tenía los ojos hundidos, los pómulos altos y prominentes. Parecía un extraño profeta loco.
- Scully, es él.- Había visto varias fotos de Alphonse Gurik en su expediente delictivo, aunque en ellas aparecía afeitado y con el pelo largo y greñudo. Aun así, el efecto era el mismo.
Scully asintió con la cabeza y apartó la vista para no levantar sospechas. Mulder cogió con aire casual un colorido folleto que describía una selección de sellos sobre famosas figuras del deporte.
El centro nacional de información criminal había realizado fácilmente el análisis de la carta que reivindicaba la destrucción de los laboratorios DyMar. Liberación Inmediata había enviado la nota escrita a mano con letras mayúsculas en un papel de carta que no había sido difícil rastrear y en el que aparecían dos huellas dactilares. Todo aquel asunto había sido una chapuza de aficionado.
Aquel hombre, Alphonse Gurik, que no tenía dirección permanente, había estado involucrado en muchas causas de muchos grupos de protesta. En sus antecedentes aparecía una lista de organizaciones de aspecto tan atroz que era imposible que existieran. Gurik había escrito la carta que reivindicaba la destrucción de los laboratorios DyMar.
Pero Mulder albergaba sus dudas. Después de visitar las ruinas quemadas de los laboratorios, tanto él como Scully pensaban que se trataba de un trabajo profesional, preciso en extremo y fríamente destructivo. Alphonse Gurik parecía ser un aficionado, tal vez un iluso, seguramente un fanático. Mulder no le creía capaz de provocar el desastre de DyMar.
Cuando el hombre llegó al apartado de correos 3733, marcó la combinación y abrió la ventanilla para retirar su correo, Scully hizo una señal a Mulder y ambos se adelantaron con la mano dentro del abrigo para sacar sus identificaciones.
- Señor Alphonse Gurik- comenzó Scully con voz neutra-, somos agentes federales. Queda usted detenido.
Gurik dejó caer el correo al suelo y se estrelló de espaldas contra la pared con la boca abierta.
- ¡Yo no he sido!- exclamó aterrorizado, levantando las manos en gesto de total rendición-. No tienen derecho. ¡Malditos nazis!
Los demás clientes de la oficina retrocedieron, fascinados y temerosos. Dos funcionarios del mostrador se inclinaron y estiraron el cuello para ver mejor la escena.
Scully se sacó de un bolsillo una hoja de papel plegada.
- Esto es una orden de detención a su nombre. Le hemos identificado como el autor de la carta que reivindica la explosión y el incendio de los laboratorios DyMar, en el que resultaron muertos dos investigadores.
- Pero, pero...- Gurik había palidecido. Abrió la boca con un hilillo de saliva entre los labios, intentando encontrar las palabras.
Mulder se adelantó y lo cogió del brazo después de sacarse del cinto unas esposas. Scully se mantuvo apartada, preparada para reaccionar ante cualquier reacción imprevista del prisionero. Un agente del FBI tenía que estar siempre alerta, por muy sumiso que pareciera el detenido.
- Siempre estaremos dispuestos a oír su versión, señor Gurik- dijo Mulder.
Aprovechó el desconcierto de Gurik para esposarle las manos a la espalda. Luego le recitó sus derechos, aunque el detenido debía de conocerlos a la perfección. Según su expediente, aquel hombre había sido detenido siete veces por vandalismo y otros cargos similares: tirar piedras a las ventanas o pintar con aerosol amenazas en los edificios de empresas con las que no estaba de acuerdo. Mulder consideraba que era un hombre de principios, muy entendido en su campo. Gurik había tenido el valor de luchar por lo que creía, pero renunció a sus creencias con demasiada facilidad.
Mientras Mulder empujaba al detenido hacia la puerta de cristal, Scully se agachó para recoger las cartas tiradas en el suelo. Gurik tardó treinta segundos de reloj en comenzar a balbucear excusas.
- ¡Muy bien, yo envié la carta! Lo confieso, la envié yo... ¡Pero yo no quemé nada! No he matado a nadie. Yo no hice explotar ese edificio.
Mulder pensó que seguramente decía la verdad. Sus anteriores delitos menores lo habían convertido en un indeseable, pero no podían considerarse antecedentes de la completa destrucción de todo un laboratorio.
- Vaya, ahora le conviene cambiar su declaración, ¿no?- dijo Scully-. Han muerto dos personas y le acusarán de asesinato. Esto ya no es como los inocuos actos de protesta por los que le han detenido otras veces.
- Yo sólo era un manifestante más. Ya habíamos ido a incordiar a DyMar otras veces... Pero de pronto el laboratorio explotó. Todo el mundo salió gritando y corriendo. ¡Pero yo no hice nada!
- ¿Entonces por qué escribiste la carta?- preguntó Mulder.
- Alguien tenía que asumir la responsabilidad. Estuve esperando, pero nadie envió ninguna carta, nadie reivindicó el atentado. Fue una tragedia terrible, sí. Pero no habría tenido ningún sentido si nadie explicaba la causa de nuestras protestas. Yo pensaba que queríamos liberar a los animales del laboratorio, por eso escribí la carta.
»Nos habíamos reunido unos cuantos grupos independientes. Había un tipo que estaba realmente en contra de lo que pasaba en DyMar, incluso había redactado una carta y nos hizo llegar a todos una copia antes de la protesta. Nos enseñó cintas de vídeo, informes robados... No se imaginan lo que hacían con los animales en el laboratorio. Deberían haber visto lo que hicieron con un pobre perro.
Scully se cruzó de brazos.
- ¿Y qué ha sido de ese hombre?
- No hemos podido encontrarle. Seguro que se cagó de miedo. Así que mandé yo la carta. Alguien tenía que hacerlo. La gente tenía que saber lo que pasaba allí.
Una vez fuera de la oficina de correos, Gurik miró desesperadamente una vieja camioneta de madera con la pintura desportillada en la que aún se veían manchas de la primera capa.
Los gastados asientos de la camioneta estaban atestados de cajas de panfletos, mapas, recortes de periódico y otros papeles. La carrocería estaba llena de bollos y arañazos, como si la hubieran ametrallado. Uno de los limpiaparabrisas estaba roto, pero por lo menos no era el del conductor.
- Yo no quemé nada- insistió Gurik-. Ni siquiera tiré piedras. No hicimos más que gritar y levantar pancartas. No sé quién tiró las bombas incendiarias. Desde luego no fui yo.
- Muy bien, ¿qué es Liberación Inmediata?- preguntó Mulder, siguiendo la rutina de costumbre.
- Es un invento mío, ¡de verdad! No es un grupo oficial. Ni siquiera hay más miembros que yo. Puedo inventarme el grupo que quiera. Ya lo he hecho otras veces. Aquella noche había allí muchos activistas, otros grupos, gente que no había visto antes.
- ¿Quién convocó la manifestación ante DyMar?- preguntó Scully.
- No lo sé.- Todavía contra el coche, Gurik giró la cabeza para mirarla-. Ya sabe que entre los grupos activistas tenemos relaciones. No siempre estamos de acuerdo, pero cuando logramos unir nuestras fuerzas tenemos más poder.
»Yo creo que la manifestación de DyMar estaba convocada por líderes de grupos minoritarios entre los que se contaban grupos en defensa de los animales, de protesta por la ingeniería genética o las organizaciones industriales, e incluso fundamentalistas religiosos. Naturalmente, con todo lo que yo he hecho en otros tiempos no se habrían atrevido a dejarme fuera.
- No, claro que no- dijo Mulder.
Confiaba en que Gurik les llevara hasta otros miembros de Liberación Inmediata, pero ahora parecía ser el único miembro del grupo. Los violentos manifestantes habían aparecido de pronto, sin ningún líder conocido y sin ninguna historia previa, y se habían convertido en una turbamulta que había incendiado el laboratorio y destruido todos los datos de las investigaciones para luego evaporarse sin dejar rastro. Quien hubiera organizado aquella sangrienta manifestación se las había arreglado para unir a diversos grupos que ni siquiera sabían que estaban siendo conducidos al mismo sitio al mismo tiempo.
Mulder estaba seguro de que todo el incidente había sido un montaje.
- ¿Qué tenían en contra de los laboratorios DyMar?- preguntó Scully.
Gurik levantó las cejas indignado.
- ¿Cómo que qué teníamos contra ellos? ¡Las espantosas pruebas con animales, por supuesto! Eran unas instalaciones médicas. Seguro que sabe lo que hacen los científicos en esos sitios.
- No- replicó Scully-, no lo sé. Lo que sí sé es que estaban intentando encontrar resultados médicos para ayudar a la gente que se muere de cáncer. Gurik resopló y volvió la cabeza.
- Sí, como si los animales no tuvieran el mismo derecho que los seres humanos a una existencia pacífica. ¿Qué derecho tenemos a torturarlos para poder nosotros vivir más tiempo?
Scully parpadeó atónita. ¿Cómo se podía discutir con alguien así?
- En realidad- dijo Mulder-, en nuestras investigaciones no hemos encontrado pruebas de que se experimentara con animales, aparte de las ratas de laboratorio.
- ¿Qué?- exclamó Gurik-. Eso es mentira.
Mulder se volvió hacia Scully.
- No sabe nada, Scully. Alguien quería acabar con David Kennessy y los laboratorios DyMar, y lograr que otro cargara con el muerto.
Scully alzó las cejas.
- ¿Quién iba a hacer eso? ¿Y por qué?
- Yo creo que Patrice Kennessy conoce la respuesta. Y por eso tiene problemas.
Scully pareció dolida al oír mencionar a Patrice.
- Tenemos que encontrar a Patrice y Jody- dijo-. Yo sugiero que interroguemos también a Darin Kennessy.
Gurik intentó erguirse con gesto indignado, como si fuera un pez gordo o algún importante criminal.
- Alphonse- dijo Scully con voz queda-, puedes ayudarnos diciéndonos dónde están Patrice y Jody Kennessy. ¿Adonde los han llevado?
- ¿Quién?- preguntó Gurik, evidentemente perplejo.
- La esposa y el hijo del investigador que matasteis en el incendio de DyMar.
- Ni siquiera sé quiénes son. ¿De qué me habla? Y además, yo no he matado a nadie.
Mulder siguió presionando, a pesar del desconcierto de Gurik.- Mientras tú incendiabas los laboratorios, o tal vez poco después, Patrice Kennessy y su hijo de doce años, Jody, desaparecieron de su casa en Tigard. Creemos que han sido secuestrados y pensamos que tú tienes algo que ver.
En realidad Mulder no creía tal cosa, pero tal vez si asustaba a Gurik lograría obtener alguna información.
- Pero... pero si nosotros no hicimos más que manifestarnos ante el laboratorio. Yo ni siquiera sabía cómo se llamaba el investigador. Era sólo una manifestación por la causa.
Scully miró a Mulder.
- Tenemos que encontrar a Patrice y Jody- dijo bajando la voz-. No será difícil localizar al chico. Los tratamientos contra el cáncer lo han debilitado mucho y pronto necesitará atención médica. Tenemos que dar con él.
- ¡Tratamientos contra el cáncer!- explotó Gurik-. ¿No saben cómo se desarrollan esas cosas? ¿Saben lo que hacen?- Carraspeó como si fuera a escupir-. Debería ver las operaciones, las drogas, los aparatos con los que tratan a esos pobres animales. Perros, gatos, lo que encuentren por las calles.
- Sé muy bien lo difíciles que son los tratamientos contra el cáncer- comentó fríamente Scully, pensando en lo que ella misma había soportado, el tratamiento que había resultado ser casi tan mortal como la misma enfermedad. Pero lo cierto es que no estaba de humor para continuar con aquella conversación-. Es necesario seguir investigando para ayudar a la gente en el futuro. No apoyo el dolor excesivo ni la tortura de animales, pero la investigación ayuda a las personas, ayuda a encontrar otros métodos para curar enfermedades terminales. Lo siento, pero no puedo simpatizar con su causa ni con su actitud.
Gurik se retorció para volverse a mirarla.- Ya, ¿y cree usted que no experimentan también con seres humanos?- Sus ojos ya no reflejaban pánico, sino que llameaban de rabia. El hombre asintió con la cabeza, sin dejar de mirarla. La piel de su cráneo afeitado se arrugó como el cuero-. Son unos sádicos hijos de puta- aseguró-. No hablaría así si supiera cómo se realizan algunas de las investigaciones.- Respiró hondo-. Usted no ha visto lo que he visto yo.
13
Oficina federal, sala 313
Crystal City, Virginia
Miércoles, 11.30 h.

Adam Lentz, sentado en su mesa en un anodino despacho con pocos muebles, contemplaba la cinta de vídeo que tenía ante sí, ansioso por verla. Todavía olía a humo del incendio de DyMar.
El nombre de Lentz no aparecía en la puerta del despacho, tampoco tenía una placa en la mesa nueva, ningún inútil adorno de importancia o poder. Adam Lentz tenía muchos títulos, muchas influencias que podía haber utilizado a su conveniencia. No había tenido más que elegir el papel que mejor le permitiría realizar su trabajo.
Su despacho era de sencillas paredes blancas, una habitación interior sin ventanas, sin persianas, sin medio de que le espiaran. El mismo edificio era de una arquitectura totalmente anodina, un bloque más de oficinas federales dedicadas a la insondable tarea de una creciente burocracia.
Todas las tardes, al terminar la jornada laboral, Crystal City se convertía en una ciudad fantasma en cuanto los funcionarios federales —administrativos y auxiliares- se apresuraban a volver a sus casas en Gaithersburg, Georgetown, Annapolis, Silver Spring, dejando deshabitada aquella zona. Lentz solía quedarse hasta tarde sólo para contemplar el comportamiento tribal del ser humano.
Parte de su tarea en aquel edificio gubernamental había consistido en supervisar la investigación de David y Darin Kennessy en los laboratorios DyMar. Otros grupos del Instituto Tecnológico de California, la NASA, el Instituto de Manufactura Molecular, incluso el centro de desarrollo y tecnología avanzada de Mitsubishi, en Japón, le llevaban la delantera en la investigación. Pero los Kennessy habían tenido algunos golpes de suerte cruciales- o habían tomado hábiles decisiones- y Lentz sabía que su laboratorio era el que tenía más probabilidades de lograr algún resultado importante.
Había seguido el trabajo y el notable progreso de los hermanos, les había animado y les había apoyado. Algunos de los primeros experimentos con ratas y pequeños animales habían sido sorprendentes, y a veces también horrendos. Aquellas muestras y prototipos iniciales habían sido confiscados y, confiaba, destruidos. Pero David Kennessy, que siguió trabajando después de que se marchara su hermano, había tenido demasiado éxito. Las cosas se le habían escapado de las manos y el científico ni siquiera había visto venir los problemas.
Lentz esperaba que la cinta confiscada no estuviera dañada por el fuego purificador que había destruido DyMar. Su equipo había registrado las ruinas buscando pruebas, alguna muestra, notas, y habían encontrado la caja fuerte oculta cuyos contenidos estaban ahora en su poder. Lentz hizo girar un pequeño televisor con vídeo incorporado que tenía en su mesa y lo enchufó. Cerró con llave la puerta del despacho pero dejó encendida la austera luz de los fluorescentes del techo. Luego se sentó en su silla- una silla corriente de despacho, puesto que no era hombre de lujos ni extravagancias- y metió la cinta en el vídeo. Había oído hablar de ella, pero todavía no la había visto personalmente. Ajustó el volumen y se arrellanó en el asiento.
En la pantalla apareció el laboratorio profusamente iluminado. Un perro paseaba dentro de su jaula y gimió un par de veces meneando vacilante la cola, como si esperara un rápido fin a su encarcelamiento.
- Buen chico, Vader- dijo David Kennessy, apareciendo en el campo de visión de la cámara—. Sentado.
El científico caminaba por la sala. Se pasó la mano por el pelo oscuro y se enjugó la película de sudor de la frente. Sí, estaba nervioso y mostraba una actitud arrogante, haciendo lo posible por parecer seguro de sí mismo. Darin Kennessy, tal vez el más listo de los dos, había abandonado la investigación y había desaparecido medio año atrás. Pero David no había sido tan inteligente.
Había gente muy interesada en lo que los Kennessy habían conseguido, y era evidente que David se sentía obligado a demostrarlo ante la cámara. El científico sin embargo no sabía que su éxito sería su propia caída. Había llegado demasiado lejos y asustado a la gente que jamás había creído en realidad en él.
Pero Lentz sabía que el hijo de Kennessy estaba muriendo, lo cual era motivo suficiente para que el científico estuviera dispuesto a correr riesgos inaceptables. Aquello era peligroso.
Kennessy ajustó la cámara. Su mano apareció en la imagen. A su lado, cerca de la jaula del perro, su asistente técnico, el fornido Jeremy Dorman, esperaba como Igor junto a su amado Frankenstein.
- Muy bien- dijo Kennessy al micrófono de la cámara. En el fondo se oían ruidos y zumbidos: el equipo del laboratorio, los filtros de aire, el rumor de las pequeñas ratas en sus jaulas-. Esta noche será la gran noche.- Kennessy se colocó ante la cámara-. Ya he completado mis datos y he enviado documentación detallada, pero los informes de mis descubrimientos no se han leído o al menos no se han entendido. Estoy cansado de que mis memorándumes desaparezcan entre sus montañas de papeles. Teniendo en cuenta que este descubrimiento cambiará el universo tal como lo conocemos, creo que alguien debería tomarse la molestia de echarle un vistazo.
No, no, doctor Kennessy, pensó Lentz, sus informes no han desaparecido. De hecho les hemos prestado muchísima atención.
- No son más que estúpidos directivos, David- murmuró Dorman-. No puedes esperar que entiendan lo que ellos mismos están costeando con sus fondos.- De pronto se tapó la toca, como avergonzado de haber hecho el comentario al alcance del micro de la cámara.
Kennessy miró el reloj y se volvió hacia su ayudante.
- ¿Está usted preparado, herr Dorman?
Dorman puso la mano en la jaula metálica. El labrador negro acercó el morro y resopló. Dorman pegó un brinco de espanto.
- ¿Está seguro de que hacemos lo correcto?- preguntó.
Kennessy lo miró con auténtico desdén.
- No, Jeremy. Es verdad, lo mejor es dejarlo, olvidar el trabajo y dejar que Jody muera. Tal vez debería retirarme y hacerme contable.
Dorman alzó las manos.
- Está bien, está bien.
Al fondo, en una de las paredes de cemento del sótano, se veía un póster de Albert Einstein ofreciendo una vela a una persona que muy pocos reconocerían: K. Eric Drexler. Drexler, a su vez, tendía una vela hacia la cámara. Drexler había sido uno de los mayores visionarios de la ingeniería electrónica unos años atrás.
Lástima que no pudiéramos contactar con él a tiempo, pensó Lentz.
Vader miró expectante a su amo y luego se sentó en medio de la jaula, golpeando el suelo con la cola.
- Buen chico- murmuró Kennessy.
Jeremy Dorman desapareció un instante y volvió con una pistola, una potente Smith & Wesson. Según los informes que Lentz había obtenido fácilmente, Dorman la había comprado en una tienda de Portland y había pagado en efectivo. Al menos el arma no había salido de los fondos de subvención.
Kennessy se volvió de nuevo a la cámara. Dorman sudaba. Miró primero el arma y luego al perro.
- Lo que voy a mostrarles será en extremo impresionante. No hace falta que les diga que esto es real, sin ningún tipo de preparación artificial, sin efectos especiales.- Se cruzó de brazos-. Mi intención es sacudirles de tal forma que estén dispuestos a cuestionar todas sus ideas preconcebidas.- Se volvió hacia Dorman-. Cuando estés listo puedes disparar.
Dorman parecía confuso, como si no hubiera entendido, pero alzó la Smith & Wesson. Su nuez de Adán brincaba arriba y abajo, mostrando su nerviosismo. Por fin apuntó al perro con el arma.
Vader advirtió que pasaba algo. Retrocedió todo lo posible en la jaula, gruñendo y enseñando los dientes. A Dorman le temblaba la mano.
Kennessy lo miró con ojos llameantes.
- ¡Venga, Jeremy, maldita sea! No pongas las cosas más difíciles.
Dorman disparó dos veces. Los tiros se oían débiles y lejanos en la cinta de vídeo. El impacto lanzó al perro contra las rejas de la jaula. Una bala le había alcanzado en la caja torácica, la otra le había roto la columna. De los agujeros salía sangre que le empapaba el pelaje.
No debería haber sido posible introducir una pistola en los laboratorios DyMar. Era ridículo que el sistema de seguridad fuera tan poco estricto. Kennessy había podido meter también al perro sin papeles, sin certificados, sin que constara en ninguna parte.
Vader lanzó un gañido y luego se incorporó jadeando. Dorman miraba la pistola con expresión estúpida.
- ¡Dios mío!- masculló-. Los defensores de los derechos de los animales nos van a crucificar, David.
Pero Kennessy no permitió que la cinta quedara en silencio. Se acercó para soltar su discurso científico. Él era el director del espectáculo. Por melodramático que pudiera parecer, sabía que funcionaría.
- Mis descubrimientos médicos abren la puerta a muchas otras aplicaciones. Por eso ha habido tanta gente trabajando en ellos tanto tiempo. Los primeros investigadores que profundicen en este trabajo van a cambiar la sociedad hasta puntos inimaginables.- Kennessy parecía estar hablando ante una junta de directivos, mientras su perro yacía sangrando en la jaula.
Lentz no podía dejar de admirarle. Asintió con la cabeza, se acercó al televisor y apoyó los codos en la mesa. «Razón de más para que esta tecnología esté estrictamente controlada y se utilice sólo cuando lo estimemos necesario.»
Kennessy, en la pantalla, se volvió hacia la jaula y la miró con una frialdad clínica.
- Después de un traumatismo mayor como éste, lo primero que sucede es que los nanocritters bloquean todos los centros de dolor del perro.
Vader estaba desconcertado en su jaula. Tenía la lengua fuera y no parecía advertir los agujeros que tenía en el lomo. Se las arregló para levantarse torpemente, pero al cabo de un momento volvió a tumbarse, chorreando todavía sangre por los costados. Le pesaban los párpados. Por fin se hundió en un sueño profundo, apoyando la cabeza sobre las patas. Respiró hondo y soltó el aire lentamente.
Kennessy se arrodilló en el suelo junto a la jaula y tocó la cabeza del perro.
- Su temperatura está subiendo gracias al calor generado por las nanomáquinas. Miren, la sangre ha dejado de manar. Jeremy, acerca la cámara para que puedan verlo de cerca.
Dorman se quedó un momento aturdido y luego hizo lo que le decían. La imagen se agitó un momento y luego volvió a enfocar al perro, tomando un primer plano de las heridas. Kennessy dejó que las imágenes hablaran por sí mismas y luego prosiguió con su discurso.
- Un traumatismo a gran escala como éste suele ser más fácil de reparar que una enfermedad extendida como el cáncer. Las nanomáquinas se han programado según el ADN del perro y realizarán las reparaciones necesarias. Una herida de bala necesita una cierta labor de costura, vendajes celulares y reconstrucción.
»Con una enfermedad genética, sin embargo, hay que reparar cada célula, hay que modificar y ajustar todas las anomalías. Curar a un paciente de cáncer puede llevar semanas o meses. Pero estas heridas de bala...- Señaló al labrador inmóvil-. Bueno, mañana mismo Vader estará de nuevo persiguiendo ardillas.
Dorman lo miró incrédulo.
- David, si esto sale en los periódicos nos quedamos todos sin trabajo.
- No lo creo.- David sonrió-. Te apuesto una caja de galletas para perro.
Al cabo de una hora el animal despertó. Estaba un poco aturdido, pero se recuperaba con rapidez. Se levantó, se sacudió y lanzó un ladrido. Estaba sano, curado, como nuevo. Kennessy lo sacó de la jaula y Vader salió disparado, ansioso de alabanzas y atención. Kennessy lanzó una carcajada y lo acarició.
Lentz observaba atónito, entendiendo ahora que el trabajo de Kennessy era más aterrador, mucho más importante de lo que había supuesto. Sus hombres habían hecho muy bien en llevarse las muestras y destruir todas las pruebas restantes. Si algo como aquello llegaba a la opinión pública, era imposible calcular las tremendas consecuencias. No, había que destruirlo todo.
Lentz sacó la cinta y la metió bajo llave en un archivo de documentos clasificados. La caja fuerte de DyMar había salvado del fuego la cinta y otros documentos, pero él sabía con toda certeza que no habían podido recuperar todas las muestras. Ahora, después de lo que había visto, Lentz comprendía por fin la desesperada llamada telefónica que habían intervenido. David Kennessy había llamado a su casa la noche del incendio. Ni siquiera había dejado hablar a su esposa.
«Patrice- había dicho con voz airada y frenética-, coge a Jody y a Vader y salid de ahí ahora mismo. Está pasando justo lo que me temía. Tenéis que huir. Yo estoy atrapado en DyMar, pero vosotros podéis escapar. Corred. Que no os atrapen.»
La llamada se cortó antes de que Kennessy o su esposa pudieran decir nada más. Patrice Kennessy había hecho caso a su marido y había reaccionado con rapidez. Para cuando los equipos de limpieza llegaron a su casa, ella había desaparecido con el niño y el perro.
Lentz se daba cuenta de que había cometido un grave error. Antes le preocupaba que Patrice pudiera tener algunas notas, alguna información que hiciera falta recuperar. Ahora, sin embargo, el peligro era mucho mayor. ¿Cómo se le podía haber pasado por alto? Kennessy no estaba tan apegado al perro simplemente porque fuera la mascota familiar. El labrador negro era el animal sobre el que se había realizado la investigación, llevaba las nanomáquinas en su sangre, acechando, esperando extenderse por el mundo.
Tragó saliva y cogió el teléfono, pero al cabo de un instante volvió a colgar el auricular. No estaba dispuesto a admitir ante sus superiores un error de tal magnitud. Él mismo se encargaría del asunto.
Todo lo demás había quedado destruido en el incendio, pero Adam Lentz tenía que hacer acopio de todos sus recursos, conseguir refuerzos y emplear el tiempo y el dinero necesarios para cumplir su objetivo.
Había que localizar a una mujer, un chico y, sobre todo, a su perro.
14
Cabaña de Dorman
Cordillera litoral de Oregón
Miércoles, 13.10 h.

El sol del mediodía veteaba las colinas de Oregón allí donde se habían talado hileras de árboles. Patrice y Jody estaban sentados a la mesa del salón, con las cortinas abiertas y las luces apagadas, montando un puzzle de mil piezas que habían encontrado en una ventana de la bodega. Acababan de almorzar unos bocadillos y una bolsa de patatas rancias. Jody no se quejó. Patrice se alegraba de que su hijo tuviera de nuevo apetito. Su misteriosa mejoría era increíble, pero no se atrevía a albergar esperanzas. Temía que pronto se desvaneciera aquel arranque de salud y Jody prosiguiera su camino hacia la muerte.
De todas formas tenía que aprovechar al máximo cada momento que pasaba con él. Jody era todo lo que le quedaba.
Ahora se inclinaban los dos sobre las piezas del puzzle, que una vez terminado mostraría la imagen del planeta Tierra alzándose sobre las montañas lunares, tal como la fotografió uno de los astronautas del Apolo. La esfera verdiazul cubría la mayor parte de la superficie de la mesa, con desiguales huecos en algunos continentes que todavía no estaban completados.
Lo cierto es que no se estaban divirtiendo. Apenas se distraían un poco. No hacían más que matar el tiempo. Patrice y Jody hablaban poco, compartiendo el silencio propio de una larga intimidad entre dos personas. Podían comunicarse con frases incompletas, comentarios crípticos, chistes privados. Jody intentó encajar una pieza del casquete polar antártico.
- ¿Has conocido alguna vez a alguien que fuera a la Antártida, mamá?- preguntó.
Patrice esbozó una sonrisa forzada.
- Bueno, no es que sea un viaje muy turístico.
- ¿Papá estuvo allí alguna vez, por sus investigaciones?
Ella tensó el rostro antes de mostrar ninguna expresión de preocupación.
- ¿Para qué, para probar un nuevo tratamiento con los pingüinos, o con los osos polares?- ¿Por qué no? ¿No lo había probado con Vader?
- Los osos polares viven en el polo Norte, mamá.- Jody movió la cabeza con burlón desdén-. A ver si te enteras.
A veces hablaba como su padre. Patrice le había explicado por qué tenían que esconderse, por qué tenían que esperar hasta que averiguaran algunas respuestas y supieran quién era el responsable de la destrucción de DyMar.
Darin se había separado de su hermano después de una violenta discusión sobre los peligros de sus investigaciones. Luego se marchó de DyMar, vendió su casa y se unió a un grupo de maquis en las montañas de Oregón. Desde entonces, David siempre había hablado de Darin con desdén, mostrando su desprecio por los grupos Luddite, como el que había engrosado su hermano. Darin había insistido en que correrían un gran peligro cuando más gente se enterara de sus investigaciones, pero David no podía creer que nadie, con excepción de los entendidos, comprendiera el significado de su descubrimiento.
- Siempre es agradable ver que algunas personas son más inteligentes de lo que uno pensaba- contestó él.
Pero Patrice sabía que David era un ingenuo. La gente no se quedaba cruzada de brazos ante un descubrimiento así. Era demasiado complicado y hacía falta mucha previsión para poder calcular cómo cambiaría el mundo, qué peligros implicaban los milagros que Kennessy ofrecía. Pero había gente muy interesada en ello. Darin había tenido buenas razones para asustarse y huir.
¿Quién estaba orquestando todo aquello? La manifestación ante los laboratorios DyMar estaba formada por una extraña mezcla de grupos religiosos, representantes de los sindicatos, activistas en defensa de los animales y quién sabía quién más. Algunos no eran más que chiflados, otros eran más violentos. Su esposo había muerto allí sin tener tiempo más que de hacerle una rápida advertencia. «Vete. ¡Marchaos! Que no os atrapen. Irán a por vosotros.»
Esperando que fuera sólo una emergencia temporal, Patrice había metido a Jody y al perro en el coche y había conducido sin rumbo durante horas. Vio de lejos el resplandor del incendio de DyMar y temió lo peor. Pero sin tener todavía conciencia de la magnitud del desastre, volvió a casa, esperando encontrar allí a su esposo, o que al menos le hubiera dejado un mensaje.
Se encontró la casa destrozada. Habían entrado buscando algo, buscándolos a ellos. Patrice había huido cogiendo sólo lo más necesario, muerta de miedo, empleando todo su ingenio para alejarse de Tigard, para salir del área metropolitana de Portland e internarse en las profundidades del bosque. Había cambiado varias veces la matrícula del coche en oscuros aparcamientos. Esperó hasta casi medianoche para sacar la máxima cantidad de dinero permitida diariamente en un cajero de Eugene, Oregón. Luego, después de la medianoche, acudió a otro cajero en el otro extremo de la ciudad y sacó una segunda cantidad antes de dirigirse hacia la costa, hacia la cabaña de Jeremy Dorman, donde podría permanecer escondida con Jody todo el tiempo que hiciera falta.
Había pasado varios años trabajando como arquitecta autónoma, diseñando casas, en particular los últimos meses, cuando Jody comenzó a empeorar con el cáncer y, lo que era peor, con los tratamientos convencionales. Ella misma había diseñado aquella cabaña varios años atrás, como un favor personal, para el amigo y colaborador de su esposo. El mismo Darin había instalado el circuito eléctrico, había nivelado el camino particular y cortado algunos árboles, pero nunca había logrado hacer de la cabaña una auténtica casa de vacaciones. Estaba demasiado sumido en su trabajo de investigación ocho días a la semana, corrompido por David, sin duda.
Nadie más conocía aquel lugar, a nadie se le ocurriría buscarlos allí, en una cabaña perdida edificada muchos años atrás por otro investigador que también había muerto en el incendio de DyMar. Era el sitio perfecto para que Jody y ella se recobraran y planearan el siguiente paso.
Pero el perro había desaparecido. Vader era la última chispa de alegría de Jody, su balsa en aquel naufragio. Para el animal había sido una gran emoción dejar los suburbios y poder correr libre por el campo. Había sido un perro de ciudad durante mucho tiempo. No era de extrañar que se hubiera escapado, pero Patrice seguía esperando que volviera a casa. Habría podido tenerlo atado, pero ¿cómo soportarlo, estando ella y su hijo atrapados allí, prisioneros? Patrice estaba tan asustada que le había quitado la placa de identificación a Vader. Si el perro resultaba herido o alguien lo cogía, no habría manera de recuperarlo... Y por tanto tampoco los encontrarían a ellos.
Jody hacía todo lo posible por mantener las esperanzas. Deseaba con toda su alma que Vader volviera y no pensaba en otra cosa. Aparte de su depresión, estaba cada vez más sano. Le había vuelto a crecer casi todo el pelo después de la quimio y la radioterapia. Hacía mucho tiempo que no tenía tanta energía. Parecía de nuevo un chico normal. Pero su tristeza por Vader era una herida abierta. Cada vez que colocaba una pieza del puzzle miraba entre las deslucidas cortinas de la ventana.
- ¡Ahí está, mamá!- exclamó de pronto, levantándose de un brinco.
Patrice se alarmó un instante, pensando en los cazadores, preguntándose quién podía haberlos encontrado, hasta que por la puerta abierta oyó ladridos. Se levantó de la mesa y se quedó atónita al ver al labrador negro saliendo del bosque.
Jody salió disparado y corrió a su encuentro tan deprisa que Patrice temió que se cayera de bruces por el camino o tropezara con alguna rama.
- ¡Cuidado, Jody!- Sólo le faltaba que el muchacho se rompiera un brazo. Aquello sería el final. De momento se las había arreglado para evitar el contacto con los médicos o con cualquier otra persona que pudiera tener datos sobre ellos.
Pero Jody no tenía ojos más que para su perro. Cuando por fin estuvieron juntos, era imposible saber cuál de los dos estaba más emocionado. Vader ladraba y corría en círculo dando saltos. Jody le echó los brazos al cuello y rodó con él por el suelo mojado en un amasijo de pelaje negro, piel blanca y matojos. Volvieron juntos a la cabina chorreando y manchados de hierba. Patrice se secó las manos con un trapo y salió al porche a recibirlos.
- Ya te dije que no le había pasado nada.
Jody asintió, ebrio de felicidad y acarició al perro. Patrice se agachó y le pasó la mano por el lomo. El anillo de boda que todavía llevaba brilló en su dedo. El labrador negro tuvo que hacer un gran esfuerzo para quedarse quieto. No hacía más que agitarse con la lengua fuera meneando la cola como un molinete, con tal ímpetu que casi perdía el equilibrio.
Aparte de algunos pegotes de barro y algunos cardos, no le encontró nada. No tenía ninguna herida, ninguna marca. Patrice le acarició la cabeza y Vader Ja miró con sus profundos ojos castaños.
- Ojalá pudieras hablar- dijo ella.
15
Clínica veterinaria Hughart
Lincoln City, Oregón
Miércoles, 17.01 h.

En cuanto se acercaron a la clínica veterinaria del pequeño pueblo de Lincoln City, Scully oyó ladridos de perro y gemidos de otros animales. El edificio era un caserón con una armazón de aluminio blanco manchado de moho. Las contraventanas de madera necesitaban una mano de pintura. Los dos agentes subieron por los escalones de cemento y abrieron la puerta principal.
Mientras intentaban localizar al hermano de David Kennessy, a Mulder le había llamado la atención un informe enviado desde aquella clínica veterinaria. Cuando Scully pidió un análisis del extraño fluido que había extraído en la autopsia del vigilante de seguridad, el Centro de Control de Epidemias había reconocido de inmediato un parecido con otra muestra, también enviada desde Oregón.
Elliot Hughart había tratado a un perro, un labrador negro, que también estaba infectado con la misma sustancia. A Mulder le intrigó la coincidencia. Al menos ahora tenían algo para empezar a investigar. La recepcionista de la clínica veterinaria parecía ajetreada. Había otros clientes sentados en sillas plegables junto a sus animales. Unos garitos jugaban en una jaula, los perros gemían atados a sus correas. Varios pósters advertían de los peligros de la leucemia felina y las pulgas. Había un revistero cargado de números atrasados del Time, el Cat Fancy y el People.
Mulder se acercó a la recepcionista mostrándole su placa.
- Soy el agente Fox Mulder, del FBI. Nos gustaría ver al doctor Hughart, por favor.
- ¿Tienen hora?- preguntó ella. Al cabo de un instante le miró parpadeando-. ¿Eh? ¿Ha dicho del FBI?
- Hemos venido a verle con relación a un perro que trató hace un par de días- dijo Scully-. Envió una muestra al Centro de Control de Epidemias.
- Les haré pasar lo antes posible. Creo que el doctor está realizando en este momento una operación de esterilización. ¿Quieren esperar en el quirófano?
Mulder movió los pies.
- Esperaremos aquí fuera, gracias.
Tres cuartos de hora más tarde, cuando el ruido y el caos de los animales le habían provocado a Scully un fuerte dolor de cabeza, salió el doctor con una mirada de intensa curiosidad bajo sus pobladas cejas grises. Los agentes del FBI destacaban en la sala de espera.
- Vengan a mi despacho- les dijo, señalando una pequeña sala de exploraciones.
Una vez allí, cerró la puerta. Una mesa de acero inoxidable ocupaba el centro de la estancia, que olía a pelaje húmedo y desinfectantes. Varias vitrinas contenían termómetros y agujas hipodérmicas para tratar la tenia, la rabia y la fiebre.
- Bueno- comenzó Hughart con voz queda y suave, pero evidentemente nervioso-. No había tratado nunca con el FBI. ¿En qué puedo ayudarles?- Usted envió ayer al Centro de Control de Epidemias una muestra de sangre de un labrador negro- dijo Scully-. Nos gustaría hacerle algunas preguntas.
Mulder sacó una fotografía de Vader que había encontrado entre las pertenencias familiares en la casa de Tigard.
- ¿Puede identificar a este perro? ¿Es el que trató usted?
El veterinario alzó las cejas sorprendido.
- Es prácticamente imposible saberlo con certeza con una fotografía como ésa. Pero sí parece del mismo tamaño y la misma edad. Podría ser él.- Hughart parpadeó-. ¿Es un asunto criminal? ¿Qué tiene que ver el FBI?
Scully sacó las fotografías de Patrice y Jody Kennessy.
- Estamos intentando localizar a estas dos personas, y tenemos razones para creer que son los dueños del perro.
El doctor movió la cabeza y se encogió de hombros.
- Desde luego no lo trajeron ellos. El perro fue atropellado. Lo trajo un turista. La verdad es que el hombre estaba ansioso por marcharse. Tenía un par de niños llorando en la camioneta y era muy tarde. De todas formas traté al perro, aunque no tenía muchas esperanzas.- Movió la cabeza-. Se nota cuando un animal está a punto de morir. Ellos lo saben y se les ve en los ojos. Pero aquel perro... No sé, era muy raro.
- ¿En qué sentido?- preguntó Scully.
- Estaba herido de gravedad- dijo el anciano-. Tenía las costillas rotas y daños en los órganos internos. Yo no esperaba que sobreviviera. El animal sufría muchísimo.- Pasó los dedos con aire distraído por la mesa de acero inoxidable y dejó en ella sus huellas-. Intenté curarle las heridas, pero era evidente que no había esperanzas. Estaba muy caliente. Nunca había visto un animal con tanta fiebre. Por eso le hice un análisis de sangre, aunque lo cierto es que no esperaba encontrar lo que encontré. Mulder alzó las cejas y Scully lo miró un instante.
- Después de un fuerte traumatismo por accidente de coche no es de esperar que le subiera la fiebre- le dijo al veterinario-. Y menos si el animal tenía una conmoción y estaba entrando en coma.
El doctor asintió con impaciencia.
- Sí, ya lo sé. Por eso tenía tanta curiosidad. Yo creo que el animal ya tenía algún tipo de infección antes del accidente. Tal vez por eso estaba tan desorientado y se dejó atropellar.- Hughart parecía inquieto, casi avergonzado-. Cuando vi que no había esperanzas le puse una inyección de euthanol, es decir, pentabarbitol de sodio, para dormirlo. Diez centímetros cúbicos, más que suficiente para el peso del animal. Es lo único que se puede hacer en esos casos, evitarle el dolor y el sufrimiento... Porque el perro estaba sufriendo mucho.
- ¿Podríamos ver el cuerpo?- preguntó Scully.
- No.- El veterinario se volvió-. Me temo que es imposible.
- ¿Ya ha sido eliminado?- quiso saber Mulder.
- No.- Hughart los miró y luego clavó la vista en sus dedos limpísimos-. Mientras trabajaba en el laboratorio examinando la muestra de sangre, oí un ruido. Al venir vi que el perro bajaba de un salto de la mesa, aunque juro que tenía las patas rotas y las costillas aplastadas.
Scully no podía creerlo.
- ¿Y lo examinó usted?
- No pude. Cuando intenté cogerlo, el animal me ladró y se marchó. Salí corriendo tras él, pero desapareció en la noche corriendo y brincando como un cachorro.
Scully miró a Mulder con las cejas alzadas. El veterinario, que parecía sumido en sus propios recuerdos, se rascó la cabeza con gesto perplejo.
- Me pareció ver una sombra desaparecer entre los árboles, pero no estoy seguro. Le llamé para que volviera, pero el perro sabía muy bien dónde quería ir.
Scully estaba atónita.
- ¿Está sugiriendo que un perro atropellado al que le han administrado una inyección de pentabarbitol de sodio concentrado fue capaz de bajar de la mesa de operaciones y salir corriendo?
- Menuda resistencia- comentó Mulder.
- Escuchen, yo no tengo ninguna explicación- dijo el veterinario-, pero eso fue lo que pasó. El perro no tenía ninguna herida... aunque no puedo haber cometido un error así. Al día siguiente pasé horas buscando por el bosque, las calles, los jardines, esperando encontrar su cadáver no muy lejos de aquí. Pero no vi nada. Tampoco he oído decir nada, y les aseguro que cuando sucede algo inusual por aquí, la gente hace comentarios.
- ¿Todavía tiene la muestra de sangre del perro?- preguntó Scully-. ¿Podría echarle un vistazo?
- Por supuesto- contestó Hughart, como si se alegrara de obtener alguna confirmación.
Llevó a los agentes al pequeño laboratorio donde realizaba pruebas de parásitos y análisis de sangre. En un mostrador bajo unas suaves luces fluorescentes se veía un gran microscopio. Hughart sacó de una caja una placa con una mancha de sangre seca y marrón, la colocó bajo la lente y ajustó el microscopio después de encender la luz inferior. El anciano se retiró e hizo un gesto a Scully para que se acercara a mirar.
- La primera vez que lo vi- comentó- la muestra era un hervidero de esas diminutas manchitas. Nunca había visto nada igual, y eso que he estado muchos años estudiando todas las clases de parásitos en sangre que se conocen: nematodos, amebas y otros tipos. Pero estos... Por eso envié la muestra al Centro de Control de Epidemias.
- Y ellos nos llamaron a nosotros.- Scully vio en el microscopio las células del perro así como numerosos centelleos que parecían demasiado angulares, demasiado geométricos, muy diferentes de cualquier otro microorganismo que hubiera visto nunca.
- Cuando se movían y estaban vivos parecían casi... no sé cómo describirlos- dijo el veterinario-. Ahora están inmóviles, como si estuvieran hibernando. O muertos.
Scully observó las manchas sin comprender tampoco. Mulder esperó pacientemente hasta que ella al fin le dejó echar un vistazo. Scully se volvió hacia Hughart.
- Gracias por su tiempo, doctor Hughart. Tal vez volvamos a ponernos en contacto con usted. Si tiene alguna información del paradero del perro o de sus dueños llámenos, por favor.
- Pero ¿de qué se trata?- preguntó el veterinario, mientras acompañaba a Mulder y Scully a la puerta-. ¿Qué tiene que ver con esto el FBI?
- Es un caso de personas desaparecidas- explicó Mulder-. Y hay cierta urgencia.
Mulder y Scully atravesaron la sala de recepción llena de una variedad de perros, gatos y jaulas. Varias salas de exploración estaban cerradas y tras las puertas se oían ruidos extraños.
El doctor parecía reticente a volver a su habitual pandemónium de ladridos y maullidos, y se quedó en la puerta mientras ellos bajaban.
Mulder se abstuvo de hacer comentarios hasta que estuvieron dentro del coche.
- Scully, me parece que las investigaciones de los Kennessy eran muy poco ortodoxas.
- Admito que se trata de una infección muy extraña, pero eso no significa que...
- Piénsalo, Scully- insistió él con ojos brillantes-. Si en DyMar se desarrolló algún novedoso tratamiento de regeneración, David pudo probarlo con el perro de la familia.- Scully se mordió el labio-. Teniendo en cuenta el estado de su hijo, se entiende que estuviera bastante desesperado para intentar cualquier cosa.
Scully se abrochó el cinturón de seguridad.
- Pero, Mulder, ¿qué clase de tratamiento puede curar a un perro de unas heridas mortales producidas por un accidente de coche y además neutralizar los efectos del pentabarbitol de sodio?
—Tal vez algo que combinara la experiencia de Darin y David Kennessy- contestó Mulder, poniendo el coche en marcha.
Scully desplegó el mapa de carreteras, buscando el siguiente punto de destino: la zona donde Darin Kennessy había ido a esconderse.
- Mulder, si realmente hubieran descubierto una... una cura milagrosa, ¿por qué habría abandonado Darin la investigación? ¿Por qué iban a querer incendiar el laboratorio y destruir todos los datos?
Su compañero salió del aparcamiento y dejó pasar a una hilera de camiones antes de entrar en la carretera que atravesaba el pintoresco pueblecito. Pensó en el vigilante muerto, la proliferación inexplicable de tumores, la mucosa...
- Tal vez no todas las muestras de DyMar tuvieron éxito. Tal vez quedó suelto algo peligroso.
Scully miró al frente.
- Tenemos que encontrar a ese perro, Mulder.
Él aceleró sin decir nada.
16
Depósito de cadáveres del hospital Mercy
Portland, Oregón
Martes, 2.04 h.

A muchos les parecería siniestro, o al menos inquietante, permanecer solos de noche en un depósito de cadáveres, pero aquella silenciosa y oscura sala era para Edmund el mejor lugar para estudiar. Disponía de varías horas de tranquila soledad y tenía sus libros de medicina, así como versiones populares de crímenes verídicos e informes forenses.
Esperaba algún día ingresar en la facultad de medicina para especializarse en la rama forense. El tema le fascinaba. Si trabajaba de firme, llegaría a ser por lo menos primer o segundo ayudante del forense del condado, Frank Quinton. Era el máximo objetivo que creía poder alcanzar.
Estudiar no le resultaba fácil, y sabía que la facultad de medicina sería para él un enorme desafío. Por eso confiaba en aprender todo lo posible por su cuenta, mirando los dibujos y diagramas, asimilando los detalles antes de tener la posibilidad de entrar en la universidad. Al fin y al cabo Abraham Lincoln había sido también un autodidacta, ¿no? No había nada malo en ello. Y Edmund tenía el tiempo, la concentración y la ambición necesarias para aprender todo lo posible.
Las luces fluorescentes relumbraban en blancos charcos a su alrededor en el suelo limpio y las paredes blancas. El acero y el cromo relucían. Los ventiladores sonaban como el suave aliento de un hombre dormido. Los pasillos del hospital estaban en silencio. No había intercomunicador, ni timbre del ascensor ni pasos. Estaba solo en el depósito en el turno de noche, y le gustaba.
Edmund hojeaba uno de sus libros de texto, refrescando su memoria en cuanto a la diferencia entre una herida de perforación y una de penetración. En una herida de penetración, la bala simplemente entraba en el cuerpo y se quedaba alojada, mientras que en una herida de perforación la bala salía por el otro lado, generalmente arrancando un trozo mayor de carne en la herida de salida, en contraposición con el agujero limpio de entrada.
Edmund se rascó la calva mientras leía la distinción una y otra vez, intentando comprenderla bien. En otra página analizó varios diagramas de disparos de bala. Varias líneas de puntos indicaban el paso de los proyectiles por la cavidad corporal. Algunos podían ser letales al instante mientras que otros sanaban fácilmente.
Por lo menos allí había silencio y podía concentrarse, y cuando por fin Edmund lograba comprender todas las explicaciones, generalmente las conservaba en la mente. Le dolía la cabeza, pero no quería tomar más café ni una aspirina. Ya se le pasaría.
Justo cuando creía estar al borde de una revelación, dispuesto a esbozar una sonrisa triunfal, oyó que algo se movía. Levantó la cabeza, irguió los hombros y miró en torno a la sala. Sólo una semana antes, otro encargado del depósito le había contado una tontería sobre un cadáver, un hombre decapitado en un accidente de coche que se había levantado y había salido por su propio pie del Allegheny Catholic Medical Center.
Una luz osciló en la esquina izquierda, pero Edmund no vio ningún cadáver sin cabeza ni ninguna otra manifestación de ridículas leyendas urbanas. Se quedó mirando la bombilla agonizante, hasta que se dio cuenta de que su luz estroboscópica le estaba distrayendo. Suspiró y escribió una nota para el equipo de mantenimiento. Ya habían comprobado dos veces la temperatura de los cajones frigoríficos y, tras añadir más neón, habían declarado que todo estaba exactamente como tenía que estar.
Edmund volvió a su libro y lo abrió por otro capítulo sobre los distintos tipos de traumatismo que podían infligirse con armas contundentes.
Entonces volvió a notar un movimiento: un rumor y luego un golpe sordo. Se incorporó de un brinco y parpadeó. Sabía que no habían sido imaginaciones, de ninguna manera. Llevaba mucho tiempo trabajando en el depósito y ya no se inquietaba por los ruidos ni los zumbidos de la maquinaria.
Otro golpe. Un sonido metálico.
Se levantó, intentando determinar el origen del ruido. Tal vez había alguien herido o algún siniestro intruso había entrado en el depósito de cadáveres. Pero ¿por qué? Edmund llevaba allí tres horas y no había oído ni visto nada. Recordaba a todos los que habían entrado.
Oyó de nuevo golpes y un rumor, ahora ya sin disimulos. Alguien estaba dando golpes dentro de una cámara, cada vez más frenético. Edmund se acercó al fondo de la sala con creciente temor. Sabía, en el fondo de su corazón, de dónde provenían los ruidos: de uno de los cajones refrigerados, uno de los cajones que albergaban cadáveres.
En el colegio había leído cuentos de miedo, sobre todo de Edgar Allan Poe, sobre entierros prematuros de gente que no estaba en realidad muerta. Había oído espeluznantes historias sobre personas en coma que habían sido encerradas en cajones del depósito de cadáveres donde habían muerto de frío, de pacientes con diagnóstico equivocado, en coma diabético o con ataques epilépticos que tenían la apariencia de muerte.
Con su limitada experiencia médica, Edmund había calificado todas estas anécdotas de leyendas urbanas, cuentos de vieja. Pero ahora no cabía error. Alguien daba golpes dentro de uno de los cajones.
Se acercó, escuchando con atención.
- ¡Eh!- gritó-. ¡Voy a sacarle!- Era lo menos que podía hacer.
El cajón del que surgían los ruidos estaba marcado con una etiqueta de RESTRINGIDO, cinta adhesiva amarilla y un símbolo de PELIGRO BIOLÓGICO. Era el cajón 4E, que contenía el cuerpo de un vigilante de seguridad muerto. Edmund sabía que el cadáver cubierto de mucosa, bultos y manchas llevaba días dentro de aquel cajón. ¡Días! La agente Scully incluso le había realizado una autopsia.
Era imposible que aquel tipo estuviera vivo.
Los ruidos cesaron después de su grito. Luego oyó un rumor, casi como... como ratas reptando dentro de las paredes. Edmund tragó saliva. ¿Se trataría de alguna broma? ¿Estarían intentando asustarle? Muchas veces se burlaban de él y decían que era un bicho raro. Si se trataba de una broma, se vengaría. Pero tal vez alguien necesitaba su ayuda.
- ¿Está usted ahí?- preguntó inclinándose sobre la puerta del cajón-. Le voy a sacar.- Apretó los labios intentando hacer acopio de valor y tiró del pomo de la puerta 4E.
El cajón se abrió y algo intentó salir de allí. Algo horrible. Edmund lanzó un grito e intentó cerrar de nuevo la puerta. Dentro de la cámara había visto una espantosa forma retorcida que se movía y arañaba las paredes de acero. El cajón se agitaba y resonaba.
De pronto surgió un apéndice carnoso que se torcía de forma imposible para un miembro articulado. Parecía más bien un tentáculo. Edmund gimió y empujó el cajón con la espalda, con cuidado de que aquella cosa no pudiera tocarle. Su peso fue más que suficiente para sofocar el ataque. Otras protuberancias del cuerpo, miembros retorcidos que parecían haber sido brazos o manos alguna vez, tanteaban y arañaban buscando un asidero en la puerta de metal, intentando salir. Una viscosa capa de baba, como saliva, goteaba del techo del cajón.
Edmund empujó hasta que la puerta casi se cerró. Dos de los tentáculos y un dedo de muchas falanges quedaron atrapados en la ranura. Otros miembros golpeaban el cajón. Pero no se oyó ni un sonido humano. Ninguna palabra, ningún grito de dolor. Sólo movimiento frenético.
Edmund empujó con más fuerza, aplastando los seudodedos, que por fin se agitaron y cayeron de nuevo en la relativa seguridad del cajón refrigerado. Conteniendo un grito, Edmund se dejó caer contra la puerta de acero y siguió empujando hasta que oyó el chasquido de la cerradura. La tocó temblando con un suspiro de alivio, hasta que comprobó que estaba bien cerrada. Luego se incorporó mirando el cajón.
Disfrutó de un momento de paz, pero enseguida oyó a la cosa golpear con frenesí.
- ¡Estáte quieta!- gritó él, asustado.
Sólo se le ocurrió correr a los controles de la temperatura y bajarla todo lo posible. Aquello mantendría quieta a la criatura. Las neveras estaban recién cargadas y los congeladores harían su trabajo con rapidez. Estaban diseñados para conservar muestras y tejidos sin que pudieran sufrir daños ni descomposición. El aire frío sería ahora muy intenso dentro del cajón y atontaría a esa cosa que de alguna forma había logrado entrar en el depósito que albergaba el cadáver del vigilante.
Al cabo de un momento los frenéticos ruidos comenzaron a remitir. Pero podía tratarse de una artimaña. Edmund hubiera querido salir corriendo, pero no se atrevía a moverse. No sabía qué hacer. No se le ocurría otra forma de enfrentarse al problema más que el frío. El frío congelaría a la criatura.
Los golpes seguían remitiendo. Finalmente Edmund hizo acopio de valor y llamó por teléfono a seguridad. Cuando llegaron dos vigilantes- con aire muy escéptico puesto que recibían más falsas alarmas de los encargados del depósito en los turnos nocturnos que de ningún otro lugar del hospital- la criatura se había quedado en silencio absoluto. Probablemente congelada.
Los guardas se rieron de Edmund, pensando que todo habían sido imaginaciones suyas. Él, de momento, aguantó sus burlas y retrocedió cuando abrieron el cajón 4E. No quería estar cerca. Les advirtió de nuevo, pero ellos abrieron de todas formas.
Y su risa desapareció en seco cuando miraron los espantosos restos.
17
Ross Island Bridge
Portland, Oregón
Martes, 7.18 h.

La estructura cóncava y metálica del puente desaparecía en la temprana bruma matutina como un túnel infinito. Para Jeremy Dorman no era más que una ruta a través del río Willamette en su largo y azaroso viaje fuera de la ciudad, hacia la naturaleza... hacia donde pudiera encontrar a Patrice y Jody Kennessy.
Daba un paso tras otro a trompicones. No se sentía los pies, lejanos trozos de carne al final de sus piernas, que también eran como de goma, como si todo su cuerpo estuviera cambiando, alterándose, generando articulaciones en extraños lugares.
En la parte más alta del puente se sintió suspendido en el aire, aunque la niebla le impedía ver el río, abajo a lo lejos. Las luces de los rascacielos y las farolas de la ciudad eran débiles resplandores.
Dorman siguió avanzando, concentrándose en el punto donde el puente se desvanecía en la bruma. Su objetivo era llegar al otro lado, un paso tras otro. Cuando lo lograra, se propondría otra tarea, y otra, hasta que por fin lograra salir de Portland. Las montañas de la costa- el precioso perro- parecían estar a una distancia imposible.
El aire matutino era frío y húmedo, pero Dorman no lo sentía, no notaba su ropa pegajosa. Tenía los pelos de punta, pero no a causa de la temperatura, sino por la absoluta catástrofe que había estallado en todas sus células. Como científico lo habría encontrado interesante, como víctima le resultaba espantoso.
Dorman tragó saliva. Tenía la garganta como atascada de baba, del moco que rezumaba de sus poros. Cuando apretó los dientes, se le movieron sueltos en las encías. La periferia de su visión era una franja negra de nieve estática.
No tenía más alternativa que seguir caminando. Un camión pasó por el puente. El ruido del motor y los neumáticos le palpitaron en los oídos. Dorman se quedó mirando hasta ver desaparecer las luces traseras.
De pronto se le encogió el estómago y su columna se cimbró como una serpiente furiosa. Temió desintegrarse allí mismo, derretirse en un charco de carne descompuesta y músculos convulsos, una masa gelatinosa que gotearía por el suelo de rejilla del puente. - ¡Nooooo!- gritó con un aullido inhumano en la quietud.
Tendió una mano entumecida, como de cera, y se agarró a la barandilla del puente, ordenando a su cuerpo que cesasen las convulsiones. Estaba perdiendo otra vez el control. Cada vez se hacía más difícil detener a su cuerpo. Todos sus sistemas biológicos desobedecían las órdenes de su cerebro y asumían una voluntad propia.
Dorman se agarró a la barandilla con las dos manos y apretó hasta que creyó que iba a doblar el acero. Debía de parecer un suicida a punto de saltar a las infinitas tinieblas del agua susurrante. Pero lo cierto es que no tenía ninguna intención de matarse. De hecho, todo lo que hacía era un desesperado esfuerzo por seguir vivo a cualquier precio.
No podía ir a un hospital ni buscar atención médica. Ningún médico del mundo sabría tratar su mal. Y cada vez que diera su nombre llamaría la atención. No podía correr ese riesgo. De momento tendría que soportar el dolor.
Por fin, cuando pasó el espasmo echó a andar de nuevo, a pesar de sentirse débil y tembloroso. Su cuerpo no colapsaría todavía. Pero necesitaba concentrarse, restablecer su objetivo en su mente.
Tenía que encontrar al maldito perro.
Se metió la mano en el bolsillo roto de la camisa y sacó una fotografía arrugada y manchada de hollín que había cogido de la mesa de David Kennessy. La encantadora y joven Patrice con su bonito rostro y su pelo rubio, y el flaco y desgreñado Jody sonriendo a la cámara. Sus expresiones reflejaban los tiempos de paz antes de la leucemia de Jody, antes de la desesperada concentración de David en la investigación.
Dorman entornó los ojos y se grabó la fotografía en la mente.
Él había sido amigo íntimo de los Kennessy. Había sido el tío adoptivo de Jody, prácticamente un miembro de la familia, desde luego mucho más que el veleidoso y grosero de Darin, eso seguro. Dorman conocía bien a Patrice y sospechaba dónde habría podido ir a esconderse. Ella se imaginaría que allí estaba a salvo, puesto que Darin sabía guardar muy bien sus secretos.
El revólver que le había quitado al vigilante de seguridad le pesaba en el bolsillo de la chaqueta.
Cuando por fin llegó al otro extremo del puente Ross Island, Dorman miró hacia el oeste. Las boscosas montañas de la costa estaban muy lejos, perdidas en la niebla.
En cuanto los encontrara, Dorman esperaba huir con el perro sin que Patrice ni Jody le vieran. No quería tener que matarles- qué diablos, el chico ya era un esqueleto, ya estaba casi muerto de leucemia-, pero si era necesario estaba dispuesto a disparar. En realidad no importaba lo que sintiera por ellos.
Ya tenía bastante sangre en las manos.
De nuevo maldijo a David y su ingenuidad. Darin había comprendido y había salido corriendo a esconder la cabeza. Pero David, frenético y desesperado por ayudar a Jody, había ignorado ciegamente la auténtica procedencia de los fondos para su trabajo. ¿De verdad pensaba que estaban dando tantos millones a los laboratorios DyMar para que David Kennessy pudiera decidir la ética que regiría su utilización?
David había entrado en un campo de minas político y había puesto en marcha todos los sucesos que tanto daño habían provocado, incluyendo la propia lucha de Jeremy Dorman por la supervivencia. Una lucha en la que estaba siendo derrotado. A pesar de que las muestras del prototipo le habían mantenido vivo al principio, ahora todo su cuerpo se desmoronaba en una explosión biológica, y él no podía hacer nada.
Al menos hasta que encontrara al perro.
18
Litoral de Oregón
Martes, 12.25 h.


Mulder se detuvo junto al surtidor de la pequeña gasolinera, salió del coche y miró el despacho acristalado y el cartel apagado de «Conoco». Casi esperaba ver viejos sentados en mecedoras en el porche, o al menos que alguien saliera dando muestras de hospitalidad.
Scully salió también a estirar las piernas. Llevaban horas conduciendo por la autopista 101, viendo la escarpada costa, pequeños pueblos y casas aisladas entre los árboles de las colinas.
En algún lugar de esos bosques, el hermano de David Kennessy se había unido a un aislado grupo de maquis, y era la misma zona en la que el labrador negro había sido atropellado. Era demasiada coincidencia para Mulder. Quería encontrar a Darin y obtener respuestas en cuanto a la investigación de DyMar. Si Darin conocía la causa de la destrucción de los laboratorios, también podía saber por qué había desaparecido Patrice.
Pero la información sobre los maquis era muy vaga. El grupo mantenía en secreto su localización exacta y no tenía teléfonos ni electricidad. Sería tan difícil encontrar su campamento como encontrar a Patrice y Jody.
Mulder cogió la manguera del surtidor. En ese momento se abrió la puerta de la garita, pero en lugar de un empleado sonriente, salió un hombre bajo y barrigudo con el pelo ralo y canoso.
- ¡No toque eso!- exclamó con expresión sombría-. Esto no es un autoservicio.
Mulder miró el cartel de la gasolinera. El hombre le arrebató la manguera como si fuera un juguete peligroso en manos de un niño y la colocó en el surtidor, apretó el mango y se apartó un paso orgullosamente, como si sólo a un profesional pudiera confiársele una misión tan delicada.
- ¿Cuál es el problema?- preguntó Scully.
El hombre la miró ceñudo y luego a Mulder, como si fueran increíblemente estúpidos.
- Malditos californianos- dijo meneando la cabeza, tras mirar su matrícula-. Esto es Oregón. Aquí no permitimos que los aficionados se sirvan la gasolina.
Ambos agentes se miraron por encima del coche.
- En realidad no somos de California- explicó Mulder, metiéndose la mano en el abrigo-. Somos agentes federales. Trabajamos para el FBI y le aseguro que en los rigurosos cursos de entrenamiento de Quantico nos enseñan a poner gasolina.- Mostró un instante su placa y señaló a Scully-. De hecho, la agente Scully está casi tan cualificada como yo para llenar un depósito.
El hombre le miró con escepticismo. Llevaba la camisa de franela rota y manchada de aceite y su mal afeitado le daba un aspecto desaliñado y sucio. Desde luego no era de los que llevan corbata.
Scully sacó la foto de Patrice y Jody Kennessy.
- Estamos buscando a estas personas- dijo-. Una mujer de treinta y tantos años y su hijo, de doce.
- No les he visto jamás- aseguró el hombre. Luego dedicó toda su atención a la manguera. Los números del surtidor giraban en círculo.
- También tienen un perro- añadió Mulder-. Un labrador negro.
- No les he visto jamás- repitió el hombre.
- Ni siquiera ha mirado la foto- insistió Scully, acercándosela a la cara por encima del coche.
El hombre la miró y apartó la cara de nuevo.
- Les digo que no les conozco. Tengo cosas mejores que hacer que andar fijándome en todos los forasteros que pasan por aquí.
Mulder alzó las cejas. Era evidente que aquel hombre era justamente el típico que se fijaría muy de cerca en cada desconocido o cliente que pasara, y estaba seguro de que antes de que cayera la noche, todo el mundo en diez kilómetros a la redonda sabría que unos agentes federales buscaban a alguien por la solitaria costa de Oregón.
- ¿Y no sabrá por casualidad dónde podríamos encontrar un campamento de maquis por aquí?- preguntó Mulder-. Tal vez las personas que buscamos hayan venido a unirse a un miembro de su familia.
El hombre alzó las cejas.
- Sé que hay algunos campamentos de ésos en las colinas y por el bosque. Pero nadie en su sano juicio se acercaría demasiado a ellos.
Scully sacó una tarjeta de visita.
- Si ve usted alguna cosa, le agradeceríamos que nos llamara. No pretendemos detener a esas dos personas. Necesitan ayuda.
- Desde luego. Siempre estoy dispuesto a cumplir con mi deber- respondió el hombre, metiéndose la tarjeta en el bolsillo sin echarle ni un vistazo. Terminó de echar gasolina redondeando el total de la cuenta y luego, con cierta malicia, echó unos centavos más en el depósito. Mulder pagó, cogió el recibo y subió al coche con Scully.
- Parece que la gente de por aquí es muy celosa de su intimidad- dijo-. Sobre todo fuera de las ciudades. Oregón es famosa por albergar a los maquis, a los solitarios y a todo el que no quiere que le molesten.
Scully miró en la foto el rostro sonriente de Jody Kennessy y Mulder adivinó sus pensamientos.
- ¿Por qué el hermano de David Kennessy estaría tan ansioso por desaparecer?- preguntó ella.

Al cabo de unas horas de llamar a varias puertas, detenerse en bares, tiendas de souvenirs y colmados dispersos por carreteras secundarias, Mulder ya no sabía si lograrían algo con aquella búsqueda metódica, si no encontraban alguna pista del paradero de Darin Kennessy.
Podían quedarse de brazos cruzados en su habitación del motel Lincoln City, o podían hacer algo. Mulder, por lo general, prefería la acción.
Intentó llamar a Frank Quinton, el forense, para conocer los resultados del análisis de la extraña mucosa, pero vio que el teléfono móvil no tenía cobertura. Suspiró. Podía haberse perdido ya una docena de llamadas. Aquellas montañas apenas estaban habitadas y por lo general no existía instalación eléctrica. Las subestaciones de teléfonos estaban demasiado separadas para dar cobertura. Plegó la antena y se guardó el teléfono en el bolsillo.
- Parece que estamos solos, Scully.
Los pinos se agolpaban a cada lado de la carretera, formando un túnel. El suelo estaba cubierto de hojas mojadas, pinaza y musgo húmedo. Alguien se había molestado en levantar una cerca de alambre de espino en la que varias señales de prohibido el paso colgaban a intervalos regulares. Mulder conducía despacio, mirando de un lado a otro.
- No son demasiado amistosos, ¿eh?
- Creo que exageran un poco- convino Scully-. Cualquiera que necesite tanta intimidad debe de ocultar algo. ¿Crees que estamos cerca del campamento?
Mulder vio de reojo una forma oscura en movimiento, un animal. Lo miró con atención y de pronto frenó.
- ¡Mira, Scully!- Estaba seguro de que lo que veía tras la cerca era un perro negro del tamaño del que buscaban. El animal los miró con curiosidad y luego desapareció de nuevo entre los árboles-. Vamos a ver. A lo mejor es Vader.
Metió el coche en la estrecha cuneta de piedras y salió corriendo. Scully salió por el lado de la cuneta, pisando con cuidado. Mulder se agachó para atravesar la valla y luego sostuvo el alambre para que pasara Scully. El perro los miró un instante desde los árboles y se alejó nervioso.
- ¡Ven aquí, muchacho!- exclamó Mulder. Intentó silbar y echó a correr por la maleza. El perro ladró y salió disparado.
- ¡Así no conseguirás que se acerque!- dijo Scully, corriendo tras su compañero.
Mulder se detuvo a escuchar y el animal ladró de nuevo.
- Vamos, Scully.
Entre los árboles y a pesar de estar ya muy dentro del bosque, todavía se veían frecuentes señales de prohibido el paso, junto con otras que rezaban: «Propiedad privada. No pasar.» Varios de los carteles estaban moteados de marcas de perdigones.
Scully se mantenía alerta, consciente del auténtico peligro de las trampas y medidas ilegales que algunos grupos de maquis solían utilizar. En cualquier momento podían pisar un cepo o caer en un socavón. Mulder seguía subiendo por la pendiente tras el perro, agachándose entre los árboles y jadeando sin aliento, hasta que por fin llegó a la cresta de la colina. Una hilera de señales de peligro delimitaba la zona.
Scully se acercó, acalorada por la carrera, y juntos coronaron la cima.
- Oh oh, Mulder.
De pronto docenas de perros comenzaron a ladrar. Una alambrada coronada con alambre de espino rodeaba todo un conjunto de casas medio enterradas, búnkers, cabañas prefabricadas y garitas de guardia. El perro negro corría hacia allí.
Mulder y Scully se detuvieron bruscamente al ver a varios hombres armados que salían de las garitas de guardia en las esquinas del cercado. Algunas mujeres se asomaron a las ventanas y cogieron a sus hijos para protegerlos de lo que pensaban que era una inesperada redada policial. Los hombres gritaban y disparaban al aire tiros de advertencia.
Mulder alzó las manos al instante. Salieron otros perros: pastores alemanes, rottweilers y dóbermans.
- Mulder, creo que hemos encontrado a los maquis que estábamos buscando- dijo Scully.
19
Campamento de maquis
Jueves, 17.09 h.

- Somos agentes federales- anunció Mulder-. Voy a sacar mi placa.- Con agónica lentitud metió la mano en su abrigo. Por desgracia todas las armas siguieron apuntándole, incluso con más rabia si cabe. Aquellos maquis radicales probablemente no querían saber nada de ninguna agencia gubernamental.
Un hombre de mediana edad y una larga barba se adelantó a la alambrada y le miró furioso.
- ¿Es que los agentes federales no saben leer?- dijo-. Han atravesado docenas de señales de prohibido el paso para llegar hasta aquí. ¿Tienen una orden de registro?
- Lo siento, señor- se disculpó Scully-. Queríamos coger a su perro, el negro. Estamos buscando a un hombre llamado Darin Kennessy. Tenemos razones para creer que tiene información sobre estas personas.- Se sacó las fotografías de la chaqueta-. Una mujer y su hijo.
- Si da un paso más estará en un campo de minas- advirtió el hombre. Los otros maquis seguían vigilándoles de cerca con creciente suspicacia-. Quédese donde está. Mulder pensó que los maquis no dejarían sueltos a los perros si realmente hubiera minas en torno al campamento. Pero por otra parte, tampoco era del todo inconcebible. No tenía muchas ganas de discutir con aquel hombre.
- ¿Quiénes son?- preguntó una mujer armada con un potente rifle. Parecía tan peligrosa como cualquier hombre-. ¿Y por qué quieren hablar con Darin?
Mulder mantuvo el rostro impasible, disimulando su emoción al saber que por fin habían encontrado al hermano de David Kennessy.
- El niño es sobrino de Darin Kennessy y necesita urgentemente atención médica- dijo Scully alzando la voz-. Tienen un labrador negro, de modo que cuando vimos a su perro pensamos que podía ser el que estamos buscando.
El hombre de la barba se echó a reír.
- Éste es un spaniel, no un labrador.
- ¿Qué le ha pasado al padre del niño?- preguntó la mujer.
- Murió hace poco- contestó Mulder-. Su laboratorio, donde también trabajaba Darin, quedó destruido en un incendio. La mujer y el chico desaparecieron y nosotros pensamos que tal vez vinieran aquí.
- ¿Por qué íbamos a confiar en ustedes?- preguntó el de la barba-. Probablemente son las personas contra las que nos advirtió Darin.
- Id a buscar a Darin- gritó la mujer por encima de su hombro. Luego miró al hombre-. Eso es él quien tiene que decidirlo. Además, tenemos bastantes armas para encargarnos de estos dos si nos dan algún problema.
- No habrá ningún problema- prometió Scully-. Sólo necesitamos cierta información.
Un hombre delgado con el pelo rojo canela subió por las escaleras de una de las cabañas medio enterradas y se acercó vacilante al hombre de la barba y la mujer.
- Soy Darin Kennessy, el hermano de David. ¿Qué quieren?
Mulder y Scully explicaron brevemente la situación a gritos desde el otro lado de la alambrada. Darin Kennessy pareció hondamente impresionado.
- Usted sospechaba algo con anterioridad, ¿verdad? Antes de que DyMar fuera destruido y su hermano muriera- preguntó Mulder-. Usted abandonó sus investigaciones muchos meses antes y vino a esconderse aquí.
- Dejé mis investigaciones por motivos filosóficos- contestó Darin indignado-. Vi que la tecnología estaba tomando una dirección muy peligrosa y no me gustaban los... la procedencia de los fondos que mi hermano utilizaba. Quería apartarme del trabajo y de los hombres relacionados con él, alejarme por completo.
- Todos intentamos mantenernos al margen de ese tipo de gente- afirmó el de la barba-. Queremos estar al margen de todo, vivir aquí nuestra vida. Queremos crear un lugar protegido en el que vivir con buenos vecinos, con familias unidas. Somos autosuficientes. No necesitamos ninguna interferencia de gente como ustedes, gente con traje y corbata.
Mulder ladeó la cabeza.
- ¿No habrán leído por casualidad el Manifiesto Unabomber?
Darin Kennessy arrugó el ceño.
- La utilización que hace Unabomber de la tecnología militar me repugna tanto como las atrocidades de la ciencia moderna. Pero la verdad es que no lo he leído todo. Sólo una faceta en particular, la de la nanotecnología.
Mulder pensó que el traje viejo y la apariencia sencilla de aquel hombre había cambiado sutilmente dejando ver al inteligente investigador informático oculto tras el disfraz.- Diminutas máquinas autorreplicantes tan pequeñas que pueden trabajar en el interior de una célula humana, versátiles como para reparar cualquier cosa e inteligentes para saber lo que hacen.
Mulder miró a Scully.
- Las cosas buenas vienen en frascos pequeños.
A Darin le brillaban los ojos.
- Al ser tan pequeña, una nanomáquina puede mover sus partes con gran velocidad. Piensen en la vibración de las alas de un colibrí. Un enjambre de nanomáquinas podría eliminar una pila de escombros o un tanque de agua de mar y separar cada átomo de oro, platino o plata y colocarlos en los recipientes convenientes, todo en silencio absoluto y sin dejar el más mínimo residuo.
Scully arrugó la frente.
- ¿Y ése era su trabajo en DyMar?
- Yo había empezado mucho antes. Pero David y yo cada vez llevábamos más lejos nuestras ideas. En un cuerpo humano las nanomáquinas podrían realizar el mismo trabajo que los glóbulos blancos en la lucha contra las enfermedades, las bacterias y los virus. Pero, a diferencia de los glóbulos blancos, estos nanomédicos podrían inspeccionar también cadenas de ADN, localizar cualquier célula que se volviera cancerosa y reprogramar el ADN, corrigiendo cualquier error o mutación que encontrasen. ¿Y si lográramos crear dispositivos infinitesimales que pudieran inyectarse en un cuerpo para actuar como «policías biológicos», robots submicroscópicos que pudieran localizar y reparar cualquier daño en el nivel celular?
- Una cura para el cáncer- dijo Mulder.
- Y para cualquier otra cosa.
Scully le miró con escepticismo.
- Señor Kennessy, he leído algunos artículos especulativos en revistas de ciencia divulgativas, pero desde luego nada que pudiera sugerir que estamos cerca de un avance de ese tipo en nanotecnología.
- El progreso suele estar más cerca de lo que pensamos- afirmó Darin-. Los investigadores de la Universidad de Wisconsin han utilizado técnicas litográficas para producir engranajes automáticos del tamaño de la décima parte de un milímetro. Los ingenieros de los laboratorios AT & T Bell crearon semiconductores para clusters que contenían sólo doce átomos cada uno. Utilizando técnicas microscópicas, los científicos del Centro de Investigaciones de Almadén, de IBM, dibujaron un mapa completo del hemisferio occidental de la tierra de una quinceava parte del diámetro de un pelo humano.
- Pero habrá un límite de tamaño. Habrá un momento en que ya no se puedan manipular las herramientas y los circuitos- dijo Mulder.
Los perros ladraron con más fuerza y el hombre de la barba se agachó para tranquilizarlos. Darin Kennessy arrugó el ceño, distraído, como debatiéndose entre su necesidad de esconderse y negar todos sus descubrimientos y su evidente pasión por el trabajo que había abandonado.
- Eso es enfocar el problema desde un solo ángulo. David y yo empezamos a construir de abajo arriba. Buscamos el autoensamblaje, tal como se da en la naturaleza. Los investigadores de Harvard han utilizado aminoácidos y proteínas como plantillas para nuevas estructuras más pequeñas que una célula, por ejemplo. Con la experiencia combinada de David y yo en técnicas de microminiaturización y autoensamblaje biológico, intentamos realizar un importante descubrimiento apoyándonos en esos avances.
- ¿Y lo lograron?
- Tal vez. Todo parecía ir bien, hasta que yo me marché. Supongo que mi hermano, el muy estúpido, siguió presionando, jugando con fuego.- ¿Por qué dejó usted la investigación, si era tan prometedora?
- Hay un lado oscuro, agente Mulder- prosiguió Darin, mirando a los demás-. A veces se cometen errores. En una investigación se fracasa muchas veces antes de lograr el éxito. Forma parte del proceso de aprendizaje. La cuestión es si podemos permitirnos ese proceso con la nanotecnología.
La mujer de la escopeta lanzó un gruñido, pero se abstuvo de hacer comentarios.
- Suponga que una de nuestras primeras nanomáquinas, una simple, sin el programa de seguridad, escapara del laboratorio- dijo Darin-. Si esta nanomáquina se reproduce, y cada una de sus copias vuelve a reproducirse, en unas diez horas habría sesenta y ocho mil millones de nanomáquinas. En menos de dos días podrían descomponer todo el planeta, molécula por molécula. En sólo dos días. Piense en la última vez que el gobierno de cualquier nación tomó una decisión tan rápida, incluso en una emergencia.
No era de extrañar que la investigación de Kennessy supusiera una amenaza para los círculos de poder establecidos, pensó Mulder. No era de extrañar que hubieran intentado suprimirla a cualquier precio.
- Pero usted abandonó los laboratorios DyMar antes de que las investigaciones arrojaran a la luz resultados concretos- dijo Scully.
- Los resultados no saldrán nunca a la luz- replicó Darin con desdén-. Yo sabía que nunca serían disponibles para la sociedad. David hablaba de hacerlos públicos, de publicar los resultados de nuestras primeras pruebas con ratones y animales pequeños, pero tanto yo como nuestro asistente, Jeremy Dorman, le disuadimos de ello.- Darin respiró hondo-. Supongo que estaba ya demasiado cerca, si esa gente se decidió por fin a quemar los laboratorios y destruir todos los datos.- Patrice y Jody no están con usted, ¿verdad?- preguntó Scully-. ¿Sabe dónde están?
- No; elegimos caminos distintos. No he hablado con nadie de la familia desde que vine a este campamento.- Señaló los perros, las garitas de guardia, el alambre de espino-. Esto sería poco elegante para ellos.
- Pero Jody es su sobrino- comentó Mulder.
- La única persona con la que el chico pasaba algún tiempo era Jeremy Dorman. Era lo más parecido a un tío.
- También murió en el incendio de DyMar- dijo Scully.
- Su posición era baja en la pirámide- replicó Darin Kennessy-, pero sabía hacer negocios. Nos consiguió los primeros fondos y se encargó de que siguiera entrando dinero. Cuando me marché para venir aquí, creo que le encantó ocupar mi puesto y trabajar con David.
Darin frunció el entrecejo.
- Pero yo ya no tenía nada que ver con ellos. Ni entonces ni ahora.- Parecía turbado, como si empezara a asimilar en ese momento la noticia de la muerte de su hermano-. Antes estábamos muy unidos. Solíamos ir a la montaña.
- ¿Dónde?- preguntó Mulder.
- Patrice diseñó una pequeña cabaña, un refugio donde podía aislarme de todo.
Scully miró a Mulder y luego a Darin.
- ¿Podría decirnos dónde está esa cabaña?
Darin frunció de nuevo la frente. Parecía inquieto.
- Cerca de Colvain. Se va por un sinuoso camino de tierra.
- Tenga, mi tarjeta- dijo Mulder-. Por si aparecen o se entera usted de algo.
- Aquí no tenemos teléfono.
Scully cogió a Mulder de la manga.
- Gracias por su tiempo.- Cuidado con las minas- advirtió el hombre de la barba.
- Lo tendremos.
A pesar del cansancio y el sudor, Mulder estaba contento con la información que habían obtenido. Volvieron al coche a través del bosque.
A Scully le parecía increíble aquel modo de vida.
- Alguna gente es capaz de cualquier cosa por sobrevivir- murmuró.
20
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Martes, 23.45 h.

Patrice despertó de un sueño inquieto al oír el grito de Jody. Se incorporó en su estrecho camastro de la única habitación de la cabaña y apartó las mantas que olían a humedad.
- ¡Jody!
Todo estaba oscuro y demasiado silencioso... hasta que el perro lanzó un ladrido apagado. Patrice parpadeó para espabilarse y se apartó un mechón de pelo de la cara. Se sacudió las sábanas como si fueran una red que le impidiera acercarse al muchacho.
De camino a la sala tropezó con una silla de madera y se hizo daño en el pie al apartarla de una patada. Luego siguió caminando a tientas.
- ¡Jody!
En cuanto dominó los nervios advirtió que la luna arrojaba suficiente luz para orientarse. Su hijo yacía en el sofá, sudoroso. Todavía brillaban las últimas ascuas anaranjadas en la chimenea, aunque ofrecían más aroma a madera que calor. Después de anochecer nadie podía haber visto el humo. Ahora, al mirarlas recordó el incendio de DyMar, donde su marido había muerto pasto de las llamas. Patrice se estremeció. David era ambicioso e impulsivo y tal vez había corrido demasiados riesgos. Pero también creía apasionadamente en su investigación y se había entregado a fondo. Ahora había muerto por sus descubrimientos y Jody había perdido a su padre.
Vader estaba sentado junto a Jody, como un guardián, olisqueando preocupado el pecho del muchacho. Al ver a Patrice el animal golpeó con la cola en el suelo, junto a un cojín caído, y metió gimiendo el morro entre las sábanas.
Jody se quejaba y jadeaba de miedo. Patrice se detuvo. Vader la miró con sus húmedos ojos castaños y lanzó otro gemido, como pidiéndole que hiciera algo. Pero ella dejó dormir a Jody. Eran pesadillas otra vez.
La semana anterior Jody se había despertado varias veces asustado y perdido. Desde el comienzo de aquella desesperada huida había una buena razón para tener pesadillas. Pero ¿era su miedo lo que provocaba las pesadillas... o era otra cosa?
Patrice se arrodilló y Vader se agitó inquieto y apretó el morro contra ella como queriendo que lo tranquilizara. Patrice le acarició la cabeza como a él le gustaba.
- No pasa nada, Vader- dijo, más para calmarse ella.
Tocó la frente de Jody. Estaba caliente. El chico se movió. Su cuerpo era una zona de guerra, un campo de batalla celular. Aunque David había negado repetidas veces lo que había hecho, Patrice sabía muy bien cuál era la causa de la fiebre. A veces se preguntaba si su hijo no estaría mejor muerto después de todo. Pero luego se odiaba por pensar esas cosas.
Vader se acercó a la chimenea, olisqueó a los pies de una silla y volvió junto a Jody con una pelota de tenis en la boca. Quería jugar, como si estuviera convencido de que jugando todo iría bien. Patrice le miró ceñuda.- ¿Sabes una cosa? Tienes demasiada energía.
El perro gimoteó y mordió la pelota.
Patrice recordó otro momento en el salón de su casa, su vieja casa de Tigard, ahora saqueada y destrozada. Jody, presa de horribles dolores de cáncer, se había dado un baño bien caliente, había tomado sus analgésicos de costumbre y se había acostado temprano, dejando a solas a sus padres.
Pero el animal no quería calmarse, y si no podía jugar con el chico, estaba dispuesto a molestar a los adultos. David jugó un rato con él sin ganas ante la mirada inquieta y a la vez fascinada de Patrice. El perro tenía ya doce años, la misma edad de Jody, y era extraño que tuviera tanta energía.
- Vader parece un cachorro otra vez- comentó. Anteriormente el perro había caído en la rutina de su edad madura y dormía casi todo el tiempo, excepto por las fiestas que les hacía todos los días cuando volvían a casa. Pero en los últimos días el perro estaba cada vez más activo y juguetón-. ¿Qué le habrá pasado?
David, con su pelo corto, sus pobladas cejas y su sonrisa, estaba encantador.
- Nada.
Patrice se incorporó en el sofá.
- ¿No te lo habrás vuelto a llevar al laboratorio?- preguntó alzando la voz-. ¿Qué le has hecho? —dijo furiosa.
Vader soltó el juguete que David tenía en la mano y se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca. ¿Por qué gritaba cuando estaban jugando?
David la miró fijamente y alzó las cejas con expresión sincera.
- No le he hecho nada. De verdad.
El perro volvió a tirar de su juguete, meneando la cola y gruñendo con las patas enterradas en la alfombra. David siguió jugando con él, apoyándose contra el sofá.- ¡Pero mírale!- exclamó-. ¿Cómo puedes pensar que le pasa algo?
Sin embargo, a lo largo de los años de su matrimonio, Patrice había aprendido a reconocer y a odiar las mentiras de David. Su esposo había estado muy concentrado en su investigación, sin prestar atención a otra cosa, saltándose normas y restricciones. Había emprendido muchas acciones sin consultarlas con ella, convencido de que hacía lo correcto. Era su modo de proceder.
Había estado demasiado sumido en su trabajo para advertir los sospechosos hechos que ocurrían en los laboratorios DyMar, hasta que fue demasiado tarde. Patrice sí se había dado cuenta de que pasaba algo: estaban vigilando su casa por las noches, e incluso la vigilaban a ella cuando salía con David, se oían extraños ruidos en el teléfono... David había desechado sus preocupaciones. Era un hombre brillante, pero también muy despistado. Por lo menos en el último momento la había llamado para avisarla.
Ella había huido con Jody mientras los manifestantes incendiaban las instalaciones DyMar dejando a su esposo y a Jeremy atrapados en aquel infierno. Patrice apenas había tenido tiempo de esconderse en aquella cabaña con su hijo. Con su hijo sano.
Jody, en el sofá, se había calmado en sus sueños. Seguía teniendo mucha fiebre, pero Patrice sabía que no se podía hacer nada. Le tapó de nuevo con las mantas y le apartó unos mechones de pelo de la frente sudorosa.
Vader, renunciando a jugar, dejó que la pelota de tenis rebotara en el suelo, y con un hondo suspiro giró tres veces en círculo delante del sofá y se tumbó para velar al muchacho. Satisfecha con la devoción del perro, Patrice volvió a su cama, contenta de no haber despertado a Jody y de no haber encendido ninguna luz que pudiera verse fuera en la oscuridad. Se quedó despierta, demasiado acalorada a veces y otras temblando de frío. Le hacía falta descansar, pero no podía bajar la guardia ni un Ínstente. Con los ojos cerrados maldijo a su marido y se quedó escuchando por si oía ruidos fuera.
21
Depósito de cadáveres del hospital Mercy
Portland, Oregón
Viernes, 5.09 h.

A Edmund le sorprendió lo rápido que llegaron los oficiales, teniendo en cuenta que venían desde Atlanta, Georgia. Su actitud le puso tan nervioso que ni siquiera se atrevió a pedirles las credenciales. Simplemente se alegraba de que alguien pareciera creer su historia.
Edmund había sellado el cajón 4E tras el incidente de la noche anterior y había bajado todo lo posible la temperatura, aunque nadie mostró mucho interés en buscar los monstruos que le habían dado tal susto. Quería hablar con su mentor, el doctor Quinton, pero el forense estaba muy ocupado analizando la muestra de mucosa obtenida durante la autopsia.
Tenía que aparecer en cualquier momento, pero los oficiales llegaron antes. Eran tres hombres con aspecto profesional, bien vestidos y sombríos.
- Somos del Centro de Control de Epidemias- dijo uno, sacando una placa con un escudo de plata y una borrosa fotografía de carnet. El hombre se guardó la identificación antes de que Edmund pudiera leer ni una palabra.- ¿Han venido por...?- balbuceó.
- Es absolutamente necesario confiscar el tejido orgánico que tienen guardado en este depósito- dijo el de la izquierda-. Tenemos entendido que ayer se produjo un incidente.
- Ya pueden decirlo- replicó Edmund-. ¿Habían visto antes algo así? Yo he mirado en todos mis libros de medicina y...
- Tenemos que destruir el espécimen, por cuestiones de seguridad- dijo otro de ellos. Edmund se sintió aliviado al ver que alguien se encargaba de todo aquello.
- Inspeccionaremos todos los datos que tengan referentes a la víctima, y cualquier espécimen que puedan guardar aquí. También tomaremos precauciones extremas para esterilizar hasta el último rincón de este depósito.
- ¿Creen que estaré infectado?- preguntó Edmund.
- Es muy improbable. Habría manifestado usted los síntomas inmediatamente.
Edmund tragó saliva. Sin embargo, sabía cuál era su deber.
- Pero... pero tienen que examinarme- dijo-. El forense tiene una responsabilidad.
- Así es.- Frank Quinton, que entraba en ese momento, los miró con su expresión paternal-. ¿Qué pasa aquí?
- Le aseguro, señor, que tenemos autoridad para esto. Es una posible cuestión de seguridad nacional y salud pública. Estamos muy preocupados.
- Yo también- aseguró Quinton-. ¿Trabajan ustedes con los agentes federales que vinieron el otro día?
- Esta fase de la operación queda fuera de su jurisdicción. Esta situación supone un extremo peligro si no tomamos las precauciones debidas.
La mirada de aquel hombre era tan dura que hasta el forense parecía intimidado.- Habrá que traer todo un equipo para sacar el... biomaterial del cajón refrigerado. Intentaremos molestarle lo menos posible.
- Bueno, supongo...- La voz de Quinton se desvaneció mientras los tres hombres del Centro de Control de Epidemias le sacaban a él y a su ayudante de la sala.
- Edmund, vamos a tomar un café- dijo finalmente, mirando inquieto por encima del hombro.
Encantado con la invitación de su superior- hasta ahora nunca había tenido tanta suerte-, Edmund subió con él al ascensor y le acompañó a la cafetería. Todavía intentaba recobrarse. Aún seguía viendo los tentáculos de aquella criatura que pretendía escapar del cajón.
En circunstancias normales le habría hecho mil preguntas al forense, habría cotejado detalles con él, le habría demostrado todo lo que había aprendido en sus estudios nocturnos. Pero Quinton se miraba las manos silencioso y hondamente preocupado, dándole vueltas y vueltas a la tarjeta que le habían dado los agentes del FBI.

Cuando volvieron al sótano, una hora más tarde, el depósito había sido totalmente esterilizado. El cajón 4E estaba vacío. Los hombres no habían dejado ninguna nota, ningún papel.
- No tenemos forma de ponernos en contacto con ellos para averiguar sus resultados- comentó Edmund.
Pero el forense se limitó a mover la cabeza.
- Tal vez sea mejor así.
22
El Remolino del Diablo
Litoral de Oregón
Viernes, 10.13 h.

El mar se estrellaba contra los negros acantilados con un estruendo sordo, como si bloques de cemento se precipitaran desde una gran altura. La brisa, fría y salada, azotaba el rostro de Scully.
- Se llama el Remolino del Diablo- comentó Mulder, aunque Scully ya había leído la señal indicadora.
Abajo las olas batían en la pared erosionada del acantilado, tornando el agua blanca en un remolino de espuma. Varías cuevas marinas se habían desplomado, creando una especie de pasadizo y cuando el agua entraba en aquel estrecho hueco canalizaba su fuerza y salía disparada hacia arriba como en un surtidor, como si se tratara de un cañón de agua que disparara hacia la cima de los acantilados, empapando a los visitantes despistados.
Según los carteles, mucha gente había muerto allí: turistas imprudentes que bajaban hacia la boca del Remolino y a los que el inesperado geiser de agua les había explotado encima. Sus cuerpos habían sido golpeados contra las rocas cubiertas de algas o simplemente se habían hundido en el mar. En el aparcamiento del mirador había varias camionetas, furgonetas y coches de alquiler. Las gaviotas, ajenas a todo, chillaban en el cielo.
A un lado se veía un destartalado quiosco cuyo alero de aluminio restallaba al viento. Un hombre sonriente con una gorra de golf vendía perritos recalentados, café rancio, bolsas de patatas y latas de refrescos. Al otro lado del aparcamiento, una mujer con trenzas embutida en un chaleco de plumón miraba sus alfombras hechas a mano aletear con furia tendidas de un cordel.
Scully, intentando ignorar el dolor de cabeza y respirando hondo aquel aire frío y salado, se abrochó el abrigo. Mulder se acercó al borde del acantilado, esperando ansioso que el agua se disparase hacia arriba. Scully sacó el teléfono móvil y, viendo con alivio que por fin la señal era bastante fuerte, marcó el número del forense de Portland.
- Ah, agente Scully- contestó el doctor Quinton-. Llevo toda la mañana llamándola.
- ¿Se saben los resultados?- Después de ver la muestra de sangre del perro en la clínica veterinaria, había pedido al forense que examinara la mucosa que había extraído durante la autopsia de Vernon Ruckman.
Mulder, junto a la inestable barandilla del acantilado, miraba fascinado la columna de agua que se alzaba en el aire, se curvaba en dirección al precipicio y volvía a caer al mar. Scully le hizo señas de que se acercara mientras ella se apretaba el teléfono contra el oído, intentando comprender lo que decía el forense por encima de los ruidos estáticos.
- Por lo visto ha sucedido algo... inusual con el cuerpo de la víctima en el refrigerador del depósito.- Quinton parecía vacilante-. Nuestro auxiliar declaró haber oído ruidos, algo que se movía dentro del cajón. Y lo cierto es que había permanecido cerrado desde que usted se marchó.- Eso es imposible- afirmó Scully-. El hombre no podía seguir vivo. Aunque la enfermedad lo hubiera sumido en alguna especie de coma profundo, yo ya le había realizado una autopsia.
- Conozco bien a Edmund, y no es un hombre asustadizo. A veces es un poco pesado, la verdad, pero no es de los que se andan inventando historias. Yo estaba dispuesto a otorgarle el beneficio de la duda, pero...- Quinton vaciló de nuevo y Scully apretó más el teléfono, intentando captar el tono de su voz-. Por desgracia, antes de que pudiera comprobarlo yo mismo, vinieron unos caballeros del Centro de Control de Epidemias y lo esterilizaron todo. Como precaución se llevaron el cajón refrigerado.
- ¿Del centro?- preguntó Scully incrédula. Había trabajado muchas veces con ellos y eran auténticos profesionales que seguían con todo rigor los procedimientos oficiales. Aquello parecía ser obra de otra gente.
Pero le inquietaba más lo que había averiguado esa misma mañana cuando llamó a Atlanta para conocer los resultados de la muestra que ella misma había enviado. Por lo visto el técnico del laboratorio había perdido el espécimen.
Mulder se acercó "apartándose de la frente el pelo mojado, aunque el viento seguía agitándoselo. Scully le miró mientras hablaba con el forense intentando mantener un tono neutro de voz.
- Doctor Quinton, usted se quedó una muestra de la sustancia para analizarla. ¿Ha encontrado algo?
El forense se quedó pensando un momento antes de contestar. Scully oía ruidos estáticos en la línea.
- Creo que es algún tipo de infección- dijo él por fin-. Aparecen unas manchas diminutas que yo no había visto nunca. La muestra está infestada. Las he ampliado al máximo y no se parecen a ningún microorganismo que yo conozca. Son formas geométricas como cajas diminutas, unos pequeños cubos...
Scully sintió un escalofrío recordando lo que Darin Kennessy les había dicho en el campamento de maquis.
- ¿Ha oído usted hablar de algo parecido, agente Scully?- preguntó Quinton-. Usted también es médico.
Ella carraspeó.
- Ya le volveré a llamar. Tengo que hablar con mi compañero para comparar notas. Gracias por la información.- Cortó la llamada y le resumió a Mulder la conversación.
Él asintió con la cabeza.
- Desde luego tenían mucha prisa por librarse del cadáver del vigilante. Por eliminar todas las pruebas.
Scully se quedó pensando mientras escuchaba el estruendo del mar contra las rocas.
- No parece nada propio del Centro de Control de Epidemias. No han dejado ningún recibo oficial ni ningún número de teléfono por si Quinton obtiene más información.
Mulder se abrochó el abrigo.
- Scully, no creo que fueran los del Centro de Control. Yo creo que más bien podrían ser los mismos que organizaron la destrucción de los laboratorios DyMar y cargaron la responsabilidad sobre el grupo de defensa de los animales.
- ¿Y por qué iban a querer hacer algo así, Mulder?
- Ya oíste al hermano de Kennessy. Se trata de nanotecnología. De alguna manera se les ha ido de las manos. Tal vez se ha escapado algún animal que lleva dentro algo muy peligroso. La mucosa del vigilante muerto parece ser lo mismo que vimos en la muestra de sangre del perro...
Scully se puso las manos en las caderas. El viento agitaba su pelo rojizo.
- Hay que encontrar a Patrice y Jody Kennessy, Mulder. Y a su perro. Detrás de ellos el Remolino del Diablo volvió a estallar. El agua se elevó en el aire y un grupo de niños, con sus padres junto a la barandilla, gritaron y se echaron a reír. Nadie parecía prestar atención al hombre de los perritos ni a la mujer de las alfombras.
- Estoy de acuerdo, Scully. Después de lo que ha dicho el doctor Quinton, me parece que no somos los únicos que los están buscando.
23
Tillamook County
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 10.47 h.

La lluvia torrencial empapaba el camino y su ropa, pero Jeremy Dorman tenía problemas más importantes. Lo que le llegaba del mundo exterior no eran más que datos brumosos e irrelevantes. El enjambre de nervios dentro de él constituía todo un mundo de dolor.
Tenía los zapatos y la ropa empapados, la piel gris y pegajosa, pero aquellas incomodidades eran insignificantes comparadas con la virulenta guerra que se desarrollaba en el interior de sus células. Tenía el cuerpo cubierto de bultos formados por el fluido portador, donde hervían los nanocritters.
Le temblaban y le vibraban los músculos, pero él seguía levantando las piernas, dando un paso tras otro, avanzando. Su cerebro ya no era más que un pasajero de su cuerpo. Necesitaba hacer un esfuerzo consciente para doblar las articulaciones, para mover los miembros, como un maestro de marionetas accionando un complicado muñeco nuevo con los ojos vendados y unos guantes gruesos. Un coche pasó de largo. Las ruedas pasaron por un charco en la carretera y le echaron encima una lluvia de agua fría. Las luces traseras parpadearon un instante cuando el conductor se dio cuenta de lo que había hecho, pero el hombre se limitó a tocar el claxon varias veces y prosiguió su camino.
Dorman siguió avanzando por la lodosa cuneta. La carretera se internaba en las boscosas montañas. No sabía cuántos kilómetros había recorrido desde Portland, pero esperaba encontrar la forma de seguir adelante. No tenía dinero, pero de todas formas no se hubiera atrevido a alquilar un coche, por miedo a que le identificaran. Nadie sabía que estaba vivo, y Dorman no quería que se supiese. Además, era un riesgo conducir cuando no podía confiar en su cuerpo ni en su percepción.
Llegó a una estación de servicio con un pequeño edificio con una puerta y una luz roja para camiones. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas y se veía un cartel de «Cerrado» que no parecía haber cambiado en meses.
Dorman miró el refugio. No habría calefacción ni comida, pero estaría seco. Deseaba protegerse un momento de la lluvia, dormir... Pero era probable que no volviera a despertar. Se le acababa el tiempo.
Pasó de largo la estación de servicio. A un lado se extendían campos de patatas empapados de agua. Al otro lado de la carretera había un pantano. Dorman se dirigió hacia la suave pendiente que se internaba en las montañas.
En la periferia de la visión veía danzar extrañas formas, como nieve estática. Las nanomáquinas estaban actuando de nuevo sobre sus nervios ópticos, arreglándolos, realizando mejoras... o simplemente jugando con ellos. Hacía varios días que no distinguía los colores.
Dorman apretó las mandíbulas sintiendo el dolor en los huesos, casi disfrutando de él: un dolor auténtico, no un efecto fantasma provocado por las máquinas autoprogramadas que invadían su cuerpo.
Siguió caminando, tan concentrado en seguir adelante que ni siquiera oyó el rumor del camión que se acercaba. Era un vehículo enorme, medio cargado de troncos de pino podados y descortezados. Dorman lo miró y se hizo a un lado. El conductor hizo parpadear las luces y redujo la marcha. Los frenos chirriaron y el camión se detuvo a diez metros de Dorman.
Él se lo quedó mirando, sin creer en su buena suerte. Aquel hombre estaba dispuesto a llevarle. Dorman se apresuró a acercarse, con los brazos en torno al pecho. El conductor se inclinó para abrirle la puerta. La lluvia seguía cayendo, empapando los troncos y alzándose en vapor sobre el capó del camión.
Dorman notó que su pierna se agitaba cuando la alzó para subir a la cabina. Por fin logró recobrar el equilibrio y entró al camión. Estaba empapado, helado y exhausto.
- Vaya, cómo está usted- dijo el camionero. Era un hombre bajo y corpulento, de pelo rubio y ojos azules.
- Sí, estoy fatal- replicó Dorman, sorprendido de que su voz sonara tan clara.
- Bueno, aquí dentro estará mejor. ¿Va a algún sitio?
- Sí, eso intentaba.
- Puedo llevarlo hasta la autopista del litoral. Me llamo Wayne Hykaway.
Dorman lo miró con suspicacia. No quería dar a conocer su identidad.
- Yo soy... David- dijo. Cerró de golpe la puerta y se metió las manos en los empapados bolsillos de la chaqueta, acurrucándose. Hykaway le había tendido la mano pero la retiró de inmediato al ver que Dorman no tenía intención de estrechársela.
El interior de la cabina era cálido y húmedo. La calefacción estaba encendida. Los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro en un esfuerzo por dar alguna visibilidad. El equipo de música, excesivamente caro, dejaba oír las noticias de la radio, aunque allí en las montañas la recepción era muy mala y estaba cargada de ruidos estáticos.
El camionero volvió a poner en marcha el vehículo, que con un rugido comenzó a subir la carretera mojada en dirección a los bosques.
Dorman no hacía más que pensar que cada momento se acercaba más a su objetivo. Aquel hombre no tenía ni idea del tremendo riesgo que estaba corriendo, pero Dorman tenía que concentrarse en encontrar a Patrice y Jody, y al perro. A cualquier precio.
Se arrellanó en el asiento, apoyado contra la puerta, intentando ignorar el miedo y la sensación de culpa. Parpadeó para apartarse el agua que le goteaba en los ojos. Mantenía la vista fija en el parabrisas, intentando permanecer lo más lejos posible de Wayne Hykaway. No se atrevía a dejar que le tocara. No quería correr el riesgo de que otro cadáver llamara la atención.
El camionero apagó la radio e intentó en vano entablar conversación. Al ver que Dorman se mostraba reticente a hablar, se puso a contar cosas de sí mismo. Charló sobre los libros que le gustaban, sobre el tai chi, una técnica de relajación que practicaba, contó su experiencia dando clase a gente en paro...
Hykaway llevaba con una mano el volante del camión mientras que con la otra trasteaba con los mandos de la calefacción. Cuando se quedó sin nada más que decir, volvió a encender la radio, giró el dial y la apagó con gesto enfadado.
Dorman se concentró en su cuerpo. Sentía que la piel le hervía y le hormigueaba. Su masa muscular se movía con voluntad propia. Apretó los codos contra las costillas, sintiendo la tela mojada de la chaqueta así m como la viscosa mucosa del fluido portador de nanomáquinas que le rezumaba por los poros.
Al cabo de quince minutos de silencio, el camionero comenzó a mirarle de reojo, como preguntándose qué clase de psicópata había cometido el error de recoger. Dorman evitó su mirada, volviendo la cabeza hacia la ventanilla.
De pronto sintió un espasmo en las entrañas. Se inclinó y se llevó las manos al estómago, resollando entre dientes. Notaba algo agitarse bajo su piel, como un topo que excavara un túnel entre sus costillas.
- Oiga, ¿está usted bien?- preguntó el camionero.
- Sí- logró contestar Dorman. Apretó con fuerza hasta que por fin recobró el dominio sobre su amotinado sistema biológico. Respiró hondo unas cuantas veces y las convulsiones remitieron.
Aun así, sentía el movimiento de sus órganos internos explorando su libertad, agitándose en partes que no deberían poderse mover. Era como llevar una tormenta dentro.
Wayne Hykaway le miró un instante y volvió a concentrarse en la carretera agarrando con fuerza el volante. Dorman permaneció en silencio, acurrucado contra la puerta. La mucosa comenzaba a encharcarse debajo de él. Sabía que en cualquier momento podía perder de nuevo el control. A cada instante se le hacía más y más difícil...
24
Tienda y galería de arte de Max
Colvain, Oregón
Viernes, 12.01 h.

Scully estaba cansada de conducir y se alegró de tener la posibilidad de parar y preguntar a otras personas si habían visto a Patrice y Jody Kennessy. Mulder iba en el asiento del copiloto, con la chaqueta manchada de las migas de los ganchitos que iba comiendo. Acercó la cara al mapa de carreteras del estado de Oregón.
- No veo este pueblo en el mapa- dijo-. Es Colvain, ¿no?
Scully aparcó delante de una pintoresca casita en cuya fachada colgaba un cartel pintado a mano: «Tienda de Max.»
- Scully, estamos en el pueblo y no lo encuentro.
En la pesada puerta de madera del establecimiento se anunciaba tabaco Morley. Cuando entraron sonó una campanilla y crujieron los tablones del suelo.
- Por supuesto, tienen una campana encima de la puerta- dijo Mulder, alzando la vista.
Varias neveras y congeladores estilo años cincuenta, blancos con adornos cromados, albergaban bocadillos, botellas de refrescos y comida congelada. En torno a la caja registradora había varias cajas de Slim Jims tamaño gigante y una infinita variedad de chocolatinas.
Tras unas estanterías de cedro llenas de chucherías se veían varias camisetas con ingeniosos dichos relativos al mal tiempo de Oregón. Gafas de sol, mantelitos, barajas de naipes y llaveros completaban el surtido.
Scully vio unas acuarelas colgadas en la pared opuesta, encima de una nevera. Las etiquetas con los precios colgaban de los marcos.
- Debe de haber alguna ley en el condado que obligue a cada pueblo a tener un cierto número de galerías de arte.
Una anciana se sentaba a la caja registradora, oculta tras una barricada de periódicos y bandejas con chicles, caramelos y chocolatinas. Llevaba el pelo teñido de un rojo muy llamativo y unas gruesas gafas sucias de marcas de dedos. Estaba leyendo un periódico sensacionalista cuyos titulares proclamaban: «El Big Foot encontrado en Nueva Jersey. Embrión alienígena congelado en unas instalaciones del gobierno», e incluso: «Ritos caníbales en Alaska.»
Mulder leyó los titulares y se volvió hacia Scully enarcando las cejas. La mujer les miró por encima de las gafas.
- ¿Puedo ayudarles? ¿Necesitan mapas o un refresco?
Mulder le enseñó su placa de identidad.
- Somos agentes federales, señora. Tal vez pueda usted indicarnos la dirección de una cabaña que está cerca de aquí. Es propiedad del señor Darin Kennessy.
Scully puso sobre el mostrador las manoseadas fotos de los Kennessy. La mujer se apresuró a doblar el periódico y lo arrojó tras la caja registradora. Luego miró las fotos a través de sus gafas manchadas.
- Estamos buscando a estas dos personas- explicó Scully, sin dar más información.
Jody Kennessy sonreía con optimismo en una de las fotografías, pero tenía el rostro enjuto y macilento. Se le había caído casi todo el pelo y se le veía la piel gris debido a la quimioterapia y las radiaciones.
La mujer se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo de papel antes de volvérselas a poner.
- Sí, creo que les he visto. Por lo menos a la mujer. Hace una semana o dos vino por aquí.
Mulder se animó.
- Sí, la fecha más o menos coincide.
- Este niño está muy enfermo- terció Scully, incapaz de evitar entrar en detalles, como para lograr así la ayuda de aquella mujer-. Se está muriendo de leucemia y necesita tratamiento inmediato. Puede haber empeorado mucho desde que le hicieron esta fotografía.
La mujer volvió a mirar la foto.
- Pues entonces puede que me equivoque- dijo-. Que yo recuerde, el chico que iba con esta mujer parecía de lo más sano. Podrían estar en la cabaña de Kennessy. Hace mucho tiempo que está vacía.
La mujer se echó hacia atrás en la silla, que crujió con un sonido metálico, y se subió las gafas sobre el puente de la nariz.
- Aquí las cosas no pasan desapercibidas.
- ¿Podría indicarnos la dirección, señora?- insistió Scully.
La mujer sacó un bolígrafo, pero no se molestó en escribir nada.
- Unos diez o doce kilómetros atrás, por donde venían, giren por una pequeña carretera llamada Locust Springs Drive, y al cabo de medio kilómetro giren por el tercer camino a la izquierda- dijo, jugueteando con su collar de perlas falsas.
- Es la mejor pista que tenemos hasta ahora- comentó Scully, mirando ansiosa a su compañero. La idea de rescatar a Jody Kennessy y ayudarle le proporcionaba renovadas fuerzas. Como agente del FBI, Scully debía mantener la objetividad y no involucrarse emocionalmente en ningún caso, para no perder la imparcialidad. Pero en esta ocasión no podía evitar sus sentimientos. Compartía con Jody Kennessy la sombra del cáncer, y el hilo que la unía a aquel chico desconocido era demasiado fuerte. Su deseo de ayudarle era mucho más vehemente de lo que podía haber imaginado cuando se marcharon de Washington para investigar el incendio en DyMar.
Sonó de nuevo la campanilla de la puerta y entró un agente de policía. Scully le miró por encima del hombro mientras él se acercaba a la nevera y cogía una botella grande de naranjada.
- ¿Lo de siempre, Jared?- preguntó la mujer de la caja registradora.
- ¿Es que cambio alguna vez, Maxie?
Ella le arrojó un paquete de ganchitos de queso. El policía saludó a Mulder y Scully con un gesto de cabeza y vio las fotografías así como la placa de identificación de Mulder.
- ¿Puedo ayudarles?
- Somos agentes federales- dijo Scully. Fue a mostrarle las fotografías pensando que tal vez podría acompañarles hasta la cabaña donde Patrice y Jody podían estar prisioneros, pero de pronto se oyó la radio que Jared llevaba al cinto. Era una voz oficial, muy profesional, aunque sonaba con un tono de alarma.
- Jared, ven inmediatamente. Tenemos una situación de emergencia. Un motorista ha encontrado un cadáver en la autopista un kilómetro más allá de la propiedad de los Doyle.
El policía cogió la radio.
- Aquí el oficial Penwick- dijo-. ¿Un cadáver? ¿En qué condiciones está?
- Es un camionero. La carga de troncos está medio tirada en la carretera. El tipo está desplomado sobre el m volante y... bueno, es muy raro. Sus heridas son muy extrañas.
Mulder miró a Scully. Ambos pensaron que aquello podía tener que ver con su caso.
- Ve tú a la cabaña, Scully. Yo iré con el oficial Penwick a echar un vistazo. Si no es nada le diré que me lleve a la cabaña. Nos veremos allí.
Scully sabía que tenían que investigar ambas posibilidades sin pérdida de tiempo, aunque no le gustaba separarse de su compañero.
- Sobre todo toma las precauciones necesarias- dijo.
- Lo haré.- Mulder se encaminó a la puerta.
La campanilla volvió a sonar cuando salió el policía con los ganchitos de queso y la botella de naranjada en una mano, mientras con la otra sostenía la radio. Antes de marcharse volvió la cabeza.
- Apúntamelo, Maxie. Ya te pagaré luego.
Scully salió precipitadamente tras ellos. Mulder y el agente echaron a correr hacia el coche patrulla, aparcado delante del colmado.
- Intenta encontrarlos, Scully- gritó Mulder-. Averigua todo lo que puedas. Te llamaré por el móvil.
Las dos puertas del coche se cerraron a la vez y el vehículo patrulla dio media vuelta con una rociada de gravilla mojada y salió disparado por la carretera con las luces rojas destellando.
Scully volvió a su coche de alquiler y advirtió consternada que el teléfono no funcionaba. Una vez más no tenía cobertura.
25
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 12.58 h.

Fuera de la cabaña Vader ladró. Se incorporó en el porche y se puso a andar de un lado a otro gruñendo. Patrice se puso tensa y corrió a la ventana con la boca seca. Hacía doce años que tenía a Vader y sabía que no estaba jugando ni gruñéndole a una ardilla. Aquello era un ladrido de advertencia y Patrice hacía tiempo que esperaba y temía algo así.
Los árboles que bordeaban la hondonada se alzaban oscuros, claustrofóbicos en torno a las colinas que los protegían. Incluso parecían haberse aproximado en silencio, como un implacable ejército, como la muchedumbre enfurecida que ella había imaginado en torno a DyMar.
La hierba del claro se mecía bajo la suave brisa, cargada de rocío. Patrice, en su día, había pensado que el lugar era hermoso, un emplazamiento perfecto para la cabaña, «un sitio maravilloso», había dicho Darin, y ella había compartido su entusiasmo.
Ahora, sin embargo, el claro la hacía sentir expuesta y vulnerable. Vader ladró de nuevo y se adelantó hasta el borde del porche, señalando con el morro el camino que se internaba en el bosque.
- ¿Qué pasa, mamá?- preguntó Jody. Por su expresión Patrice supo que el chico tenía tanto miedo como ella. En las últimas dos semanas lo había entrenado muy bien.
- Alguien viene.
Haciendo acopio de valor, Patrice apagó las luces de la cabaña, cerró las cortinas y abrió la puerta para montar guardia en el porche. Habían ido a refugiarse allí sin realizar ningún preparativo. No tenían ninguna pistola, ningún arma. Patrice había registrado a fondo la cabaña, pero a Darin no le gustaban las armas de fuego. Ahora no contaban más que con sus propias manos y su ingenio. Vader la miró y se volvió de nuevo hacia el camino.
Jody se acercó a ella, intentando ver algo, pero Patrice le empujó dentro de la casa.
- ¡Mamá!- exclamo él, indignado. Patrice le señaló con el dedo con gesto severo y Jody retrocedió rápidamente.
Patrice estaba poseída por su instinto protector de madre. No había podido hacer nada ante el cáncer, no había podido hacer nada cuando el padre de Jody murió a manos de oscuros hombres que pretendían ser activistas, los mismos que habían intervenido sus teléfonos y los habían estado siguiendo, los mismos que ahora podían estar buscándoles. Pero sí que había reaccionado para poner a su hijo a salvo, y de momento lo había mantenido con vida. Patrice Kennessy no tenía intenciones de rendirse ahora.
Una figura apareció entre los árboles, a pie por el largo camino flanqueado de oscuros pinos. Era evidente que se dirigía a la cabaña.
Patrice no tenía tiempo de salir corriendo. Se había llevado a Jody a las montañas por la cantidad de maquis, cultos religiosos y extremistas que había en ellas, gente que sabía muy bien guardar su intimidad. El hermano de David se había unido a uno de esos grupos, abandonando incluso la cabaña en busca de un refugio más seguro, pero ella no se había atrevido a acudir a Darin. Sus perseguidores podían ir también a por él. Patrice tenía que buscar lo inesperado.
Ahora le daba vueltas la cabeza. Intentaba pensar en el más mínimo error que hubiera podido cometer, y de pronto recordó que la última vez que había ido a comprar comida vio en el mostrador de la tienda un ejemplar del periódico semanal de Oregón donde aparecían las ruinas quemadas de los laboratorios DyMar.
Había dado sin querer un respingo al verlo, aunque intentó mantener la compostura aferrándose a sus compras delante de la bandeja de chocolatinas. La mujer de la tienda, con el pelo teñido de un rojo chillón, la miró. Pero nadie hubiera podido averiguar nada por aquella coincidencia, se dijo Patrice, nadie habría relacionado aquella noticia con una mujer que viajaba sola con su hijo de doce años.
Sin embargo, la mujer la había mirado con especial interés...
- ¿Quién es, mamá?- preguntó Jody en un susurro desde la chimenea-. ¿Lo ves?
Patrice se alegró de no haber encendido el fuego esa mañana, porque el humo de la chimenea podría haber llamado todavía más la atención.
Habían forjado un plan previendo esa situación: los dos se marcharían sin que nadie lo advirtiera y se desvanecerían entre los árboles. Jody conocía bastante bien el bosque y podrían permanecer allí escondidos.
Pero aquel intruso los había cogido por sorpresa. Venía a pie y no le había delatado el ruido de ningún motor. Ahora no tenían tiempo para escapar.- Jody, coge a Vader y vete a la puerta de atrás. Estáte listo para salir corriendo hacia el bosque si es necesario, pero sólo si es necesario.
Jody la miró alarmado.
- Pero no puedo dejarte aquí, mamá.
- Si me quedo, tendrás tiempo de esconderte. Pero si no quieren hacernos ningún daño, entonces no tienes de qué preocuparte- dijo con rostro pétreo. Jody se sonrojó al darse cuenta de lo que aquello implicaba.
Ella se volvió hacia la puerta.
- Y ahora escóndete. Espera que llegue el momento.
Patrice esperó con los brazos cruzados al intruso que se acercaba. Estaba casi paralizada de terror. Aquél era el momento de la confrontación, el momento que temía desde que recibió la llamada desesperada de David.
El intruso era un hombre de hombros anchos que caminaba de forma peculiar, como si estuviera herido. Estaba sucio, desaliñado y empapado. Se acercaba a trompicones, pero se detuvo en seco al verla en el porche.
Vader gruñó. Incluso desde tan lejos Patrice vio que él la miraba a los ojos. Sus rasgos estaban cambiados, como desencajados, pero a pesar de todo le reconoció y sintió una oleada de alivio, algo que no experimentaba hacía tiempo. ¡Por fin un amigo!
- Jeremy- dijo con un suspiro-. ¡Jeremy Dorman!
26
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 13.14 h.

- ¡Patrice!- exclamó Dorman con voz ronca, acercándose a toda prisa.
Patrice había comprado periódicos en algunas máquinas en calles oscuras y había leído que el compañero de su esposo también había muerto en el incendio de DyMar, asesinado por los hombres que querían impedir que las investigaciones de David en nanotecnología se hicieran públicas.
- Jeremy, ¿también a ti te persiguen? ¿Cómo lograste escapar?
El hecho de que Jeremy Dorman hubiera salido indemne le daba esperanzas. Tal vez David había sobrevivido también, aunque no lograba hacerse a la idea. Tenía miles de preguntas que hacer, pero sobre todo se alegraba de ver un rostro familiar, otra persona que se enfrentaba a la misma situación que ella.
De todas formas había algo muy extraño en todo aquello. Jeremy había sabido localizarlos en la cabaña. Patrice sabía que David hablaba demasiado. Incluso el refugio secreto de su hermano no debió de ser secreto durante mucho tiempo. Seguro que había hablado de él durante las largas y tediosas horas en el laboratorio con Jeremy...
De pronto Patrice se puso en guardia.
- ¿Te han seguido? Si vienen a por nosotros, no tenemos armas.
- Patrice- la interrumpió él-, estoy desesperado. Ayúdame, por favor.- Tragó saliva y su garganta se movió mucho más de lo que debería-. Necesito entrar.
Parecía muy enfermo, apenas capaz de moverse, como si estuviera gravemente herido. Su piel tenía una textura extraña, como si estuviera mojada y no sólo por la humedad del aire, sino como cubierta de moco.
- ¿Qué te ha pasado, Jeremy?- Patrice señaló la puerta, sin saber por qué se sentía tan inquieta. Dorman se había hecho bastante amigo de la familia, sobre todo después de que Darin abandonara el laboratorio para irse a las montañas-. Estás fatal.
- Tengo que explicarte muchas cosas, pero no hay tiempo. Mira cómo estoy. Escucha, es muy importante, ¿todavía tienes al perro?
Patrice se había quedado clavada en el porche. Lo único que logró hacer fue agarrarse a la húmeda baranda. ¿Por qué estaba Jeremy tan interesado en Vader? A pesar de que era un amigo, notaba que tenía que estar en guardia.
- Primero quiero saber algunas cosas- dijo, sin moverse del porche. Dorman se detuvo, vacilante-. ¿Cómo sobreviviste al incendio de DyMar? Pensábamos que habías muerto.
- Y tenía que morir allí, es verdad.
- ¿Cómo que tenías que morir? La última vez que me llamó por teléfono, David dijo que la manifestación ante DyMar era una especie de mascarada, que no era simplemente un grupo de activistas. Dorman clavó en ella una mirada oscura y atormentada.
- Me traicionaron, como traicionaron a David.- Avanzó un par de pasos.
- ¿Qué estás diciendo?- Después de todo lo que había pasado, estaba dispuesta a creer casi cualquier cosa.
Dorman asintió con la cabeza.
- Tenían órdenes de cerciorarse de que no quedaban supervivientes, ni ningún dato de nuestras investigaciones. Todo tenía que quedar reducido a cenizas.
Patrice seguía inmóvil disuadiéndole, con su actitud, de que se acercara más.
- David dijo que la conspiración venía del gobierno. Yo no le creí hasta que volví a casa y vi que la habían saqueado.
Dorman se detuvo a tres metros del porche y luego se apartó del camino entre las hierbas.
- Ahora te buscan a ti también, Patrice. Podemos ayudarnos el uno al otro. Pero necesito a Vader. Lleva en la sangre los prototipos estables.
- ¿Qué prototipos? ¿De qué hablas?
- Los prototipos de nanotecnología. Yo tuve que utilizar los de las generaciones anteriores, que eran defectuosos. Los probamos con pequeños animales de laboratorio y mostraron algunas... anomalías. Pero no tuve más remedio. El laboratorio estaba en llamas, todo se quemaba. Yo, en principio, tenía que estar fuera. Pero ésta era la única forma de sobrevivir...- La miró suplicante y bajó la voz-. Pero no están funcionando como tenían que funcionar. Con la sangre de Vader, cabe la posibilidad de que se reprogramen dentro de mí.
A Patrice le daba vueltas la cabeza. Sabía en lo que trabajaba David y sospechaba que le había hecho algo al perro.
- ¿Dónde está Jody?- preguntó Dorman, mirando las cortinas de la puerta medio cerrada-. ¡Eh, Jody! ¡Ven, no pasa nada!
Jody siempre había considerado a Dorman un amigo de su padre, una especie de tío adoptivo, sobre todo después de que se marchara Darin. Muchas veces jugaban juntos con el ordenador. Jody no había conocido a ningún adulto que supiera tantos trucos con los video- juegos como Jeremy.
Antes de que Patrice pudiera reaccionar, antes de que comprendiera exactamente cuál era la situación, Jody abrió la puerta en compañía de su perro.
- ¡Jeremy!
Dorman miró a Vader con evidente alivio, pero el perro le enseñó los dientes y lanzó un gruñido grave y amenazador. Dorman no hizo caso. Se había quedado mirando sorprendido a Jody. ¡El chico estaba sano! La piel del rostro se le movió. Él hizo una mueca y logró que todo volviera a su sitio.
- Jody... ¡Te has recuperado del cáncer!
- Es un milagro- dijo Patrice fríamente-. Una especie de remisión espontánea.
Sintió un nudo en el estómago al ver el súbito y extraño gesto predador de Dorman.
- No, no es una remisión espontánea- dijo él-. ¿No es verdad, Jody? Dios mío, tú también los llevas.
El chico palideció y dio un paso atrás.
- Sé lo que te hizo tu padre.- Por alguna razón, Dorman no apartaba la vista del chico y el perro.
Patrice miró desconcertada a Jody, y en un instante de horror se dio cuenta de la magnitud de lo que David había hecho, el riesgo que había corrido, la auténtica razón de que su hermano hubiera tenido tanto miedo. La buena salud de Jody no era un milagro. El obsesivo trabajo de David había dado resultado, después de todo. Su esposo había encontrado una cura para el cáncer y no le había dicho nada a ella. Y en un instante, su increíble alegría y alivio dejaron paso al miedo hacia Jeremy Dorman. Miedo de sus miradas a Jody, del movimiento antinatural de sus rasgos faciales.
- Es todavía mejor que Vader.- Los oscuros ojos de Dorman llameaban-. Sólo necesito un poco de la sangre de tu hijo, Patrice. Un poco de su sangre, nada más.
Patrice dio un respingo, asustada y desconcertada, pero no cedió terreno. No pensaba permitir que nadie tocara a su hijo.
- ¿Su sangre? Pero ¿qué demonios...?
- No tengo tiempo para explicártelo, Patrice. ¡Yo no sabía que pensaban matar a David! Ellos prepararon la manifestación. Querían quemar todo aquello, pero iban a trasladar las investigaciones a un lugar más aislado.- Se le desencajó la cara de rabia-. Yo iba a dirigir las investigaciones en el nuevo laboratorio. ¡Pero a mí también intentaron asesinarme!
Patrice no comprendía. Estaba recibiendo demasiada información al mismo tiempo.
- ¿Tú sabías que pretendían incendiar el laboratorio? ¡Tú formabas parte del complot!
- ¡No! No era eso lo que yo pretendía. Se suponía que todo estaba bajo control. A mí también me engañaron.
- Dejaste que mataran a David, hijo de puta. Tú querías llevarte todo el mérito de sus investigaciones.
- Patrice... Jody, si no me ayudáis moriré.- Dorman se precipitó hacia el porche, pero Patrice le interceptó el paso.
- Jody, vuelve a la cabaña ahora mismo. ¡No podemos confiar en él! ¡Traicionó a tu padre!- Su voz era fría como el hielo. Él chico tenía miedo y obedeció rápidamente.
Dorman se detuvo a dos metros y la miró furioso.
- No hagas esto. Tú no lo entiendes.- Sé que tengo que proteger a mi hijo, después de todo lo que ha pasado. Seguramente tú sigues trabajando para esos hombres. No pienso dejar que te acerques a él.- Cerró los puños, dispuesta a acabar con Dorman con sus propias manos-. Jody, escóndete en el bosque! Ya sabes donde ir, donde habíamos planeado- gritó por la puerta medio abierta-. ¡Vete!
Algo se agitaba dentro del pecho de Dorman. El hombre se agachó sujetándose en el vientre y las costillas... Por fin se incorporó con los ojos vidriosos y una mueca de dolor.
- No... puedo... esperar más, Patrice- dijo, acercándose.
En la parte trasera de la cabaña, se oyó cerrarse una puerta. Jody había huido al bosque. Patrice le agradeció en silencio que no hubiera discutido. Había temido que quisiera ayudar a Dorman. Vader corría ladrando tras el muchacho.
Jeremy Dorman se volvió hacia la parte de atrás.
- ¡Jody! ¡Ven aquí, muchacho!- Echó a andar hacia un lado de la cabaña.
Patrice sintió que un grito animal se le formaba en la garganta.
- ¡Deja en paz a mi hijo!
Dorman dio media vuelta y sacó un revólver con las manos temblorosas. Patrice lo miró incrédula.
- No sabes lo que estás haciendo, Patrice. No sabes lo que está pasando. Podría haberle pegado un tiro al perro o a Jody y obtener la sangre que necesito. Tal vez habría sido más fácil, al fin y al cabo.
Pero Dorman apenas tenía control sobre sus músculos, y no podía apuntar bien. Patrice no creía que fuera a disparar, de todas formas. Lanzó un grito y saltó por encima de la barandilla del porche, arrojándose contra Dorman. Él retrocedió con una expresión de horror.- ¡No! ¡No me toques!
Pero ella cayó sobre él, tirándole al suelo y haciéndole perder la pistola.
- ¡Jody, corre! ¡No pares!- chilló.
Dorman se agitaba y se retorcía, intentando apartarla a patadas.
- ¡No, Patrice! ¡Aléjate! ¡No te acerques a mí!- Pero ella le atacaba con los puños, con las uñas...
Sin decir una palabra, Jody se internó con el perro entre los árboles.
27
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 13.26 h.

Las ramas de los árboles le arañaban la cara, se enredaban en su pelo, se enganchaban en su camisa, pero Jody seguía corriendo. Las últimas palabras que había oído fue el grito desesperado de su madre: «¡Corre, Jody! ¡No te pares!»
En las últimas dos semanas Patrice le había contagiado su miedo y su paranoia. Habían trazado planes previendo varias situaciones. Jody sabía muy bien que alguien les buscaba, gente con poder, gente peligrosa. Alguien había traicionado a su padre y había quemado el laboratorio.
Su madre y él habían tenido que huir en la noche, habían ido de un lado a otro, durmiendo en el coche, hasta llegar por fin a la cabaña. Su madre le había repetido una y otra vez que no podían confiar en nadie. Y por lo visto se refería incluso a Jeremy Dorman. Jeremy, que había sido como un tío para él, que había jugado con él cada vez que se apartaba unos instantes de su trabajo.
Ahora Jody se movía sin pensar. Había salido por la puerta trasera y había atravesado la pradera en dirección al bosque. Vader se internó entre los árboles delante de él, ladrando, como si quisiera encontrar un camino seguro.
La cabaña no tardó en quedar atrás. Jody giró bruscamente a la izquierda, colina arriba. Saltó sobre un árbol caído y pasó por encima de densos y espinosos matorrales. Las ramas se enredaban en sus pies, pero Jody seguía adelante.
Había explorado varias veces aquellos bosques. Su madre le tenía dicho que no se alejara mucho, pero Jody no obstante se había internado a menudo entre los árboles. Sabía dónde tenía que ir, cómo eludir a sus perseguidores. Conocía algunos lugares secretos del bosque, pero no recordaba ningún escondrijo bastante bueno, bastante seguro. Su madre le había dicho que no dejara de correr.
- ¡Jody, espera!- Era la voz de Jeremy Dorman, pero tenía un tono muy extraño-. Jody, no pasa nada. No voy a hacerte daño.
El chico vaciló un instante, pero siguió corriendo. Vader lanzó un ladrido y pasó bajo otro árbol caído para seguir subiendo por la pedregosa pendiente. Jody trepó tras él.
- Ven aquí, muchacho. Tengo que hablar contigo- gritó Dorman, cerca de la cabaña. Jody sabía que Jeremy acababa de meterse en el bosque, siguiéndole.
Se detuvo un momento. Estaba jadeando y todavía le dolían a veces las articulaciones, donde sentía un curioso hormigueo, como si algunas partes de su cuerpo se hubieran quedado dormidas. Pero aquella molestia no era nada comparado con lo que había sentido antes, cuando la leucemia estaba en su peor momento, cuando hubiera preferido morir para acabar con el dolor. Ahora se sentía bastante sano para seguir avanzando sin esfuerzo. Pero no quería prolongar aquello mucho tiempo. Le picaba la piel y tenía la espalda y el cuello cubiertos de sudor.
Oyó que Dorman se metía entre los árboles rompiendo ramas, alarmantemente cerca. ¿Cómo podía haber corrido tanto?
- Tu madre quiere verte. Te está esperando en la cabaña.
Jody bajó al cauce de un arroyuelo que corría entre rocas y ramas caídas. Dos días atrás se había dedicado a saltar de piedra en piedra y de tronco en tronco para atravesar el arroyo, jugando a no caerse. Ahora corría con todas sus fuerzas. A medio camino resbaló en una piedra cubierta de musgo y metió el pie derecho en el agua helada.
Lanzó una exclamación de sorpresa y siguió adelante. Su madre le había advertido muchas veces que no se mojara los pies, pero ahora Jody sabía que era mucho más importante escapar.
- ¡Jody, ven aquí!- gritó Dorman de nuevo. Parecía más enfadado-. Ven, por favor. Sólo tú puedes ayudarme. Jody, te lo suplico!
Jody saltó a la otra orilla del arroyo, respiró hondo y se agarró a la rama de un pino para salir de la hondonada y echar a correr. Tenía una punzada en el costado que se le extendía a los riñones y el estómago, pero se la apretó con la mano y siguió adelante. Jody no sabía lo que estaba pasando, pero confiaba en su miedo y en la advertencia de su madre, y no pensaba permitir que Jeremy Dorman le atrapara.
Se detuvo un momento jadeando detrás de un árbol y se quedó escuchando. En la pendiente, al otro lado del arroyo, vio la figura de Jeremy Dorman y su camisa hecha jirones. Se miraron a los ojos desde la distancia entre las sombras del bosque.
Viendo a un completo desconocido tras los ojos de Jeremy Dorman, Jody echó a correr con redobladas fuerzas. Le palpitaba el corazón y jadeaba. Atravesó espinosos matorrales que le impedían el paso. Dorman, detrás de él, no tenía dificultad en avanzar entre los arbustos.
Jody trepó una pendiente, resbalándose sobre las hojas mojadas. Sabía que no podría seguir así mucho tiempo. Dorman no aminoraba el paso.
El chico se metió en una pequeña hondonada llena de hojas secas y piedras cubiertas de liquen. Estaba oculto entre sombras y árboles y sabía que Dorman no podía verle. Tenía la oportunidad de meterse en una húmeda madriguera entre un tocón podrido y una roca.
Se metió en ella, entre ramas y matorrales y se quedó sentado en silencio, con el pecho agitado y el pulso acelerado. Se quedó escuchando a Dorman. A su madre no la oía y temió que estuviera herida en la cabaña. ¿Qué le había hecho Dorman? ¿Qué había sacrificado ella para que él pudiera escapar?
Se oían pisadas, pero Dorman ya no le llamaba. Jody se acordó de cuando jugaban con la consola Nintendo. Habían sido oponentes en mortales carreras por el campo o en paisajes alienígenas. Pero esto era real, y había mucho más en juego que una simple puntuación.
Dorman se acercaba, buscando entre las ramas. Jody seguía en silencio, rezando porque no viera su escondrijo. Vader ladró a lo lejos. Dorman se detuvo y giró en otra dirección. Jody vio entonces su oportunidad e intentó salir, pero al moverse tiró una rama que estaba en precario equilibrio. Dorman se paró de nuevo y luego echó a correr hacia el escondrijo de Jody.
El chico volvió a meterse bajo el árbol caído y se arrastró hasta salir al otro lado de la hondonada. Allí se puso en pie y echó a correr con la cabeza gacha, apartando las ramas del camino mientras Dorman le gritaba. Jody miró atrás un instante para ver la distancia que los separaba. Jeremy alzó la mano, apuntándole, y Jody reconoció la pistola en el mismo momento en que un destello de luz salía del cañón. El estampido resonó en el bosque. A medio metro de la cabeza de Jody estalló un trozo de madera en un pino. ¡Dorman le había disparado!
- ¡Ven aquí ahora mismo, maldita sea!- chilló Dorman.
Jody, ahogando un grito, se alejó entre los densos matorrales. Oyó a Vader ladrar y gemir, como si intentara darle valor. Jody confiaba en su perro mucho más que en Jeremy Dorman. Salió corriendo, agarrándose el costado. Le latía la cabeza y el corazón le martilleaba como el motor de un coche de carreras.
Detrás de él Dorman atravesó el frío arroyo, sin molestarse en pasar por las piedras.
- ¡Jody, ven aquí!
El chico corría desesperado hacia el ladrido del perro.
28
Campiña de Oregón
Viernes, 13.03 h.

El camión se había salido de la carretera y estaba medio volcado en la cuneta, como un extraño monstruo metálico con el espinazo partido. Mulder vio de inmediato que pasaba algo extraño. Aquello no era un simple accidente de tráfico. Aparcada junto al camión había una camioneta Ford roja de la que salió un hombre con un chubasquero en cuanto el oficial Jared Penwick detuvo su coche.
Mulder vio huellas de neumático en la hierba mojada. El camión había dado bandazos sin control antes de detenerse. Comenzaba a caer una fina lluvia. Jared conectó los limpiaparabrisas del coche patrulla e informó por radio de que habían llegado al lugar del accidente.
El hombre de la camioneta se quedó esperando junto a su vehículo mientras el policía se acercaba seguido de Mulder. El viento y la lluvia le agitaban el pelo, pero lo único que podía hacer para mantenerse en calor era abrocharse el abrigo.
- No has tocado nada, ¿no, Dominic?- preguntó Jared.- No pienso acercarme a esa cosa- replicó el otro, mirando a Mulder con suspicacia-. Es asqueroso.
- Éste es el agente Mulder, del FBI- dijo Jared.
- Yo venía por la carretera- comenzó Dominic, sin quitarle a Mulder la vista de encima-, cuando vi el camión.- Lo miró un instante—. Pensé que tal vez había derrapado con la lluvia o que el conductor se había echado a la cuneta para dormir, como hacen a veces. Pero estaba parado en un sitio peligroso, y además no había puesto la señal del triángulo naranja. Pensaba echarle una buena bronca.
Dominic se enjugó la lluvia de la cara y movió la cabeza tragando saliva.
- Pero cuando eché un vistazo a la cabina... Dios mío, no he visto nunca nada igual.
Mulder se acercó a ver el camión. Se agarró a la puerta del conductor y subió con cuidado en el escalón. El camionero estaba desplomado con los brazos abiertos, las piernas levantadas y las rodillas atascadas bajo el volante, como una cucaracha muerta con una rociada de insecticida.
El hombre tenía la cara desencajada e hinchada, llena de bultos, y la boca abierta. El blanco de sus ojos aparecía nublado y gris, cubierto por una telaraña de venas rotas. Por toda su piel se veían manchas moradas y negruzcas, como el pelaje de un leopardo, como si su sistema vascular hubiera sufrido un bombardeo en miniatura.
La ventanilla del camión estaba cerrada. La lluvia seguía cayendo sobre la cabina y en el asiento del copiloto. El parabrisas estaba nublado por dentro. A Mulder le pareció ver que del cuerpo emanaba un fino vapor.
Todavía apoyado en el escalón de la portezuela, se volvió hacia el policía, que le miraba con curiosidad.
- Informe de la matrícula y los datos del vehículo- dijo Mulder-. A ver si podemos averiguar quién era este tipo y adonde iba. Era inquietante encontrar otro cadáver como aquél tan cerca de la posible localización de Patrice y Jody Kennessy, tan cerca de donde Scully había ido a buscarlos.
El policía se acercó a echar un vistazo por la ventanilla.
- Es horrible- comentó-. ¿Qué le habrá pasado?
- Nadie debería tocar el cadáver hasta que vengan más refuerzos- dijo Mulder-. El forense de Portland ya se ha encontrado con un caso similar. Deberíamos llamarlo, puesto que sabrá qué hacer.
El policía vaciló, como si quisiera hacer muchas más preguntas, pero finalmente se acercó a su coche para hablar por radio. Mulder rodeó el camión y vio que la cabina se había desplazado a la derecha, haciendo que el vehículo casi se plegara. Los troncos seguían bien atados con cadenas a la plataforma del camión.
El conductor debió de sufrir convulsiones, pero por suerte había levantado el pie del acelerador. El largo camión se había detenido en la pendiente sin estrellarse contra un árbol o caer por un precipicio.
Mulder se quedó mirándolo mientras la lluvia arreciaba. Notó que le corrían por la espalda hilillos de agua y se cerró el cuello del abrigo con un estremecimiento.
Bajó luego a la cuneta, chapoteando con los pies en el agua y con las hierbas hasta la rodilla. Ya que estaba totalmente empapado, le daba igual que siguiera lloviendo. Entonces vio que la portezuela del copiloto estaba abierta y se detuvo a considerar las distintas posibilidades. Podía haber habido alguien más en la cabina, tal vez un autoestopista. ¿Y si se trataba del portador de aquel agente biológico mortal?
Mulder se acercó con cautela, mirando tras él los árboles, las altas hierbas, preguntándose si vería otro cadáver, el cuerpo de un pasajero que hubiera sufrido similares convulsiones pero hubiera logrado salir del camión para morir fuera. Pero no vio nada. La lluvia seguía arreciando.
- ¿Qué ha encontrado, agente Mulder?- preguntó el oficial Penwick.
- Todavía estoy mirando. Quédese donde está.
- El forense de Portland viene para acá con refuerzos. Dentro de poco vamos a tener aquí todo un equipo.- El policía se volvió para seguir hablando con el conductor de la camioneta.
Mulder terminó de abrir con cuidado la portezuela del camión, que lanzó un chirrido metálico, y se asomó. El camionero parecía todavía más doblado y retorcido desde esa perspectiva. El vapor condensado había formado un halo en el parabrisas. El aire olía a humedad, pero sin el hedor rancio de la muerte. El cadáver no llevaba allí mucho tiempo, a pesar de su espantosa condición.
Pero lo que más despertó su interés fue el asiento del pasajero. Se veían hilos y jirones de tela, como si hubieran roto una camisa, y varios regueros de una sustancia viscosa y traslúcida pegada a la tapicería. Era una especie de mucosa coagulada, parecida a la que aparecía en el cadáver del vigilante.
Mulder tragó saliva. No quiso acercarse más ni tocar nada. Aquello era lo mismo que habían visto en el depósito de cadáveres. Estaba seguro de que aquel agente letal, aquella extraña toxina, era el resultado de las investigaciones de Kennessy. Tal vez el desafortunado camionero había recogido a alguien y se había infectado. Cuando el camión se estrelló y el conductor murió, el misterioso pasajero se habría escapado.
Pero ¿dónde había podido ir?
Mulder vio algo que parecía un papel debajo del asiento. Al principio pensó que era el envoltorio de una chocolatina o algo parecido, pero al cabo de un momento se dio cuenta de que era una fotografía, doblada y medio escondida entre las sombras. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y se inclinó con cuidado de no tocar los residuos de mucosa. Era arriesgado, pero se sentía impulsado a coger la foto. Por fin la alcanzó con el bolígrafo. Tenía los bordes rodeados de hilachos, como si se hubiera caído del bolsillo de una camisa durante una violenta pelea.
Le dio la vuelta con el bolígrafo. A pesar de no haber visto nunca la foto, Mulder reconoció los rostros de una mujer y un muchacho. Él mismo había estado enseñando otras fotos de ellos a cientos de personas en los últimos días.
Aquello significaba que el misterioso pasajero, el misterioso portador de la peste nanotecnológica, estaba también relacionado con Patrice y Jody. Y se dirigía al mismo lugar que Scully.
Mulder no se atrevía a meterse de nuevo el bolígrafo en el bolsillo, de modo que lo tiró al camión y volvió a toda prisa a la carretera. El policía le hacía señas desde el coche patrulla.
- ¡Agente Mulder!
Mulder, mojado y frío, sentía una tensión mucho mayor. Se acercó al policía.
- Hay una estación de servicio unos pocos kilómetros más atrás. Casi nunca está abierta, pero tienen cámaras automáticas de vigilancia. Hace unas horas envié a alguien a repasar las cintas, por si habían captado la imagen del camión al pasar.- Penwick sonrió y Mulder asintió con la cabeza-. Así podremos establecer al menos la hora del suceso.
- ¿Y han descubierto algo?
- Dos imágenes. En una aparece el camión pasando a toda velocidad, a las 10.52 de la mañana. Y pocos minutos antes pasaba un hombre a pie. Hay muy poco tráfico en esta carretera.
- ¿Podría ver una grabación en vídeo?- preguntó Mulder ansioso, metiéndose en el coche patrulla para mirar la pequeña pantalla bajo el salpicadero que conectaba con el ordenador de la central.
- Ya pensé que me la pediría- contestó Penwick, escribiendo algo en el teclado-. Lo tenía aquí... Ah, ahí está.
La primera imagen mostraba el camión pasando por la carretera. Era evidentemente el mismo vehículo que ahora estaba volcado en la cuneta. El reloj digital en la parte inferior de la imagen confirmaba lo que el policía había dicho. Pero Mulder estaba más interesado en otra cosa.
- Déjeme ver al autoestopista, al otro hombre.- Se quedó pensando con la frente arrugada. Si el patógeno nanotecnológico era tan letal como él sospechaba, el camionero no habría durado mucho tiempo de haber estado cerca de él.
La nueva imagen estaba algo borrosa, pero mostraba a un hombre caminando por el embarrado borde de la carretera, impasible al parecer ante la lluvia. Miró directamente a la cámara, a la estación de servicio, como si deseara refugiarse allí. Pero luego prosiguió su camino.
Mulder tenía suficiente. Había visto las fotografías de archivo, los dossiers de los laboratorios DyMar, las fotografías de los dos investigadores supuestamente muertos en el incendio. El hombre era Jeremy Dorman, el ayudante de David Kennessy. Seguía vivo. Dorman podía haber quedado expuesto a alguna sustancia en DyMar, y ahora era portador de un agente que ya había matado al menos a dos personas.
Mulder salió del coche y miró al policía con expresión apremiante.
- Oficial Penwick, tendrá que quedarse aquí para proteger el camión. Es muy peligroso. No permita que nadie se acerque al cadáver, ni siquiera a la cabina sin un equipo adecuado contra la contaminación.- Desde luego, agente Mulder. Pero usted ¿adonde va?
Él se volvió hacia Dominic.
- Soy un agente federal. Necesito utilizar su vehículo.
- ¿Mi camioneta?- preguntó Dominic.
- Tengo que encontrar a mi compañera. Puede estar en grave peligro.- Antes de que Dominic pudiera protestar, Mulder abrió la puerta de la camioneta y tendió la mano-. Las llaves, por favor.
Dominic miró inquisitivamente al policía, pero el oficial Penwick se limitó a encogerse de hombros.
- He visto su placa. Es cierto que es del FBI.- Se caló el sombrero bajo la lluvia-. No te preocupes, Dominic, ya te llevaré yo a casa.
Dominic frunció el entrecejo. Mulder cerró de golpe la portezuela y el viejo motor se puso en marcha con un reconfortante rugido. Luego trasteó con la palanca de cambios.
- ¡Tenga cuidado con mi camioneta!- le gritó Dominic-. No quiero tener que perder el tiempo batallando con la compañía de seguros.
Mulder pisó a fondo el acelerador, confiando en alcanzar a Scully a tiempo.
29
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 13.45 h.

Scully se desorientó entre los sinuosos caminos de tierra, pero tras dar un cauteloso giro en un estrecho camino, encontró por fin el sendero particular que había descrito Maxie en la tienda. No se veía ningún buzón, sólo un poste metálico con un número que debía de designar un punto específico para el control de incendios o la recogida de basuras.
No era más que un camino sin rasgos distintivos trazado entre el denso follaje que subía por un risco y se desvanecía en una hondonada. Aquél era el lugar: la cabaña donde Patrice y Jody Kennessy podían estar secuestrados, o escondidos.
Scully bajó por el camino lo más deprisa que se atrevió, entre charcos de barro y baches. A medida que ascendía por el risco el bosque parecía cernirse sobre ella. Las ramas arañaban los espejos retrovisores.
Cuando coronó la cima, la parte trasera del coche rascó el suelo al empezar a bajar. Delante de ella, en una pradera rodeada de árboles se veía una cabaña solitaria. Un escondrijo perfecto. Aquella modesta casita parecía más invisible y difícil de localizar que el campamento de maquis que habían visitado el día anterior.
Siguió avanzando con cautela y vio un coche sucio de barro aparcado a un lado bajo una chapa de cinc. Era un Volvo, el típico vehículo de un próspero investigador científico, no la vieja furgoneta o el utilitario más propio de la gente que vivía en las montañas.
Se le aceleró el corazón. Parecía el sitio perfecto: aislado, silencioso, ominoso, a muchos kilómetros de distancia de la ayuda más cercana, muy lejos de cualquier teléfono. Cualquiera podía esconderse allí, y cualquier cosa podía pasar.
Detuvo el coche delante de la cabaña y esperó un momento. Era una situación peligrosa. Estaba sola, sin refuerzos. No tenía forma de saber si Patrice y Jody se escondían allí por su propia voluntad o estaban secuestrados, guardados por gente armada.
Por fin salió del coche con el corazón palpitante. Se paró un momento, respiró hondo y llamó a la puerta.
- ¿Hola?
Quienquiera que viviera en la cabaña la habría oído acercarse, tal vez antes de que el coche llegara a la cima del risco. No podía entrar a hurtadillas. Tenía que hacerse notar. Se quedó un momento esperando junto al coche. Sacó la placa de identidad con la mano izquierda mientras con la derecha se tocaba la pistola que llevaba en la cadera. Estaba preparada para cualquier cosa.
Pero sobre todo quería ver a Jody y asegurarse de que recibía la atención médica que necesitaba.
- ¿Hola? ¿Hay alguien?- preguntó en voz alta, apartándose dos pasos del coche.
La cabaña parecía una casa encantada. Las ventanas estaban oscuras, algunas cubiertas con cortinas. No se percibía ningún movimiento en el interior, no se oían ruidos... Y la puerta estaba abierta de par en par. En la cerradura se veía un agujero, astillas... la marca de una bala de pequeño calibre, y era reciente.
Scully miró a la izquierda y vio que alguien yacía entre las hierbas. Se quedó inmóvil, con todos los sentidos alerta, y miró por encima de la baranda del porche. Era una mujer, tumbada boca abajo. Scully echó a correr hacia allí, pero se frenó en seco al reconocer a Patrice Kennessy, con su pelo rubio y sus rasgos afilados. Aunque ahí terminaba todo el parecido.
Scully recordaba a la mujer sonriente de la foto que tantas veces había mirado: con su esposo, un conocido investigador, y su hijo riendo feliz antes de la leucemia. Pero Patrice Kennessy ya no tenía aquella vivacidad. Ahora yacía en la pradera, con la cabeza vuelta hacia Scully y una expresión sombría y desesperada incluso en la muerte. Tenía la piel manchada con numerosas hemorragias subcutáneas, retorcida con espantosos bultos de todas las formas y tamaños. Tenía los ojos cerrados y en los párpados se advertían diminutos mapas de sangre. Las manos estaban tensas como garras, como si hubiera muerto luchando a brazo partido contra algo horrible.
Scully estaba desolada. Había llegado demasiado tarde.
Retrocedió con cuidado de no acercarse al cuerpo. Patrice ya estaba muerta. Ahora lo único que podía hacer era encontrar a Jody, a menos que le hubiera pasado algo. Escuchó el susurro del viento entre los pinos. En el cielo se apilaban nubarrones que constantemente amenazaban lluvia. Oyó algunos pájaros y otros ruidos del bosque, pero el silencio y el abandono de aquel lugar eran opresivos.
Entonces percibió el ladrido de un perro en el bosque, y un momento después el inconfundible estampido de un disparo.
- ¡Ven aquí ahora mismo, maldita sea!- Aunque la voz se oía lejana, se apreciaba el tono amenazador-. ¡Jody, ven aquí!
Scully sacó la pistola y se encaminó hacia los árboles, siguiendo el ruido de las voces. Jody estaba allí, huyendo del hombre que debía de ser portador de la enfermedad, el que había contagiado a Patrice Kennessy.
Tenía que encontrarle antes de que atrapara al chico.
30
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 13.59 h.

Por mucho que Jody corriera, no dejaba a Dorman atrás. El único refugio que se le ocurría era la cabaña, muy lejos ya. No es que fuera muy segura, pero no sabía de ningún sitio mejor. Al menos allí podría encontrar algo con lo que defenderse. Su madre tenía muchos recursos, y él también. Había aprendido mucho de ella los últimos días.
Jody fue avanzando entre los árboles trazando un largo arco, hasta que rodeó la pradera y comenzó a acercarse a la cabaña por detrás. Vader seguía ladrando, a veces corriendo junto a él y otras alejándose, como si quisiera jugar.
A Jody le dolían las piernas como si le clavaran clavos en las rodillas, y la punzada del costado era cada vez peor. Tenía la cara arañada por las ramas y las hojas de pino, pero no le importaban las heridas menores; desaparecerían rápidamente. Notaba la garganta seca y apenas podía respirar.
Seguía avanzando, intentando no hacer ruido. No contaba con ninguna guía, pero se había pasado varias semanas sin otra cosa que hacer que jugar en el bosque, y sabía cómo encontrar la cabaña. Vader le seguiría. Saldrían juntos de aquélla, con su madre, si es que todavía estaba viva.
Por fin vislumbró la casita y la pradera. Se había alejado más de lo que pensaba, pero vio que había otro coche en el camino y sintió una oleada de miedo helado. ¡Alguien más los había localizado! Aunque lograra escapar de Jeremy Dorman y volver a la cabaña, tal vez le estarían esperando allí. ¿O los desconocidos habían venido a ayudarles? No había forma de saberlo.
Pero de momento su peor temor estaba mucho más cerca. Dorman seguía persiguiéndole, cargando entre los árboles y los matorrales como un toro furioso, acortando distancias. Era increíble lo deprisa que se movía, sobre todo con su aspecto de enfermo.
- ¡Jody, por favor! Déjame hablar contigo sólo un momento. No te haré daño.
Jody no malgastó su aliento contestando. Siguió corriendo en dirección a la cabaña, pero de pronto llegó a una abrupta pendiente donde los desprendimientos habían cortado la ladera de la colina. Dos gigantescos árboles se habían desplomado, dejando una grieta en el suelo como una herida abierta.
No había tiempo de dar media vuelta. Dorman se acercaba muy deprisa. El terraplén era demasiado abrupto. Era imposible bajar por allí. Oyó ladrar de nuevo a Vader. El perro estaba a media pendiente, por la parte izquierda del desprendimiento. Tenía el pelaje lleno de hierbajos y cardos. Viendo que no había otra salida, Jody decidió seguirlo. Comenzó a descender por el barranco hundiendo las manos en la fría tierra para agarrarse, sin dejar de oír el ruido de ramas rotas y aplastadas que hacía Dorman, cada vez más cerca.
Jody intentó acelerar el paso. Miró hacia arriba y vio la voluminosa figura de su perseguidor al borde del desprendimiento. Dio un respingo y su mano resbaló. Pisó una piedra suelta que se desprendió como un diente podrido y el muchacho cayó con un grito.
Intentó agarrarse con las manos al suelo, pero su cuerpo resbalaba hacia abajo, tropezando, rodando, cubriéndose de tierra y barro, rodeado de una lluvia de piedras. Mientras caía vio a Dorman al borde del barranco, con las manos tendidas como garras, dispuesto a agacharse y atraparle.
Pero Jody estaba demasiado lejos. Seguía cayendo cada vez más deprisa. Se golpeó el costado y luego la cabeza, pero permaneció consciente, aterrorizado ante la posibilidad de romperse una pierna y no poder seguir corriendo para escapar de Dorman.
Por fin se detuvo al pie de la pendiente al chocar contra uno de los árboles caídos. Las raíces se elevaban en el aire incrustadas de tierra. Tras el fuerte golpe el chico se quedó tumbado jadeando, haciendo un esfuerzo por moverse. Le dolía la espalda.
Vio horrorizado cómo Jeremy Dorman bajaba por la pendiente logrando mantener el equilibrio, desprendiendo tierra y piedras a cada paso. Llevaba el revólver en la mano, amenazando con él a Jody para que no se moviera. De todas formas el muchacho no tenía tiempo de levantarse y correr.
Dorman se detuvo justo por encima de él. Tenía la cara congestionada y su piel parecía agitarse, como un pote de cera hirviendo lentamente. Una expresión de rabia y agotamiento desencajaba sus facciones. El hombre alzó la pistola con las dos manos y apuntó directamente a Jody. Parecía el ojo de un cíclope, una mortal víbora con la boca abierta.
Pero de pronto se le hundieron los hombros y se quedó mirando al chico un momento.
- Jody, ¿por qué me lo has puesto tan difícil? ¿No he sufrido ya demasiado? ¿No has sufrido tú demasiado?- ¿Dónde está mi madre?- preguntó Jody entre jadeos. El corazón le martilleaba en el pecho y sentía el aire helado en los pulmones, como cuchillos. Hizo un esfuerzo por incorporarse, pero Dorman volvió a apuntarle con la pistola.
- Lo único que necesito es un poco de tu sangre, Jody, nada más. Sólo un poco de sangre.
- ¿Dónde está mi madre?- gritó el muchacho.
Una nube atravesó el rostro de Dorman. Los dos se miraban con tanta intensidad que no advirtieron que se acercaba otra persona.
- ¡Alto! ¡FBI!
Dana Scully apareció entre los árboles a cuatro metros de distancia, con la pistola en la mano y los brazos extendidos en una precisa posición de disparo.
- No se mueva- dijo.
Scully había seguido sin aliento los ruidos de la persecución, los ladridos del perro, los gritos furiosos. Cuando por fin vio al hombre que se cernía sobre Jody Kennessy, supo que tenía que evitar que aquel portador de un cáncer vírico letal se acercara más al chico.
Tanto el hombre como el muchacho de doce años la miraron sorprendidos. Una expresión de alivio invadió el rostro de Jody, pero rápidamente se convirtió en suspicacia.
- ¡Tú estás con ellos!- exclamó.
Scully se preguntó qué le habría contado Patrice Kennessy, qué sabía Jody sobre la muerte de su padre y la posible conspiración en torno a las investigaciones de DyMar. Pero su mayor sorpresa fue ver el aspecto del muchacho. Parecía sano, en absoluto consumido ni macilento. Debía de estar en las últimas etapas de una leucemia linfoblástica terminal. Cierto que parecía exhausto, destrozado tal vez por el miedo constante y la falta de sueño, pero desde luego no como un enfermo de cáncer terminal.
Un mes atrás Jody estaba a las puertas de la muerte, y ahora corría vigorosamente por el bosque y aquel hombre había logrado alcanzarle sólo porque el niño había tropezado y se había caído por la pendiente.
El hombre miró a Scully y trató de acercarse a Jody.
- He dicho que no se mueva- dijo ella. Al ver la pistola en su mano, temió que fuera a coger a Jody como rehén-. Deje el arma e identifíquese.
El hombre la miró con tanto asco e impaciencia que Scully sintió un escalofrío.
- Usted no sabe lo que está pasando aquí- dijo él-. No se meta en esto.- Miró con expresión voraz a Jody, que seguía atrapado en el árbol, y luego volvió la cara de nuevo hacia Scully-. ¿O es que también está usted con ellos, como dice el chico? ¿Ha venido a matarnos a los dos?
Antes de que ella pudiera decir nada, una figura negra salió disparada de los matorrales como un ariete y se arrojó contra el hombre que amenazaba a Jody. Scully reconoció de inmediato al perro, el labrador negro que había sido atropellado por un coche y había escapado de la clínica veterinaria para volver con Patrice y Jody.
- ¡Vader!- gritó el chico.
Los labradores no suelen ser perros de ataque, pero Vader debió de notar el miedo y la tensión en el aire. Sabía quién era el enemigo y atacó. El hombre se giró bruscamente con el dedo en el gatillo, pero el perro se le echó encima gruñendo y mordiendo. El hombre lanzó un grito y alzó la mano para protegerse. El estampido del disparo resonó en el silencio de la montaña.
En lugar de alcanzar a Jody en la cabeza, la bala del calibre 38 se le hundió en el pecho. El impacto provocó una rociada de sangre y estampó su delgado cuerpo contra el árbol caído, como si hubieran tirado de él con una cuerda. Jody gritó y se deslizó por el tronco. Vader arrojó al suelo al hombre, mordiéndole furioso la cara, el cuello. Scully se acercó corriendo al muchacho y se arrodilló para cogerle la cabeza.
- ¡Dios mío!
Jody parpadeó con expresión atónita y escupió la sangre que le manaba de la boca.
—Estoy muy cansado —masculló.
Ella acarició el perro, incapaz de abandonarle para salvar al hombre que le había disparado. El perro seguía atacándole, gruñendo, hundiendo el morro en su cuello, desgarrándole los tendones. La sangre empapaba el suelo. El hombre dejó caer la pistola humeante y golpeó al labrador en las costillas, intentando acabar con él. Pero cada vez estaba más débil.
Scully miró la mancha escarlata que había surgido en el centro del pecho de Jody. Un charco de sangre se formaba en torno a un limpio agujero. Por el lugar de la herida, supo que no le servirían de nada unos sencillos primeros auxilios.
- Oh, no.- Rasgó la camisa de Jody y miró la herida. La bala había penetrado en el pulmón izquierdo y tal vez hubiera alcanzado el corazón. Era una herida mortal. El muchacho no sobreviviría.
El rostro de Jody se tornó pálido y grisáceo. Estaba inconsciente. La sangre seguía manando del agujero de bala.
Scully dejó de lado sus sentimientos por él y adoptó una actitud de emergencia médica. Se inclinó para poner la mano sobre la herida y presionó para detener la hemorragia. Oía al perro atacar al hombre, un ataque furioso, una venganza personal, como si aquel hombre le hubiera hecho mucho daño alguna vez. Pero ella se concentró en el muchacho. Tenía que detener la hemorragia de la herida.
31
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 14.20 h.

Scully contempló atónita la carnicería. El tiempo pareció detenerse en el bosque cargado de olor a sangre y pólvora. Los pájaros y la brisa quedaron silenciosos.
Vaciló sólo un instante antes de volver a pensar como un agente federal. Después de ajustar bien el improvisado vendaje sobre la herida mortal del muchacho, se acercó al perro, que todavía atacaba al hombre caído, y lo cogió por el pelaje del cuello. La ensangrentada víctima yacía entre convulsiones cubierta de barro, hojas y ramas.
Tiró del perro para apartarlo. El animal seguía gruñendo y Scully se dio cuenta del peligro que corría acercándose a un animal furioso que acababa de destrozarle el cuello a un hombre, un animal asesino. Pero el labrador obedeció y se quedó sentado. Tenía el morro cubierto de sangre espumosa y miraba fijamente a su víctima con ojos brillantes llenos de rabia. Scully vio sus dientes teñidos de rojo y se estremeció.
El hombre que había disparado a Jody tenía el cuello destrozado y la camisa hecha jirones, como si hubiera estallado desde dentro. Aunque era evidente que estaba muerto, su mano brincaba y se agitaba como una rana en una mesa de disección y su piel se movía como si estuviera viva, como si albergara una colonia de cucarachas. La piel brillaba en algunas partes, húmeda y gelatinosa... como la mucosa que Scully había encontrado en la autopsia de Vernon Ruckman.
También éste tenía manchas oscuras, pero que cambiaban y se desvanecían como hemorragias móviles que estallaban y sanaban. El hombre debía de ser portador de la virulenta enfermedad que había matado a Patrice Kennessy y Vernon Ruckman y probablemente también al camionero que Mulder había ido a investigar. Scully no sabía quién era, pero le resultaba curiosamente familiar. Debía de tener alguna relación con los laboratorios DyMar, con la investigación de David Kennessy y el tratamiento contra el cáncer que había querido desarrollar para su hijo.
Scully miró al perro para ver si también sufría los efectos de aquella peste, pero al parecer la destrucción celular no se transmitía a otras especies. Vader permanecía sentado, sin mover la cola, muy pendiente de su reacción. Lanzó un gemido como desafiándola a reprenderle por lo que había hecho para proteger a su amo.
Ella se volvió hacia Jody, que seguía jadeando y sangrando. Le rompió otro jirón de la camisa y lo apretó contra la herida abierta. Era una herida muy profunda. La bala no había atravesado el cuerpo y estaba alojada en el pulmón o en el corazón. El muchacho no tenía posibilidades de sobrevivir, pero aun así ella hizo todo lo que pudo. Había visto morir a algunos compañeros, a otros heridos, pero con Jody sentía una afinidad única.
El chico también sufría de cáncer terminal. Tanto él como Scully eran víctimas de los caprichos del destino, de la mutación de una célula. Jody ya había recibido una sentencia de muerte de su propio cuerpo, pero Scully no estaba dispuesta a permitir que un trágico accidente le privara de su último mes de vida, o lo que le quedara.
Se sacó del bolsillo el teléfono móvil y con los dedos trémulos teñidos de sangre marcó el número de Mulder, pero no recibió más que ruidos estáticos. Aquellas solitarias colinas no tenían cobertura. Lo intentó tres veces, esperando oír al menos una débil señal, pero no tuvo suerte. Estaba sola.
Pensó en volver corriendo al coche y acercarlo al desprendimiento, para luego llevar a Jody en brazos hasta él. Sería lo más fácil, si es que lograba atravesar con el coche las praderas mojadas y desiguales. Pero eso significaría alejarse de Jody. Scully se miró las manos llenas de sangre, vio el rostro pálido del muchacho y advirtió su débil respiración. No, no le dejaría. Jody podía morir antes de que ella llegara con el coche, y no estaba dispuesta a que muriera solo.
- Pues parece que tendré que llevarte en brazos- dijo, inclinándose para cogerle.
El cuerpo de Jody era delgado y frágil. Aunque parecía haber superado los peores estragos de su terrible enfermedad, todavía tenía que ganar mucho peso. Scully lo levantó sin dificultad. Era una suerte que la cabaña no estuviera lejos.
Vader ladró a su lado, sin querer alejarse. Jody gimió al moverse. Scully intentó no hacerle sufrir más, pero no tenía más remedio que llevarle al coche para luego dirigirse a toda velocidad al hospital más cercano.
Scully dejó atrás el cadáver ensangrentado. El hombre había muerto ante sus propios ojos. Más tarde vendría un equipo técnico a estudiar su cuerpo, así como el de Patrice. Pero aquello sería en un futuro. Ya habría tiempo de atar los cabos sueltos. De momento lo único que importaba era llevar al muchacho a un hospital.
Scully se sentía impotente. Estaba segura de que los primeros auxilios que ella pudiera administrarle, incluso cualquier operación que pudieran practicarle en un quirófano de urgencia, sería demasiado poco, demasiado tarde. Pero se negaba a darse por vencida.
Jody estaba caliente y febril. Increíblemente caliente, de hecho. Pero Scully no podía perder tiempo buscando explicaciones. Echó a andar lo más deprisa posible. El perro la seguía pegado a sus talones, silencioso, preocupado. Jody continuaba sangrando, derramando gotas rojas sobre el suelo del bosque y luego en la pradera en torno a la cabaña. Scully estaba totalmente concentrada en su coche. Tenía que salir de allí, tenía que apresurarse.
Apartó la vista al pasar ante el cadáver de Patrice Kennessy, alegrándose de que Jody no pudiera ver así a su madre. Tal vez ni siquiera sabía lo que le había sucedido.
Cuando por fin llegó al coche dejó al muchacho con suavidad en el suelo y abrió la puerta trasera. Vader se metió dentro de un brinco y lanzó un ladrido, como urgiéndola a darse prisa. Scully puso a Jody en el coche. El vendaje se le había caído, empapado de sangre. Pero la hemorragia casi se había detenido, sorprendentemente. Scully pensó preocupada que aquello podía indicar que el corazón de Jody latía muy débilmente, al borde de la muerte. Apretó más el paño contra la herida y se puso al volante.
Atravesó a toda velocidad el camino de tierra y al coronar el risco volvió a arañar el suelo con la parte trasera del coche, pero esta vez aceleró ignorando toda precaución. La cabaña, las muertes, desaparecieron tras ellos.
Vader miraba por el parabrisas trasero y seguía ladrando.
32
Oficina federal
Crystal City, Virginia
Viernes, 12.08 h.

Cuando sonó el teléfono en el desnudo despacho, Adam Lentz lo cogió de inmediato. Estaba concentrado estudiando mapas y detallados planos cartográficos de la cordillera de Oregón, y se sobresaltó al oír el ruido. Muy poca gente tenía acceso a su número directo, de modo que la llamada tenía que ser importante.
- Diga- contestó, con voz neutra. Oyó la voz al otro lado de la línea y sintió un súbito escalofrío-. Sí, señor. Estaba a punto de enviarle un informe.
De hecho acababa de trazar un cuidadoso mapa de sus investigaciones, una lista de todos los intentos que había realizado, los detectives e investigadores profesionales que peinaban la zona montañosa occidental de Oregón.
- Ya tengo hecha la maleta y reservado un billete. Mi avión sale para Portland dentro de una hora. Voy a dirigir el centro móvil de comando táctico desde allí. Quiero estar en el lugar para encargarme de todo personalmente. Escuchó la contestación al otro lado. No captó disgusto ni desdén en la voz, sólo un muy leve tono de sarcasmo. El hombre no quería un informe oficial. De hecho pretendía evitar que hubiera nada por escrito, de modo que Lentz le hizo un resumen oral de sus progresos en la localización de Patrice y Jody Kennessy y su perro.
Lentz miró los mapas topográficos y recitó con voz plana el punto en que los seis equipos habían concentrado la búsqueda. No hacía falta dar la impresión de que sus esfuerzos fueran desmesurados o extravagantes, sólo competentes.
- Pensábamos que todas las muestras de las nanomáquinas de Kennessy estaban destruidas- dijo finalmente la otra voz con cierto cinismo-. Al menos eso decían sus anteriores informes. Era un objetivo muy importante para nosotros, y me decepciona saber que no se ha logrado. Además, lo del perro ha sido un grave error.
Lentz tragó saliva.
- Pensamos que nuestros esfuerzos habían tenido éxito después del incendio de DyMar. Enviamos equipos de esterilización para que recuperaran cualquier dato que no se hubiera quemado. Encontramos la caja fuerte y la cinta de vídeo, pero nada más.
- Sí- dijo el hombre del teléfono-, pero a juzgar por las condiciones del vigilante muerto, así como de otros cadáveres que se han encontrado, debemos suponer que algunas nanomáquinas están sueltas.
- Las recuperaremos, señor- contestó Lentz-. Estamos haciendo todo lo posible por localizar a los fugitivos. No habrá problema para encontrar al perro. Cuando completemos nuestra misión, le aseguro que no quedará suelta ninguna muestra.
- Así es como debe ser.
- Comprendido, señor. He estrechado el círculo de búsqueda, concentrándome en una zona concreta de Oregón. Mientras hablaba enrolló los mapas, dobló otros documentos y, tras meterlo todo en su maletín, echó un vistazo al reloj. Pronto saldría su avión. Sólo llevaba una maleta de mano y tenía documentos que le permitirían saltarse los habituales controles. Lenz podría aprovecharse de los asientos vacíos que las líneas aéreas están obligadas a reservar para personajes importantes del ejército o el gobierno. Su pase le permitiría moverse a sus anchas sin que quedara constancia escrita de sus planes de viaje o sus movimientos.
- Y una última cosa- dijo la voz-. Ya se lo he mencionado antes, pero se lo repito. Haría usted bien en tener vigilado al agente Mulder. Una parte de su equipo debería encargarse de seguir sus movimientos y escuchar todas sus conversaciones. Cuenta usted con hombres de sobra, pero Mulder tiene un talento especial para... lo inesperado. Si se mantienen cerca de él, tal vez les conduzca al sitio apropiado.
- Gracias, señor- dijo Lentz, mirando de nuevo el reloj-. Tengo que llegar al aeropuerto. Permaneceré en contacto, pero ahora debo coger un avión.
- Y debe realizar una misión- dijo el hombre con tono inexpresivo.
33
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 15.15 h.

La camioneta roja que Mulder había requisado era sorprendentemente manejable. Con sus grandes neumáticos corría como una apisonadora sobre los baches, los charcos y las ramas rotas por la vieja carretera y el tortuoso camino que llevaba a la cabaña. Después de ver el cadáver del camionero y la imagen de Jeremy Dorman, a quien se suponía muerto, en la cinta de vídeo, tenía mucha prisa por encontrar a Scully.
Sin embargo la cabaña estaba silenciosa, abandonada. Mulder salió de la camioneta y vio huellas recientes de neumáticos en el barro. Alguien había llegado en coche y se había vuelto a marchar. ¿Sería Scully? ¿Adonde habría ido?
Cuando vio el cadáver de la mujer en la hierba no tuvo ninguna duda de que se trataba de Patrice Kennessy. Frunció el ceño y se apartó tragando saliva. La había matado la misma enfermedad que al camionero que acababa de ver.
- ¡Scully!
Las manchas de sangre en el suelo eran evidentes, grandes monedas rojas siguiendo un desigual patrón. Mulder echó a correr con la frente perlada de sudor, siguiendo el rastro de sangre que se internaba en el bosque. Ahora veía huellas. Eran de los zapatos de Scully. Y también de las patas de un perro. Se le aceleró el corazón.
Por fin llegó a la pronunciada pendiente cortada por el desprendimiento. Cerca de uno de los árboles caídos Mulder vio a un hombre corpulento con la ropa hecha jirones. Estaba cubierto de sangre y tenía el cuello desgarrado hasta la tráquea. Reconoció al hombre que había visto en las fotos del personal de DyMar y en la cinta de vídeo de la estación de servicio. Era Jeremy Dorman, ahora definitivamente muerto.
Mulder se inclinó para ver de cerca la herida en su cuello. ¿Le habría atacado el perro? La laringe destrozada, el tejido muscular y la piel parecían haberse fundido y estarse alisando, como si alguien lo estuviera sellando con cera. La herida de la garganta estaba llena de mucosa traslúcida que rezumaba de la piel.
En torno a él observó señales de lucha. Por la pendiente habían rodado piedras y barro. Parecía que alguien se había caído mientras le perseguían. Vio también más huellas del perro y de los zapatos de Scully. Y otras huellas más pequeñas que tal vez fueran del niño.
- ¡Scully!- gritó de nuevo, pero sólo le respondieron algunos pájaros y el rumor de los pinos. Mulder se quedó escuchando, pero no oyó nada más.
Entonces el cadáver del suelo se incorporó de golpe, como animado por un muelle, y se agarró al abrigo de Mulder con una mano como una garra. Mulder intentó apartarse con un grito, pero el hombre se le aferraba desesperado.
Sin mudar su cadavérica expresión, Jeremy Dorman alzó el revólver y le apuntó. Mulder le miró la mano, la piel que se movía y se agitaba, tal vez infestada de nanomáquinas, cubierta por una película de moco. Un moco contagioso, portador de la mortífera peste nanotecnológica.
34
Montañas de Oregón
Viernes, 16.19 h.


Estaba a más de ochenta kilómetros de distancia de cualquier hospital, en medio de las montañas, y Scully no sabía exactamente adonde se dirigía. El coche recorría los sinuosos caminos mientras el sol del ocaso relucía entre los árboles cuando las nubes no se cerraban de nuevo sobre él.
Scully debatía a toda velocidad con las pronunciadas curvas en dirección al norte. Los oscuros árboles que flanqueaban el camino pasaban de largo formando un túnel. Vader, en el asiento trasero, gemía inquieto y olisqueaba al muchacho con el morro manchado de sangre y espuma. Scully no había tenido tiempo de limpiarlo.
Recordaba el brutal ataque del perro contra el hombre portador de la peste que había matado a Patrice Kennessy, el hombre que había amenazado a Jody. El animal mostraba una fidelidad y una devoción ciegas hacia su amo.
Antes de marcharse de la cabaña, Scully había comprobado el pulso de Jody. Era débil y su respiración hueca, pero el chico seguía vivo, aferrándose con tenacidad a la vida. Parecía estar en coma. Durante los últimos veinte minutos Jody no había emitido ni un ruido, ni siquiera un gemido. Scully lo miró por el espejo retrovisor.
De pronto un perro salió de entre los árboles y se plantó de un brinco delante del coche. Scully lo vio de reojo, frenó de golpe y dio un volantazo. El perro desapareció de nuevo entre el follaje y ella estuvo a punto de perder el control del vehículo, aunque logró enderezarlo en el último momento. Miró de nuevo por el retrovisor y vio el oscuro perfil del perro que volvía a atravesar el camino.
Jody resolló en el asiento de atrás y la espalda se le curvó en una especie de convulsión. Scully detuvo el coche en mitad del camino y se desabrochó el cinturón de seguridad, temerosa de que el chico hubiera sucumbido por fin a la muerte. Cuando le tocó comprobó que tenía la piel caliente y húmeda de sudor. Estaba ardiendo y tenía los ojos cerrados con fuerza. A pesar de sus conocimientos médicos, Scully no sabía qué hacer.
La convulsión remitió al cabo de un momento y Jody comenzó a respirar con más facilidad. Vader le tocó el hombro con el morro y le lamió la mejilla.
Viendo que el chico se había estabilizado de momento, Scully no quiso perder más tiempo. Puso de nuevo en marcha el coche y salió disparada. Los árboles devoraban las curvas delante de ella. Tenía que concentrarse en la carretera.
El teléfono móvil avisaba en su pequeña pantalla que seguía fuera de servicio. Se sentía totalmente aislada, como los maquis a los que se había unido el tío de Jody. Pero ellos lo habían elegido así, mientras que Scully habría preferido encontrarse en un hospital bien iluminado con muchos médicos y especialistas. Hubiera deseado estar con Mulder, o al menos poder llamarle por teléfono. De pronto Jody se incorporó en el asiento. Parecía aturdido, pero perfectamente sano. Scully estuvo a punto de salirse del camino. Vader ladraba y lamía a su amo brincando encantado y sorprendido encima de él. Scully frenó de golpe y el coche se detuvo junto a un camino sin señalizar.
- ¡Jody!- exclamó-. ¡Estás bien!
- Tengo hambre- dijo él, frotándose los ojos y mirando alrededor. Todavía tenía la camisa abierta y a pesar de la sangre seca, se veía que la herida estaba cerrada.
Scully abrió la puerta del coche y corrió a la parte trasera, donde se inclinó para coger a Jody por los hombros.
- Apóyate bien. ¿Cómo estás?- Le tocó la frente. La fiebre había descendido, pero el chico todavía estaba caliente. Tenía la piel plegada sobre el agujero de bala del pecho, limpia y suave, con apariencia de plástico-. Es increíble.
- ¿Hay algo de comer?- preguntó Jody.
Scully recordó la bolsa de ganchitos de queso que Mulder había dejado en el asiento y fue a por ella. El chico se comió vorazmente los restos, metiéndoselos a puñados en la boca y manchándose de polvillo anaranjado.
Vader se agitaba meneando la cola y pidiendo toda la atención de su dueño, aunque de momento Jody estaba más interesado en comer y se limitaba a acariciar al perro con aire ausente.
Una vez terminados los ganchitos, Jody se inclinó para rebañar la bolsa y Scully vio un destello. Una pieza de metal se le había caído de la espalda con un suave ruido. Scully tendió la mano y Jody se apartó distraído. Ella cogió el trozo de metal: era la bala que estaba alojada en su cuerpo. Le levantó la camisa por la espalda y vio una marca roja, una cicatriz que se desvanecía ante sus propios ojos. Se quedó mirando la bala, perpleja.
- Jody, ¿sabes lo que te ha pasado?
El chico la miró con la cara manchada de polvillo naranja. Vader tenía el morro apoyado en su hombro y parpadeaba con absoluta tranquilidad, encantado de tener de vuelta a su dueño y dispuesto a prestarle toda su atención.
Jody se encogió de hombros.
- Mi padre me hizo una cosa.- Bostezó-. Nanotecno... No, él las llamaba nanomáquinas. Policías biológicos para que me ponga bien de la leucemia. Me hizo prometer que no se lo diría a nadie, ni siquiera a mi madre.
Antes de que Scully pudiera preguntar nada más, el chico bostezó de nuevo y entornó los ojos. Ahora que había comido, le invadía una enorme debilidad.
- Necesito descansar- dijo.
Scully intentó averiguar más cosas, pero el muchacho ya no podía contestar. Pestañeó varias veces pesadamente y con un hondo suspiro se tumbó en el asiento y cayó en un sueño profundo, necesario y reparador para su cuerpo.
Scully se apartó del coche. Le daba vueltas la cabeza. Un constante pitido le recordaba que se había dejado la puerta abierta con las llaves en el contacto. Estaba absolutamente perpleja ante las implicaciones de lo que acababa de contemplar. Mulder ya lo había sospechado, pero ella se había mostrado escéptica, nada dispuesta a creer que la tecnología celular había avanzado tanto. Pero ahora había visto los poderes curativos de Jody Kennessy con sus propios ojos, por no mencionar el hecho de que se había recuperado del terrible cáncer que lo había dejado inválido, débil y esquelético.
Scully se sentó de nuevo al volante. Estaba aturdida y le martilleaba el corazón. Le dolían las articulaciones, pero se dijo que debía de ser de la tensión de los últimos días de dormir en hoteles y viajar, intentando convencerse de que no era un nuevo síntoma de su propio cáncer, una enfermedad resultado tal vez de su secuestro, de las oscuras pruebas a las que le habían sometido, de los experimentos...
Se puso el cinturón de seguridad y cerró la puerta, aunque sólo fuera para que cesara el estúpido pitido. Vader lanzó un suspiro y apoyó la cabeza en el regazo de Jody, golpeando con la cola la portezuela del coche.
Scully se puso en marcha, más despacio esta vez, sin saber adonde ir. David Kennessy había descubierto algo sorprendente. Ahora se daba cuenta de los poderes que debían de estar implicados en el laboratorio DyMar. En principio eran unas instalaciones para la investigación del cáncer subvencionada con fondos federales, y este descubrimiento significaba muchísimo para los millones de personas que enfermaban de cáncer cada año.
Era muy poco ético por parte del doctor Kennessy haber suministrado a su propio hijo un tratamiento poco probado y arriesgado. Como médico, a Scully le indignaba pensar que el doctor había pasado por alto todas las pruebas y tests, los grupos de control, los análisis y los estudios debidos. Pero a la vez entendía su desesperación por hacer algo, cualquier cosa, por tomar medidas poco ortodoxas si ninguna de las tradicionales daba resultado. Al fin y al cabo aquello no era tan diferente de terapias como las de los sanadores, las de la meditación con cristales o varias otras terapias alternativas que probaban los pacientes terminales. Scully había descubierto que a medida que disminuía la esperanza, aumentaba la credulidad. Cuando uno no tiene nada que perder, ¿por qué no intentar cualquier cosa? Y Jody Kennessy había estado al borde de la muerte. Su padre no tenía otra elección. Sin embargo los sanadores o la meditación con cristales no suponían una amenaza para la población, y Scully sabía que los experimentos con la nanotecnología eran muchísimo más arriesgados. Si Kennessy hubiera cometido el más mínimo error al adaptar sus «policías biológicos» al ADN humano, las nanomáquinas podían haber resultado enormemente destructivas en el nivel celular. Los «nanocritters» podían reproducirse y transmitirse de una persona a otra, podían provocar un virulento surgimiento de tumores en personas sanas, modificando el patrón genético.
Pero eso sucedería sólo si las nanomáquinas no funcionaban bien... Y Kennessy había corrido ese riesgo.
Scully apretó la mandíbula y bajó el parasol para no quedar cegada con los reflejos de luz que danzaban entre los árboles.
Después de los cadáveres que Mulder y ella habían visto, era evidente que algo había ido mal. Muy mal.
35
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 16.23 h.

Las heridas del cuello de Dorman habían sanado y un tangible calor emanaba de su cuerpo. El hombre abrió la boca para pronunciar unas palabras, pero de sus cuerdas vocales destrozadas sólo salió un gorgoteo.
- ¡Tire el arma!- susurró por fin, sin voz, haciendo un gesto con su revólver.
Mulder se metió la mano despacio en el bolsillo y tiró la pistola, que cayó al barro y se deslizó hasta detenerse contra un montón de pinaza seca.
- Nanotecnología- dijo, intentando disimular el asombro en su voz-. Se está curando usted mismo.
- ¡Usted está de su parte!- afirmó Dorman con un ronco susurro-. Es uno de ellos.
Soltó el abrigo de Mulder dejando en la tela un rastro de moco que se iba extendiendo, moviéndose por voluntad propia, como una ameba.
- ¿Puedo quitarme el abrigo?- preguntó Mulder, sin querer parecer alarmado.
- Adelante.- Dorman se levantó sin soltar la pisto- la. Mulder se quitó el abrigo, conservando la chaqueta.
- ¿Cómo me ha encontrado? ¿Quién es usted?
- Soy del FBI. Me llamo Mulder. Estaba buscando a Patrice y Jody Kennessy, no a usted. Aunque desde luego me gustaría saber cómo ha sobrevivido al incendio de DyMar, señor Dorman.
- ¡Del FBI!- resopló Dorman con desdén-. Sabía que estaban metidos en la conspiración. Están intentando destruir información, acallar nuestros descubrimientos. Pensaban que yo estaba muerto, pensaban que me habían matado.
En otras circunstancias, Mulder se habría echado a reír.
- Jamás me han acusado de formar parte de una conspiración. Le aseguro que jamás había oído hablar de usted ni de David Kennessy o los laboratorios DyMar antes del incendio.- Hizo una pausa-. Usted está contaminado con algo salido de las investigaciones de Kennessy, ¿no?
- ¡Yo soy el resultado de esa investigación!- exclamó Dorman.
Algo se movió en su pecho bajo los jirones de su camisa. Dorman dio un respingo y casi cayó doblado. Mulder vio unos bultos que se agitaban como serpientes, tumores de un extraño color aceitoso que se movían bajo la piel y que luego se calmaron y volvieron a hundirse en la masa muscular.
- Pues parece que la investigación todavía necesita perfeccionarse- comentó.
Dorman le hizo señas con la pistola para que se diera la vuelta.
- ¿Tiene coche?
Mulder asintió, pensando en la camioneta.
- Bueno, algo así.
- Vamos a salir de aquí. Tiene que ayudarme a encontrar a Jody, o por lo menos al perro. Están con... con la mujer. Me dejó aquí creyendo que estaba muerto.
- Considerando el estado de su cuello, me parece una suposición muy razonable- dijo Mulder, aliviado al oír que Scully había estado allí, que seguía viva.
- Usted me va a ayudar, agente Mulder. Es la única forma de que pueda encontrarles.
- ¿Para poder matarles como mató a Patrice Kennessy, al camionero y al vigilante de seguridad?
Dorman dio otro respingo, presa de una convulsión.
- No quería matarles, pero no tuve más remedio. Y si no me ayuda, haré lo mismo con usted. No intente tocarme.
- Créame, señor Dorman- Mulder le miró las heridas cubiertas de moco-, lo último que se me ocurriría en esta vida es tocarle.
- No quiero hacer daño a nadie- afirmó Dorman con el rostro desencajado de angustia-. Yo no planeé nada de esto. Pero cada vez es más difícil no herir a nadie. Si pudiera conseguir un poco de sangre, preferiblemente la del niño, aunque la del perro también serviría, nadie más saldrá perjudicado y yo me pondré bien. Es así de sencillo.
Por una vez Mulder mostró su escepticismo. Sabía que habían utilizado al perro para realizar experimentos, pero ¿qué tenía que ver el chico con todo aquello?
- ¿Qué logrará con eso? No lo entiendo.
Dorman le miró con absoluto desdén.
- Por supuesto que no lo entiende, agente Mulder.
- Pues explíquemelo. Usted lleva en su cuerpo esas nanomáquinas, ¿no es así?
- David las llamaba «nanocritters».
- El perro también las lleva en la sangre- adivinó Mulder-. Unas nanomáquinas desarrolladas por David y Darin Kennessy para curar el cáncer de Jody.
- Y parece ser que los nanocritters de Jody funcionan bien.- Dorman le miró con ojos brillantes-. Ya se ha curado de la leucemia.
Mulder se quedó petrificado entre el denso ramaje del bosque, intentando asimilar la nueva información.
- Pero... si el perro y el chico están infectados, si el perro se ha recobrado de sus heridas y Jody está sano... ¿Por qué está usted así? ¿Por qué la gente muere con sólo tocarle?
- ¡Porque sus nanocritters funcionan a la perfección!- casi gritó Dorman-. A diferencia de los míos.- Hizo un gesto a Mulder para que echara a andar hacia la cabaña, donde tenía aparcada la camioneta-. No tuve tiempo. El laboratorio estaba ardiendo y yo iba a morir, como David. ¡Me traicionaron! Cogí... lo único que encontré a mano.
Mulder se volvió para mirarle con gesto de sorpresa.
- Usted utilizó una generación anterior de nanocritters, unas máquinas que no estaban del todo probadas. Se las inyectó para poder sanar y escapar mientras todos pensaban que había muerto.
- El perro fue nuestro primer éxito auténtico. Ahora me doy cuenta de que David debió de llevarse de inmediato una muestra de nanocritters vírgenes para inyectársela en secreto a su hijo. Jody estaba a punto de morir de leucemia, de modo que no tenía nada que perder. Dudo que Patrice lo supiera siquiera. Pero hoy he visto a Jody, y está curado. Está sano. Los nanocritters han funcionado a la perfección en su cuerpo.- La piel de Dorman se ondulaba y se agitaba bajo la tenue luz del bosque.
- A diferencia de los suyos- señaló Mulder.
- David estaba paranoico y no quería dejar nada valioso al alcance de cualquiera. Por lo menos eso sí que lo había aprendido de su hermano. Yo sólo tuve acceso a lo que quedaba en el almacén criogénico. Algunos de nuestros prototipos habían poducido resultados... alarmantes. Debí tener más cuidado, pero el laboratorio estaba en llamas. Una vez en mi organismo, las máquinas se reprodujeron y se adaptaron a mi código genético, a la estructura de mis células. Pensé que daría resultado.
Mulder intentaba calibrar todas las posibilidades.
- De modo que DyMar fue bombardeado porque alguien había averiguado lo que estaban investigando allí y no quería que la nanotecnología siguiera adelante. No querían que David Kennessy la probara con su perro o su hijo.
- La cura para todas las enfermedades, la posibilidad de la inmortalidad... ¿Por qué no iban a quererla para ellos solos? Pretendían llevar las muestras a un laboratorio oculto donde proseguirían con el trabajo en secreto- prosiguió Dorman sin aliento-. Yo iba a estar al cargo de las nuevas investigaciones, pero esa gente decidió matarme a mí también.
Volvió a hacer un gesto con el revólver y Mulder siguió avanzando con cautela. Comenzaba a comprender.
Los prototipos de nanocritters se habían adaptado al ADN de los primeros animales de laboratorio, pero cuando Dorman se los inyectó él mismo, los exploradores celulares tuvieron que adaptarse a un código genético totalmente distinto, con lo cual los policías biológicos se encontraron con instrucciones contradictorias. Este cambio drástico debió volver totalmente locas a esas máquinas, que ya eran inestables.
- De modo que los prototipos de nanocritters tienen conflictos de programación- aventuró Mulder-. Cuando alcanzan a una tercera persona, una nueva estructura genética, enloquecen todavía más. Eso es lo que provoca esta variante vírica de cáncer cada vez que usted toca a alguien. Se produce un colapso del sistema nervioso que se extiende como el fuego por el cuerpo.
- Si eso es lo que usted cree...- masculló Dorman-. Lo cierto es que no he tenido mucho tiempo para realizar pruebas.
Mulder arrugó el ceño.
- ¿Es esa mucosa la sustancia portadora de las nanomáquinas?- preguntó, señalando el cuello de Dorman, que relucía de baba.
El otro asintió.
- Está infestada. Si alguien toca el fluido portador, las nanomáquinas penetran rápidamente en su cuerpo. La destartalada camioneta roja estaba en medio del camino, justo delante de ellos. Cuando pasaron de largo el cadáver de Patrice Kennessy, Dorman tuvo mucho cuidado de no tocarlo.
- Y a usted le pasa lo mismo que a sus víctimas- dijo Mulder-. Pero mucho más despacio. Su cuerpo se está destruyendo, y cree que la sangre de Jody le salvará de alguna manera.
Dorman suspiró. Le quedaba muy poca paciencia.
- Los nanocritters que él lleva son completamente estables. Eso es lo que necesito. Están funcionando bien, sin errores contradictorios como los míos. Las nanomáquinas del perro también son buenas, pero las de Jody ya están adaptadas al cuerpo humano.
Dorman respiró hondo y Mulder se dio cuenta de que el hombre no tenía razones para creer su propia teoría, simplemente esperaba contra toda esperanza que sus especulaciones fueran ciertas.
- Si consigo una transfusión de nanocritters estables, serán más fuertes que los míos. Los reemplazarán y les ofrecerán una nueva programación.- Miró intensamente a Mulder, como si quisiera cogerle por los hombros-. No pido tanto.
Cuando llegaron a la camioneta, Dorman ordenó a Mulder que sacara las llaves.
- Están en el contacto.
- Vaya, qué confiado.- La camioneta no es mía- explicó Mulder vacilante, intentando decidir qué hacer a continuación.
Dorman abrió de golpe la portezuela.
- Muy bien, vamonos.
Se acomodó en el asiento, lo más lejos posible del volante, para evitar el contacto.
- Tenemos que encontrarles.
Mulder puso el motor en marcha, atrapado en el mismo vehículo con el hombre cuyo contacto causaba la muerte instantánea.
36
Puesto del centro móvil
de comando táctico
Distrito de Oregón
Viernes 18.10 h.

Adam Lentz y su equipo de profesionales seguían las pistas que iban dejando los fugitivos como huellas lodosas en un blanco manto de nieve. Lentz no conocía a los miembros de su equipo por sus nombres, pero no albergaba dudas con respecto a su cualificación y sabía que habían sido elegidos especialmente para aquella misión y otras similares. Aquellos hombres podían manejarse solos, pero Lentz quería estar presente para vigilarlos, para intimidarlos y para poder llevarse el mérito cuando todo acabara.
En su línea de trabajo, jamás obtenía ascensos oficiales, premios ni trofeos. De hecho sus logros ni siquiera se traducían en subidas de salario, aunque el dinero no era problema para él. Tenía muchas fuentes de ingresos.
Había llegado a Portland en un vuelo discreto y profesional. Le habían recibido en el aeropuerto para llevarle al primer punto de encuentro, el lugar desde donde había llamado un agente de la policía local. Allí ya se habían congregado otros miembros del grupo.
La furgoneta con el equipo de alta tecnología llegó escoltada por un sedán negro. Por las puertas salieron hombres de traje negro y corbata y se dirigieron al camión que se había salido de la carretera, según habían informado por radio.
El oficial de policía Jared Penwick no se había movido del lugar de los hechos. Junto a él, sentado en el coche patrulla, había un anciano con una gorra roja y un chubasquero. Parecía sombrío y preocupado.
Los hombres trajeados mostraron sus placas y se presentaron como agentes del gobierno federal. Todos iban armados y se movían con presteza como unidad.
De la furgoneta salieron varios hombres ataviados con equipos anticontaminación que parecían trajes espaciales, armados de bolsas de plástico y tanques de desinfectante. Uno de ellos llevaba un lanzallamas.
- ¿Qué está pasando aquí?- preguntó el agente Penwick.
- Somos el equipo oficial de limpieza- contestó Lentz, sin molestarse siquiera en sacar su placa-. Le agradeceríamos su plena colaboración.
Lentz se quedó atrás, evitando el riesgo de contaminación, mientras los miembros del equipo abrían la puerta del camión y envolvían a la víctima en plásticos. Fumigaron con densa espuma y ácido y rápidamente prepararon al camionero, doblándole los brazos y las piernas para poder envolverlo como una oruga en un capullo.
El policía lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
- Oigan, no pueden...
—Estamos haciendo esto para eliminar todo peligro de contaminación. ¿Han abierto usted o este caballero- señaló con la cabeza al hombre del chubasquero- la cabina del camión?
- No, pero con nosotros venía un agente del FBI, un tal Mulder. Supongo que será uno de los suyos. Lentz no dijo nada.
- Mulder requisó la camioneta de este hombre- prosiguió Penwick-. Dijo que tenía que ir a buscar a su compañera, por algo que tenía que ver con esta situación. Llevo aquí esperándole...- Se miró el reloj-, casi una hora.
- A partir de ahora nosotros nos encargaremos de todo. No se preocupe.- Lentz se apartó y se cubrió los ojos. El hombre del lanzallamas había vertido gasolina en la cabina del camión, que estalló en llamas con un rugido.
- ¡Me cago en la leche!- exclamó el viejo del chubasquero, cerrando de golpe la portezuela del coche mientras una oleada de calor caía sobre ellos y levantaba nubes de vapor de la hierba húmeda y el asfalto.
- Más vale que se aparte- le dijo Lentz al policía-. El depósito puede explotar en cualquier momento.
El resto de los miembros del equipo había metido el cadáver del camionero en una cámara esterilizada dentro de la furgoneta oficial. En cuanto ellos entraran se quitarían los trajes y los quemarían también.
El camión ardía como una enorme antorcha en la tarde lluviosa. El depósito de gasolina explotó con un estruendo ensordecedor y todos se agacharon a tiempo de evitar la metralla. Luego volvieron al trabajo.
- Ha mencionado usted al agente Mulder- dijo Lentz-. ¿Sabe dónde ha ido?
- Desde luego- contestó Penwick, todavía aturdido por el fuego y perplejo por la eficiencia con la que aquellos hombres habían destruido todas las pruebas. Las llamas todavía crepitaban arrojando un humo negro que olía a gasolina, productos químicos y madera mojada.
El agente de policía indicó a Lentz cómo llegar a la cabaña de Darin Kennessy. Lentz lo memorizó todo sin tomar notas.
Un rastro de huellas lodosas en un blanco manto de nieve... Los hombres volvieron al sedán negro mientras el resto del equipo cerraba la furgoneta.
- ¡Eh!- le gritó a Lentz el viejo del chubasquero, saliendo del coche patrulla-. ¿Cuándo me devolverán mi camioneta?
Aunque la imagen de Mulder conduciendo una destartalada camioneta le parecía divertida, Lentz no mostró ninguna expresión.
- Haremos todo lo posible, señor. No tiene que preocuparse.
Lentz subió al sedán y todo el equipo partió en dirección a la cabaña de Kennessy.
37
Carreteras secundarias de Oregón
Viernes, 18.17 h.


Jody se despertó de nuevo con un suspiro. Estaba descansado, curado del todo... y dispuesto a hablar.
- ¿Usted quién es?- preguntó, sobresaltándola de nuevo. Vader jadeaba feliz junto a él, como si el mundo fuera estupendo de nuevo.
- Me llamo Dana Scully- dijo ella, sin apartar la vista de la oscura carretera-. Puedes llamarme Dana. He venido a buscarte. Quería llevarte a un hospital antes de que tu cáncer empeorara.
- No necesito ir al hospital- dijo Jody con tono categórico-. Ya no iré más.
- ¿Y por qué no necesitas ir al hospital? He visto tu ficha médica, Jody.
- Antes estaba enfermo de cáncer.- El chico cerró los ojos, intentando recordar-. Leucemia linfoblástica aguda, lo llamaban. Mi padre decía que tenía muchos nombres, pero que era cáncer en la sangre.
- Eso significa que las células de tu sangre están enfermas- dijo Scully-. No funcionan bien y matan a las células sanas.- Pero ahora estoy bien, o casi- afirmó Jody con seguridad. Acarició a Vader en la cabeza y luego lo abrazó. El perro estaba encantado.
Aunque Scully sospechaba las respuestas, todavía le costaba asimilar los datos. Jody de pronto la miró con suspicacia.
- ¿Usted está con esa gente que nos persigue?- preguntó-. ¿Era de usted de quien mi madre tenía tanto miedo?
- No. Yo quería salvaros de esa gente. Ha sido muy difícil encontrarte, Jody. Tu madre supo esconderte bien.- Scully se mordió el labio, sabiendo cuál era la siguiente pregunta.
Jody miró en torno a él, como si de pronto se diera cuenta de dónde estaba.
- ¿Qué le ha pasado a mi madre? ¿Dónde está? Cuando vino Jeremy mi madre me dijo que saliera corriendo.
- ¿Jeremy?- preguntó Scully.
- Jeremy Dorman, el ayudante de mi padre. Creíamos que había muerto también en el incendio, pero sobrevivió. Lo que pasa es que estaba muy raro. Decía que necesitaba sangre mía.- Jody agachó la cabeza y tragó saliva, acariciando al perro con aire distraído-. Jeremy le hizo algo a mi madre, ¿no?
Scully respiró hondo y aminoró la velocidad. No quería que la distrajeran las curvas o los baches mientras le decía a Jody que su madre había muerto.
- Creo que ella intentó protegerte- dijo-, pero ese hombre que fue a por ti...- Hizo una pausa, intentando encontrar las palabras adecuadas-. Bueno, está muy enfermo. Tiene una extraña enfermedad. Fuiste muy listo al no dejar que te tocara.
- ¿Y mi madre cogió la enfermedad?
Scully asintió con la cabeza, siempre con la vista al frente.- Sí.
- Yo no creo que fuera una enfermedad- dijo Jody con valentía-. Yo creo que Jeremy también tenía nanocritters en la sangre. Los robó del laboratorio, pero los suyos no funcionan bien. Sus nanocritters matan.
- ¿Por eso te perseguía?- preguntó Scully, impresionada por la inteligencia y el valor del muchacho después de su terrible aventura. De todas formas su historia parecía demasiado fantástica, aunque después de lo que ella había visto, también era difícil pensar que se la estaba inventando.
Jody suspiró y sus hombros se hundieron.
- Yo creo que esa gente también lo debe de perseguir a él. Los dos llevamos las únicas muestras que quedan. Seguro que hay gente que no quiere que las muestras anden sueltas.
Ella miró por el retrovisor y vio sus ojos brillantes. El chico parecía aterrorizado. Scully pensó en el cáncer que le devoraba. Jody se enfrentaba a un destino similar al de ella, pero mucho más arriesgado.
- ¿Usted cree que soy una amenaza, Dana? ¿Van a morir otras personas por mi culpa?
- No. Yo te he tocado y estoy bien. Y a ti no te va a pasar nada.
El chico no contestó. Era difícil saber si sus palabras le habían tranquilizado.
- Jody, ¿qué te contó tu padre de esos nanocritters?
- Me dijo que son policías biológicos que recorrerían mi cuerpo buscando las células malas y arreglándolas de una en una. Los nanocritters también pueden protegerme cuando me hago daño.
- Como cuando te disparan- dijo Scully.
Se daba cuenta de que si las nanomáquinas eran capaces de curar una leucemia avanzada, una herida de bala debía de ser pan comido para ellas. Podían detener sin esfuerzo la hemorragia, tapar agujeros, cerrar la piel. Pero sanar una leucemia aguda era una tarea muchísimo más complicada. Los policías biológicos tenían que inspeccionar billones de células del cuerpo de Jody y efectuar una reestructuración masiva. Era la diferencia entre una tirita y una vacuna.
- No me va a llevar al hospital, ¿verdad?- preguntó Jody-. No puedo aparecer en público. Nadie puede saber mi nombre.
Scully se quedó pensativa. Le hubiera gustado poder hablar con Mulder. Si la nanotecnología de Kennessy funcionaba, como ella estaba viendo con sus propios ojos, Jody y su perro eran lo único que quedaba de las investigaciones. Todos los demás datos habían sido sistemáticamente destruidos, pero sus dos pasajeros eran portadores vivientes de los nanocritters. Era posible que alguien quisiera matarlos.
Podía ser un gran error llevar al chico a un hospital. Scully sabía que en ese caso Jody y Vader no tardarían en caer en manos de los hombres que habían destruido DyMar. Scully no podía permitir que capturasen al muchacho y borrasen todo vestigio de su identidad. Se sentía demasiado identificada con él.
- No, Jody- dijo-. No te preocupes. Conmigo estás a salvo.
38
Carreteras secundarias de Oregón
Viernes, 18.24 h.


Mientras la camioneta siguiera avanzando bajo la creciente oscuridad, Mulder al menos no tenía que mirar a Jeremy Dorman, no tenía que ver las espantosas ondulaciones y agitaciones de su piel.
Tras un largo período de inquietud y dolor apenas contenido, Dorman parecía estar cayendo en la inconsciencia. Era evidente que el hombre estaba angustiado. No le quedaba mucho tiempo de vida. Su cuerpo dejaría de funcionar después de sufrir daños tan graves. Si Dorman no conseguía pronto ayuda, moriría.
Pero Mulder no sabía hasta qué punto creer su historia. ¿En qué medida había sido responsable del desastre de DyMar?
Dorman abrió pesadamente los ojos y se incorporó de un brinco al ver la antena del teléfono móvil de Mulder, que asomaba del bolsillo de su chaqueta.
- ¡Un teléfono! ¡Tiene un teléfono móvil!
Mulder pestañeó.
- ¿Qué pasa con mi teléfono?- Utilícelo. Llame a su compañera. Así los encontraremos.
Hasta ahora Mulder había evitado acercar aquel monstruo a Scully o el chico inocente que estaba con ella, pero ahora no veía cómo seguir posponiéndolo.
- Coja el teléfono, Mulder- gruñó Dorman con tono amenazador-. Ahora mismo.
Mulder sostuvo el volante con una mano, dando bandazos para mantener el rumbo en la tortuosa carretera. Sacó la antena del teléfono con los dientes y con cierto alivio vio que la pantalla todavía indicaba FUERA DE SERVICIO.
- No puedo llamar- dijo Mulder, enseñándole el teléfono-. Estamos muy lejos de cualquier antena o estación y no hay cobertura.- Respiró hondo-. Créame, señor Dorman, ya he intentado llamarla muchas veces.
El hombre se desplomó contra la puerta del coche y borró con el dedo una mancha imaginaria en la ventanilla, dejando un rastro de mucosa traslúcida en el cristal.
Mulder no apartaba los ojos de la carretera. Dorman le miró con los ojos muy brillantes.
- Jody me ayudará. Sé que me ayudará.- Los árboles pasaban de largo en el ocaso-. Éramos amigos. Yo era como un tío adoptivo. Jugábamos juntos, charlábamos. Su padre siempre estaba ocupado y el imbécil de su tío los mandó a todos al infierno después de aquella discusión con David y se fue a esconder la cabeza en el suelo. Pero Jody sabe que yo nunca le haría daño. Tiene que saberlo, por más cosas que hayan pasado.
Señaló el teléfono que yacía en el asiento entre ellos.
- Inténtelo otra vez, Mulder. Llámela, por favor.
A Mulder le conmovió la sinceridad y desesperación en la voz de Dorman. Cogió el móvil de mala gana, sin ninguna esperanza de que funcionara. Marcó el número y, para su sorpresa, el teléfono sonó.
39
Puesto de comando móvil
del equipo táctico
Distrito de Oregón
Viernes, 18.36 h.

Los dos vehículos recorrían uno tras otro el barrizal. Lentz no podía creer que hubieran pasado por alto hasta entonces la evidente relación. Anteriormente había inspeccionado calladamente el enclave de maquis al que había ido a ocultarse Darin Kennessy. Pero Patrice no estaba allí. Tampoco había señales del perro ni del muchacho.
No, Patrice no había ido con Darin, sino que se había escondido en aquella remota cabaña que nadie conocía. Lentz había estado tan obsesionado siguiendo la pista de los maquis que no había localizado aquel escondrijo durante su búsqueda por ordenador. Sí, aquella cabaña era el lugar ideal para Patrice y su hijo.
Pero parecía que alguien los había encontrado antes. Los hombres salieron de los vehículos, esta vez armados hasta los dientes con rifles automáticos y lanzagranadas que apuntaron hacia la silenciosa casita.
Se quedaron esperando. No se percibía movimiento, ni dentro ni fuera. Los hombres del equipo parecían un ejército de soldados de plástico congelados para siempre en posición de ataque.
—Acérquense más —indicó Lentz sin levantar la voz. Sus palabras se oyeron claramente en el aire quieto y húmedo. Los hombres se movieron, intercambiando posiciones y formaron un cerco en torno a la cabaña.
Lentz miró en torno a él, seguro de que todos los miembros del equipo habían advertido las huellas de neumáticos del camino. El agente Mulder ya había estado allí, así como su compañera Scully.
Uno de los hombres señaló un macizo de altas hierbas cerca del porche. Cuando Lentz y los demás se acercaron, encontraron el cadáver de una mujer tirado en el suelo, cubierta de manchas y destrozada por la infestación de nanomáquinas. Se había contagiado de la peste.
La infección vírica se extendía y con cada víctima se hacía más difícil mantenerla en secreto. Los miembros del equipo habían logrado entrar de milagro en el depósito del hospital Mercy, donde las nanomáquinas proseguían su trabajo con la primera víctima, reanimando alguno de los sistemas del cadáver. Era tarea de Lentz que aquello no volviera a suceder.
- Aquí no queda nadie- dijo-. Pero tenemos que hacer limpieza.
Ordenó a los hombres de la furgoneta que volvieran a ponerse los trajes protectores y esterilizaran la zona. Luego se apartó y respiró hondo el aroma resinoso del bosque y el húmedo perfume de la pradera.
- Quemen la cabaña- indicó-. Que no quede nada.
Se volvió para ver cómo se llevaban el cuerpo de Patrice Kennessy. Otro hombre comenzó a rociar con gasolina las paredes de la casa y la pradera donde había estado el cadáver.
Lentz no se quedó a contemplar el fuego. Volvió al coche. El sistema de radio estaba conectado a varios satélites y antenas receptoras, a teléfonos intervenidos y descodificadores de seguridad. Quería pedir información a los miembros del equipo que le seguían la pista al agente Mulder. Tal vez éste les dirigiría a su objetivo.
40
Carreteras secundarias de Oregón
Viernes, 18.47 h.


El teléfono de Scully sonó en la silenciosa oscuridad del coche, como una ardilla electrónica. Ella lo cogió de inmediato, sabiendo que sería su compañero y aliviada de poder por fin hablar con él.
Jody permaneció en silencio en el asiento trasero, escuchando con curiosidad. El perro lanzó un gañido.
- Scully, soy yo.- La voz de Mulder se oía muy mal, pero al menos se entendía.
- ¡Mulder! Hace horas que intento ponerme en contacto contigo- se apresuró a contestar ella sin dejarle proseguir-. Escucha, es muy importante. Tengo a Jody Kennessy. Se ha curado de la leucemia y tiene una capacidad de recuperación increíble, pero está en peligro. Los dos corremos peligro. Mulder, Jody no tiene la peste, tiene la cura.
—Ya lo sé. Es la nanotecnología de Kennessy. El portador de la peste es Jeremy Dorman, y lo tengo sentado aquí al lado... Tal vez demasiado cerca, pero la verdad es que no puedo hacer nada por evitarlo de momento. ¡Dorman estaba vivo! No podía creerlo. Ella había visto su cadáver empapado en sangre. Ningún ser humano podía haber sobrevivido a una herida como aquélla.
- Pero si el perro le destrozó el cuello ante mis propios ojos, Mulder...
De pronto se dio cuenta de que también era increíble que Jody hubiera sobrevivido a su herida de bala.
- Dorman también lleva nanomáquinas- explicó Mulder-, pero no le funcionan bien. Yo diría que le funcionan fatal, de hecho.
Jody se inclinó preocupado.
- ¿Qué pasa, Dana? ¿Jeremy nos persigue?
- Tiene a mi compañero- dijo ella.
- Los nanocritters son unas máquinas increíbles- prosiguió mientras tanto Mulder-, con una capacidad curativa sorprendente, como los dos hemos comprobado. No me extraña que haya quien quiera mantenerlos en secreto.
- Mulder, ya hemos visto lo que pasó en los laboratorios DyMar. Sabemos que alguien confiscó todas las pruebas y se llevó el cadáver del vigilante del depósito del hospital. No voy a dejar que capturen a Jody o al perro para que los eliminen del mapa.
- Me parece que eso no es lo que quiere el señor Dorman- replicó Mulder-. Sólo quiere ver al chico.- Scully oyó una apagada discusión al otro lado de la línea. Dorman dijo algo con tono amenazador y ella recordó su voz desdeñosa y brusca cuando se enfrentó con él en el bosque-. De hecho, insiste en ello.
Scully detuvo el coche a un lado del camino. Los árboles comenzaban a ralear. Delante se veía una población. No había advertido la señal con el nombre, pero por la dirección que había seguido supuso que debían de estar acercándose a las afueras de Portland.
- ¿Tú estás bien, Mulder?
- Dorman necesita sangre de Jody.- Yo le detuve antes de que...- le interrumpió Scully-. Bueno, por lo menos lo intenté. No permitiré que le haga daño al chico.
Mulder se quedó un momento en silencio. Scully oyó ruidos como de pelea.
- ¡Mulder! ¿Estás bien?- gritó.
Él no contestó.

Mientras Mulder pensaba qué decir, Dorman se impacientó y le arrebató el teléfono de la mano.
- ¡Eh!- exclamó Mulder, apartándose para evitar el contacto.
Dorman se pegó el teléfono a la cara. La piel de sus mejillas brillaba y se agitaba y la mucosa de sus manos dejaba pegajosas manchas en el plástico negro.
- Agente Scully, dígale a Jody que siento haberle disparado. Pero sabía que se pondría bien, igual que el perro. No quería hacerle daño. No quiero hacer daño a nadie.
Encendió la luz interior del vehículo para que Mulder viera su expresión decidida y el revólver que todavía tenía en la mano.
- Dígale algo al chico, por favor. Tengo que explicárselo todo.
Mulder sabía que no podría volver a hablar con Scully. No podía tocar de nuevo el teléfono si no quería que los nanocritters se infiltrasen también en su cuerpo y lo destrozaran como a las demás víctimas.
Dorman tragó saliva. Por su expresión de angustia y las sombras amarillentas que arrojaba la luz de la camioneta, Mulder pensó que tal vez sentía realmente todo lo que había sucedido.
- Dígale que su madre ha muerto por mi culpa, pero que fue un accidente. Ella intentaba protegerle, no sabía que tocarme era mortal.- Dorman apretó los labios-. Los nanocritters de mi cuerpo funcionan muy mal. En lugar de sanar a Patrice, como hacen con Jody, destruyeron su organismo. Yo no pude hacer nada.- Cada vez hablaba más deprisa-. Le dije que no se me acercara, pero ella... ella se me echó encima. Jody sabe lo dura que era su madre.
Dorman alzó la cara y miró a Mulder con ojos atormentados. Mulder seguía conduciendo. La camioneta brincó sobre un bache y una pieza suelta de metal resonó en la parte trasera. Mulder esperaba que en alguno de los baches terminara de soltarse para no tener que seguir oyendo los chasquidos.
- Escuche, agente Scully- dijo Dorman. Su voz comenzaba a suavizarse, como si sus cuerdas vocales estuvieran recomponiéndose-. Los nanocritters de Jody funcionan bien, y por eso necesito un poco de su sangre. Creo que las nanomáquinas que le inyectó su padre podrían arreglar las que llevo yo. Es mi única oportunidad.
Dorman dio un respingo, presa de una nueva convulsión. La mano que sostenía el teléfono se agitaba sin control. Mulder confió en que no se le tensara el dedo que tenía en el gatillo de la pistola.
- Ya ha visto cómo estoy- prosiguió Dorman-. Jody tiene que acordarse de como eran las cosas antes, de lo que había entre nosotros, cuando jugábamos con el ordenador. Recuérdele la vez que le dejé ganar.
Se echó hacia atrás en el asiento, curvando los labios en un amago de sonrisa, tal vez nostálgica, tal vez agresiva.
- David Kennessy tenía razón. Nos persiguen hombres del gobierno. Quieren destruir todo lo que creamos, pero yo logré escapar, como Jody y Vader. A pesar de todo pretenden eliminarnos. Yo moriré en menos de un día si mis nanocritters no pueden arreglarse. Moriré si no veo a Jody. Mulder le miró. Dorman era muy persuasivo. Se oían en el teléfono débiles voces discutiendo, probablemente Jody diciéndole algo a Scully. A juzgar por la expresión de Dorman, debía de haber convencido al muchacho. ¿Y por qué no? Dorman era ahora la única conexión con el pasado de Jody. Era lógico que el chico le concediera el beneficio de la duda. Dorman suspiró aliviado, pero Mulder sintió un nudo en el estómago. Todavía no sabía si creer a Dorman.
Por fin el hombre volvió a hablar.
- Sí, agente Scully. Volvamos a los laboratorios DyMar. Están destrozados, pero es terreno neutral. Sé que allí no podrán jugármela.
Dejó el revólver en su regazo, más seguro y calmado.
- Tiene que comprender que estoy desesperado. Por eso hago todo esto. Pero no dudaré: si no me trae a Jody, mataré a su compañero.- Alzó las cejas-. Ni siquiera necesito un arma. Sólo tengo que tocarle.- Y como si quisiera provocar a Mulder, arrojó la pistola al asiento entre ellos-. Nos vemos en DyMar.
Dorman cortó la comunicación y al ver los restos de mucosa que había dejado en el teléfono, lo tiró por la ventanilla.
- Supongo que ya no lo necesitaremos.
41
Centro móvil de comando táctico
Noroeste de Oregón
Viernes, 19.01 h.

Las antenas parabólicas en el techo de la furgoneta apuntaban a distintos acimuts para conectar con diversos satélites. Los procesadores informáticos recorrían la compleja mezcla de transmisiones de cientos de miles de personas.
El vehículo estaba aparcado al final de un pequeño camino sin asfaltar que terminaba en un vertedero en el que se alzaba una pila de madera, basura podrida y tocones de árbol arrancados, como una barricada. Algún granjero llevaba años arrojando allí su basura en lugar de pagar el servicio del ayuntamiento. Las señales de «Propiedad privada» y «No pasar» planteaban impotentes amenazas. Adam Lentz tenía métodos mucho más serios de intimidación.
Hacía tiempo que nadie pasaba por allí, sobre todo después de anochecer. Los hombres del equipo de vigilancia disponían de la zona para ellos solos, y con el material tecnológico de la furgoneta, tenían al alcance de los dedos casi toda Norteamérica.
Las ramas de los pinos ofrecían una pantalla de camuflaje, y los nubarrones oscurecían la noche ocultando las estrellas, pero ni los árboles ni las nubes obstaculizaban la señal de los satélites.
Los ordenadores del centro de comando inspeccionaban millares de frecuencias y pasaban las transmisiones a través de algoritmos de reconocimiento de voz buscando palabras clave. Llevaban horas trabajando sin resultados, pero Adam Lentz no era de los que se rinden fácilmente. Y si él no mencionaba el tema, sus hombres no se atreverían a hacer ningún comentario.
Lentz tampoco era de los que pierden la paciencia. Era una virtud que había cultivado durante años puesto que la paciencia junto con una fría ausencia de emociones y de remordimientos le habían permitido ascender a su discreta aunque sustancial posición de poder. Aunque poca gente comprendía su importancia, Lentz estaba contento con su lugar en el mundo.
Pero habría estado mucho más contento de haber podido localizar al agente Fox Mulder.
- No puede saber que le estamos buscando- masculló.
El hombre de la consola le miró con rostro pétreo que no reflejaba ninguna sorpresa.
- Hemos sido muy discretos- replicó.
Lentz tamborileó con los dedos en el tablero de mandos. Sabía que Mulder y Scully se habían separado. El agente Mulder había visto al camionero muerto cuyo cadáver habían eliminado. Tanto Mulder como Scully había estado en la cabaña de Dorman que, junto con el cuerpo de Patrice Kennessy, había quedado reducida a cenizas.
Luego ambos se habían marchado, y Lentz estaba convencido de que o Mulder o Scully tenían al muchacho y al perro. Pero había algo más extendiendo aquella plaga. Patrice Kennessy había tenido miedo de algo. ¿Se habría vuelto loco el perro? Tal vez las nanomáquinas que llevaba dentro se hubieran descompuesto y ahora estuvieran destruyendo seres humanos.
La perspectiva le daba miedo incluso a él, y sabía que sus superiores tenían razón al insistir en detener aquella peligrosa investigación. Sólo la gente responsable, las personas autorizadas, debían conocerla.
Lentz tenía que restaurar el orden en el mundo.
Los insectos nocturnos de los densos bosques de Oregón comenzaban a zumbar. Saltamontes, bichos en general... Lentz no conocía sus nombres científicos. Nunca le había interesado la naturaleza. El comportamiento humano había sido suficiente para captar su atención.
Ahora se reclinó en el asiento e intentó dejar la mente en blanco. Era un hombre sometido a muchas presiones y conocedor de oscuros secretos, y el mejor modo de relajarse era para él no pensar en nada. No tenía programas que poner en marcha ni planes que trazar. En sus misiones procedía paso a paso.
Y en estas circunstancias no podía dar el siguiente paso hasta que localizaran al agente Mulder.
De pronto el hombre de la consola se incorporó.
- Una entrada- dijo. Se quitó los auriculares y tocó unos botones del receptor-. Número de transmisión confirmado, frecuencia confirmada.- Casi se permitió una sonrisa al mirar a Lentz-. Patrón de voz confirmado. Es el agente Mulder. Estamos grabando.
Le tendió los auriculares a Lentz, que se los puso rápidamente. El técnico tocó los controles y Lentz escuchó una conversación llena de ruidos estáticos entre Mulder y Scully. A pesar del férreo control que ejercía sobre sus emociones, Lentz no pudo evitar el gesto de sorpresa.
Sí, Scully llevaba a Jody y al perro, y el muchacho se había recuperado de una gravísima herida... Pero la noticia más extraordinaria era que Jeremy Dorman, el hombre de paja utilizado por la organización, no había muerto en el incendio de DyMar. Seguía vivo y era una amenaza... Y además ahora era portador de la nanotecnología. Igual que el muchacho. La plaga se estaba extendiendo.
Tras varias amenazas y explicaciones, Dorman y la agente Scully quedaron en encontrarse. Mulder, Scully, Dorman, Jody y el perro por fin caerían en sus redes, si el equipo de Lentz lograba montar su trampa con tiempo suficiente.
En cuanto terminó la transmisión, Lentz los puso en movimiento. Todos los miembros del grupo sabían muy bien cómo llegar a las ruinas del laboratorio. Al fin y al cabo cada uno de los mercenarios había formado parte del supuesto grupo de protesta que había destruido las instalaciones. Ellos mismos habían arrojado los explosivos.
- Tenemos que llegar los primeros- dijo Lentz.
La furgoneta se lanzó por la carretera a velocidades suicidas. Pero lo que en aquel momento preocupaba a Adam Lentz no era un accidente de tráfico.
42
Ruinas del laboratorio DyMar
Viernes, 20.45 h.

De nuevo en la casa encantada, pensó Scully mientras subía por la pronunciada pendiente hacia las negras ruinas de las instalaciones DyMar. La luna arrojaba tras las nubes un perlado resplandor. Los bosques de las colinas que otrora fueran una pacífica barrera protectora, parecían ahora ominosos, capaces de ocultar los movimientos furtivos del enemigo, tal vez aquellos hombres que habían perseguido a Jody y a su madre.
- Quédate en el coche, Jody.- Scully se acercó a la alambrada erigida para impedir el paso de intrusos. Ya nadie se ocupaba de ella.
La colina que se alzaba sobre la ciudad de Portland era una magnífica finca, pero ahora sólo se veían las ruinas negras como el cadáver de un dragón bajo la luz de la luna. Era un lugar peligroso y a la vez tentador.
En cuanto atravesó la alambrada, oyó la puerta de un coche. Se volvió esperando ver a Mulder y su captor, pero sólo era el muchacho que había bajado y miraba con curiosidad en torno a él. El perro brincaba a su lado, contento de salir al aire libre y de que su dueño estuviera bien.
- Ten cuidado, Jody- le dijo.
- Voy con usted- contestó él, y antes de que ella pudiera protestar añadió- No quiero quedarme solo.
- Está bien.
Jody corrió hacia ella.
- No pierdas de vista al perro.
Entre las ruinas se oían ruidos de escombros que caían, vigas inestables. No había ninguna brisa que agitara las cenizas, pero la estructura crujía a pesar de todo. Algunas paredes seguían intactas, pero parecían a punto de desplomarse en cualquier momento. Parte del suelo se había derrumbado, pero en una sección se alzaban muros de cemento cubiertos de pintura quemada y hollín.
Fuera del perímetro del edificio se veían bulldozers como monstruos metálicos, palas mecánicas y casetas de construcción, todo destinado a eliminar los últimos restos de DyMar.
Scully creyó oír un ruido y se acercó con cautela a un bulldozer. Junto a él habían varios tanques de fuel. El equipo de demolición estaba listo para empezar. Scully se preguntó si aquellas inusuales prisas tenían algo que ver con los planes de que le había hablado Dorman, la conspiración para eliminar todos los datos.
Entonces vio una taquilla metálica abierta. Un destello plateado indicaba el lugar en el que había sido forzada con una palanca, justo bajo la señal de «Peligro. Explosivos».
De pronto la oscuridad parecía más opresiva, el silencio más antinatural. En el aire húmedo flotaba el rancio olor de las cenizas.
- Jody, no te despegues de mí.
Tenía todos los sentidos alerta y el corazón acelerado. El encuentro entre Jody y Jeremy Dorman podía ser tenso y peligroso, pero ella no pensaba dejar que el chico sufriera ningún daño.
Entonces oyó el ruido de otro motor, un vehículo que subía por la pendiente. La luz de unos faros hendió la noche.
- No te muevas.- Scully le puso la mano en el hombro y los dos se quedaron esperando junto al edificio.
Era una vieja camioneta roja con manchas de óxido. La puerta se abrió con un crujido y salió Mulder. De todas las cosas increíbles que Scully había vivido con su atildado compañero, verlo conducir una destartalada camioneta se contaba entre las más inusuales.
- Me alegro de verte, Scully- saludó él.
Un hombre corpulento salió de la camioneta. A pesar de la penumbra se percibía algo raro en sus movimientos. Sus miembros parecían tener demasiadas articulaciones y el hombre estaba a punto de desplomarse de dolor y debilidad. Jeremy Dorman estaba cada vez peor.
Scully dio un paso, siempre delante de Jody.
- ¿Estás bien, Mulder?
- Por ahora.
Dorman se acercó y Mulder retrocedió intentando mantener las distancias. Dorman seguía llevando la pistola, pero el arma era lo menos amenazador.
Scully también sacó su pistola. Tenía buena puntería y se sentía segura con ella. Apuntó directamente a Jeremy Dorman.
- Deje al agente Mulder ahora mismo- dijo-. Mulder, aléjate de él.
Él se alejó unos pasos muy despacio, como intentando no provocar a Dorman.
- Me temo que no puedo devolver el arma de su compañero- dijo Dorman- La he tocado y ya no puede servir a nadie.
- También he perdido la chaqueta y el teléfono- añadió Mulder-. Imagina todo el papeleo que voy a tener que rellenar.
Jody se acercó vacilante, pegado a Scully.
- Jeremy, ¿por qué haces esto? Eres tan... tan malo como ellos.
A Dorman se le hundieron los hombros.
- Lo siento, Jody.- Tendió una mano-. Mira cómo estoy. Tenía que venir. Tú puedes ayudarme. Eres mi única posibilidad de sobrevivir.
Jody no dijo nada.
- Hay gente que nos persigue, Jody- prosiguió Dorman, avanzando un paso más. Scully no cedió terreno. Seguía interponiéndose como una barrera entre ellos-. Nos persiguen oficiales del gobierno, gente que quiere destruir todo el trabajo de tu padre para que no llegue a otros enfermos de cáncer. Nadie más va a curarse como tú. Esos hombres quieren tener la cura para ellos solos.
Hablaba con tanto énfasis que la piel de su rostro se agitaba de emoción.
- Los manifestantes que mataron a tu padre, los que quemaron el laboratorio, no eran activistas preocupados por los animales. Trabajaban para los hombres de los que te hablo. Estaba todo planeado. Era una conspiración. Ellos son los que mataron a tu padre.En ese momento, como obedeciendo a una señal, surgieron varias siluetas entre las sombras, hombres vestidos de negro que aparecieron en torno a la alambrada, saliendo de los árboles y la carretera. Otro grupo se acercaba por el camino con brillantes linternas.
- Tenemos pruebas que sugieren otra cosa, señor Dorman- dijo uno de ellos-. Somos los refuerzos, agente Mulder. A partir de ahora nos encargaremos nosotros de la situación.
Dorman se dio la vuelta y miró a Mulder como si le hubiera traicionado.
- ¿Cómo sabe nuestros nombres?- preguntó Mulder.
Scully cogió a Jody por la muñeca.
- No es así de fácil- dijo-. No pienso entregarles al muchacho.
- Me temo que tendrá que hacerlo- afirmó el hombre-. Le aseguro que este asunto es de nuestra jurisdicción.
Los hombres se acercaron. Sus trajes negros los ocultaban entre las oscuras ruinas del edificio.
—Identifíquense- insistió Scully.
- Estos hombres no llevan tarjeta de visita, Scully- dijo Mulder.
Jody miró al que había hablado.
- ¿Qué quiere decir?- le preguntó con los ojos brillantes-. ¿Quién mató a mi padre?
El hombre miró a Jody como un coleccionista de insectos ante un valioso ejemplar.
- ¿No te ha contado el señor Dorman lo que de verdad le pasó a tu padre?- dijo con tono burlón.
- ¡No te atrevas, Lentz!- exclamó Dorman. Levantó la pistola, pero Lentz no se inmutó.
- Fue Jeremy quien mató a tu padre, no nosotros- dijo.
- ¡Hijo de puta!- gritó Dorman desesperado.
Scully se había quedado sin palabras de la sorpresa. Era evidente que Dorman ya no podría convencer de nada al muchacho. Con un gesto de sus flexibles brazos, Jeremy Dorman apuntó a Lentz con el revólver.
Pero los hombres fueron más rápidos. Sacaron sus armas y abrieron fuego.
43
Ruinas del laboratorio DyMar
Viernes, 19.03 h.


Cuando Jeremy Dorman recibió la ráfaga de balas de pequeño calibre, agitó los brazos con un grito de pánico y su cuerpo súbitamente enloqueció.
Mulder y Scully se apartaron, Scully arrastrando a Jody, buscando refugio entre las máquinas de construcción. Mulder gritó a los hombres que detuvieran el fuego, pero nadie le prestó la más mínima atención.
Dorman seguía siendo el objetivo del tiroteo. Sabía que aquellos hombres querían acabar con él, aunque pensaba que le creían muerto, que no sabían los cambios que se habían operado en él.
Adam Lentz ya le había traicionado antes. La organización que le había prometido su propio laboratorio, donde proseguiría con la investigación en nanotecnología, ya había intentado matarle. Ahora habían venido a terminar el trabajo.
Una bala le alcanzó en el hombro y otra en la caja torácica. El dolor, la adrenalina y la rabia acabaron con los últimos vestigios de dominio sobre su cuerpo. Dorman dejó de controlar los sistemas que habían destrozado su estructura genética, sus músculos y nervios, y lanzó un indescriptible aullido de furia.
Y su cuerpo cambió.
Su piel se estiró como un trémulo parche de tambor. Sus músculos se agitaban y se contraían presa de convulsiones. Los tumores que crecían en sus costillas, su piel, su cuello, se descontrolaron y se abrieron camino entre la camisa. Aquello ya le había ocurrido una vez, cuando estaba en el camión con Wayne Hykaway. Pero aquella pérdida de control no fue nada comparado con el caos biológico que exhibía ahora, una reorganización azarosa que los nanocritters habían encontrado en su código de ADN más primitivo.
Sus hombros crujían, sus bíceps se abultaban y sus brazos se doblaban y se agitaban. Un tumor le salió de la garganta en la base de la lengua. La piel de su rostro y su cuello caía como plástico fundido.
Los hombres de negro seguían disparando, ahora alarmados, pero el cuerpo de Dorman se deshacía, mutaba y era capaz de absorber los impactos como la arcilla blanda.
Desde su posición a la cabeza del equipo, Adam Lentz reaccionó con rapidez y se retiró a cubierto mientras proseguía el tiroteo.
Dorman se lanzó al ataque contra el hombre más cercano con un brazo retorcido mientras varios tentáculos se agitaban en una espantosa masa surgida de su cuerpo. Tenía la mente borrosa, llena de dolor, ruidos estáticos e imágenes en conflicto. Las señales nerviosas que intentaba enviar a sus músculos surtían muy poco efecto. Su cuerpo crispado y rebelde estaba libre, enloquecido.
La fría profesionalidad del hombre del gobierno degeneró en un grito en cuanto una explosión de carnosos tentáculos, una pesadilla de abominaciones biológicas, se enroscó en torno a sus brazos, su pecho, su cuello. Dorman apretó y estrujó hasta que el hombre se desplomó bajo la tensión.
Otra bala le alcanzó el fémur, pero antes de que cayera, las nanomáquinas repararon el hueso permitiéndole cargar contra otra víctima. Tenía todo el cuerpo cubierto de moco traslúcido y caliente. No tenía más que tocar a un hombre y la plaga celular destrozaría al instante su organismo, pero su cuerpo descontrolado obtenía gran placer rompiendo cuellos, aplastando tráqueas, doblando costillas como acordeones.
Un tentáculo le salía de la boca como una larga lengua de serpiente y restallaba en el aire. Dorman ya no sabía cómo interpretar sus propios sentidos. No sabía cuánta humanidad quedaba dentro de él.
De momento sólo veía al enemigo, a los conspiradores, a los traidores, y su cerebro, a punto de desintegrarse, sólo pensaba en matar. Pero cada vez estaba más desorientado. La vista se le nublaba y se le distorsionaba. Los agentes sacaron más armas y los impactos de bala le hicieron retroceder a trompicones.
Una fugaz chispa en su mente le hizo recordar los laboratorios DyMar, las salas donde Darin, David Kennessy y él habían desarrollado su fantástico trabajo, un trabajo que les había llevado al desastre.
Como un animal herido qué huyera a su cubil, Jeremy Dorman se lanzó hacia las ruinas buscando refugio. Y los hombres armados salieron tras él.
44
Ruinas de los laboratorios DyMar
Viernes, 21.19 h.

En cuanto Lentz y su equipo aparecieron, Mulder supo que aquellos hombres no eran «los refuerzos», sino un grupo de limpieza, peones de la misma conspiración contra la que Scully y él luchaban constantemente. Habían seguido a Patrice y Jody, habían orquestado la violenta manifestación que terminó con el incendio del laboratorio, habían registrado y destrozado la casa de los Kennessy y habían confiscado el cuerpo del depósito del hospital.
A Mulder no le hacía ninguna falta esa clase de «refuerzos».
Cuando comenzó el tiroteo, tuvo miedo de que la lluvia de balas los alcanzara a ellos también. Se hizo a un lado, buscando refugio. Gracias a Dorman ahora estaba sin pistola, pero Scully seguía armada.
- ¡Scully, quédate con el chico!- gritó. Oyó el sólido impacto de las balas penetrando en la piel y Dorman rugió de dolor.
Mulder se escabulló agachándose tras las vigas caídas y los muros derruidos, oyendo los alaridos del fugitivo, cada vez más bestiales, más inhumanos. Jeremy Dorman se transformaba en un monstruo ante sus ojos.
Los espantosos tumores del crecimiento celular descontrolado, el cáncer maligno con voluntad propia, se extendía desbocado, como una horrorosa criatura que hubiera estado dormida dentro de las células de Dorman. Y este caos celular estaba desatado por una mente depredadora obsesionada con matar y destruir.
Desde su posición Scully no podía ver los detalles. Corrió a refugiarse tras un bulldozer y protegió a Jody con su propio cuerpo. Las balas rebotaban en la máquina con un ruido metálico. Scully se agachó entre las sombras con el muchacho.
Mulder seguía corriendo entre los escombros, buscando el dudoso cobijo de las ruinas quemadas. Dorman, o lo que quedaba de él, logró atrapar a otros dos agentes y matarlos utilizando una combinación de manos y tentáculos, además de la peste increíblemente virulenta que vivía en la mucosa de su piel.
El fragor del tiroteo proseguía, como una máquina enloquecida de hacer palomitas. Los destellos de luz amarilla volaban como luciérnagas en la oscuridad. Los hombres de negro se habían dispersado para rodear todo el perímetro. Estaban acorralando a Dorman en las ruinas. Como siguiendo un plan.
Mulder se agachó tras una arcada que había logrado permanecer en pie. Jody, en el bulldozer, gritaba desesperado mientras su perro ladraba y gruñía sin parar. Mulder alzó la cabeza y vio una oscura sombra: el labrador negro había salido corriendo hacia las ruinas, en pos de Jeremy Dorman.
Los agentes de Lentz entraron también en el laberinto de escombros, con mucha cautela. Dorman había soportado las ráfagas de balas y ya había matado a varios. Dos hombres llevaban linternas, brillantes ojos que hendían la oscuridad como un encaje blanco. Las cenizas revoloteaban allí donde Dorman había pasado. Mulder percibió el olor de hollín y plástico quemado.
Uno de los agentes enfocó a Dorman con la linterna, queriendo aturdirle como si fuera un ciervo ante los faros de un coche. El monstruo tiró de un empujón una columna que seguía en pie, y un poste de madera quemada cayó con una lluvia de cascotes. El hombre de la linterna intentó apartarse, pero su pierna quedó atrapada bajo los escombros. Parte de la pared se derrumbó y Mulder oyó el ruido seco de los huesos al romperse.
En algún lugar del edificio, el perro ladró.
Mulder intentó permanecer a cubierto, pero hizo mucho ruido al tropezar con cascotes y cristales rotos. Se oyeron de nuevo tiros y él se agachó tras una mesa volcada y quemada. Una bala dio en la superficie del mueble. Lanzó una exclamación de sorpresa. Veía a Scully fuera de las ruinas, entre la bruma iluminada por la luna. Tenía al chico cogido por la camisa. Jody llamaba a gritos a su perro mientras los tiros seguían hendiendo la noche con sus detonaciones. Scully apartó a Jody justo cuando una lluvia de balas alcanzó de nuevo el bulldozer.
Otro disparo dio en la mesa tras la que se escondía Mulder. Era consciente de que los tiros no podían ser accidentales. Para los hombres que tenían rodeadas las ruinas e intentaban matar a Dorman y a Jody, sería también muy conveniente que los agentes Mulder y Scully quedaran «accidentalmente» atrapados en la línea de fuego.
45
Infierno de DyMar
Viernes, 21.38 h.


La trampa había saltado. Tal vez no con la limpieza que Adam Lentz había esperado, pero aun así los resultados serían los mismos, aunque un poco más sucios.
Claro que la suciedad siempre podía limpiarse.
Los disparos restallaban en la noche, pero ninguno de ellos logró abatir a Jeremy Dorman. Aunque los miembros del equipo de Lentz habían recibido instrucciones de utilizar toda la fuerza necesaria para capturar al chico y al perro, la agente Scully los había estado protegiendo. Había cuidado del muchacho con todas las habilidades aprendidas en la academia del FBI en Quantico.
Pero Lentz y sus hombres habían recibido un entrenamiento más riguroso en escuelas menos acreditadas.
Después del tiroteo inicial, Lentz creyó ver al agente Mulder ponerse a cubierto en el edificio. No importaba. A su tiempo se encargarían de todo.
La espantosa transformación de Jeremy Dorman había concitado la atención de todos los miembros del equipo. Al ver a varios de sus compañeros morir a manos del monstruo, salieron tras él con gesto sombrío e intenciones asesinas.
Lentz, sin embargo, se había refugiado lejos de Dorman. Todavía estaba decepcionado al ver cómo la fría eficiencia de su equipo se había desmoronado rápidamente sustituida por una ciega sed de venganza. Había pensado que aquéllos eran los hombres mejores y más profesionales del mundo.
Oyó el agudo grito de un hombre entre las ruinas, y más disparos. El equipo había acorralado a Dorman dentro del edificio. Por lo menos en eso las cosas iban como él esperaba.
Lentz se detuvo junto al vehículo táctico más cercano y cogió el control remoto de demolición, aunque tendría que esperar el momento oportuno. Su grupo había llegado veinticinco minutos antes que Scully y el muchacho, pero Lentz no se había precipitado. Era mucho más eficaz esperar a que todos llegaran a la cita.
El escogido equipo de demolición de Lentz había utilizado las cargas explosivas almacenadas entre los materiales de construcción, así como otros materiales incendiarios y explosivos que llevaban en su propia furgoneta. Habían colocado tambores de gasolina solidificada en los cimientos medio derruidos del sótano. Cuando los tambores explotaran, las llamas devorarían los pisos restantes y todo el edificio de DyMar. No quedaría ni rastro.
Lentz no quería acabar con los hombres que habían seguido impulsivamente a Dorman entre las ruinas, pero eran prescindibles. Cada hombre era consciente del riesgo que corría cuando firmó.
El agente Mulder también había desaparecido en el edificio. Lentz sospechaba que parte de los disparos iban dirigidos a él. Sus hombres se habían propuesto eliminar a todos los testigos. Lentz había recibido claras instrucciones: no había que matar a Mulder. Él y su compañera, Scully, formaban parte de un plan mayor, pero Lentz tenía que tomar decisiones sobre la marcha. Tenía que establecer una escala de prioridades. Y aquella situación, con Dorman convertido en un monstruo, era de prioridad absoluta. Si fuera necesario ya se excusaría más tarde ante sus superiores. Más tarde.
Al fin y al cabo Mulder y Scully sabían demasiado. Y este avance en nanotecnología era un arma, una maldición que tenía que ser controlada a cualquier precio. Sólo ciertas personas podían tener acceso a algo tan poderoso.
Y ahora era el momento.
Uno de los hombres volvió a la furgoneta acorazada. Tenía los ojos vidriosos y la frente perlada de sudor. Jadeaba y miraba como un loco en torno a él.
- Contrólese- le espetó Lentz.
Esa palabra hizo el efecto de una descarga eléctrica. El hombre se detuvo, vaciló un instante y tragó saliva. Se quedó muy derecho, respirando con normalidad, carraspeó y permaneció a la espera de recibir alguna orden. Lentz alzó el pequeño transmisor que tenía en la mano.
- ¿Está todo listo?
El hombre miró los controles dentro de la furgoneta. Parpadeó y respondió con palabras tan rápidas y restallantes como los disparos que hendían la oscuridad.
- Está todo, señor. Haré detonar las cargas explosivas. En un circuito paralelo, la gasolina explotará también. Lo único que tiene que hacer es pulsar el botón rojo.
Lentz asintió con la cabeza.
- Gracias.- Echó un último vistazo al armazón del edificio quemado y pulsó el botón.
Los laboratorios DyMar estallaron de nuevo en llamas.
46
Ruinas de los laboratorios DyMar
Viernes, 21.47 h.


La onda expansiva derribó las últimas vigas y el muro de cemento. La mesa metálica protegió a Mulder del impacto más fuerte, pero aun así la oleada de calor empujó el pesado mueble contra la pared, casi aplastándole.
Enormes llamas amarillas y de color naranja estallaron como por arte de magia. Mulder pensaba que la mayor parte de los materiales inflamables se habría consumido en el primer incendio, dos semanas atrás. Protegiéndose los ojos del calor y el resplandor, vio por la magnitud del fuego que alguien había decidido convertir las ruinas en un infierno.
Lo habían planeado los hombres de negro.
En ese momento oyó un grito de terror y dolor. Levantó la cabeza con cuidado, parpadeando, y vio a uno de sus perseguidores tambalearse entre las ruinas, envuelto en llamas. Sonaban más disparos entre frenéticos gritos y ladridos.
El fuego ascendía por las vigas de madera. El calor era tan intenso que hasta el cristal y las piedras parecían arder. El labrador negro, que había entrado en el edificio, se vio alcanzado por la explosión y se estrelló contra una pared. Su pelaje humeaba, pero el animal seguía corriendo, como en busca de algo.
Una de las vigas del techo cayó con estrépito entre los escombros. Las llamas lamieron sus bordes.
Mulder se levantó detrás de la mesa.
- ¡Vader!- gritó-. ¡Ven aquí!- El perro era una evidencia. Vader llevaba en su sangre corpúsculos de nanotecnología que podían estudiarse para salvar a mucha gente sin las espantosas mutaciones que había sufrido Dorman. Mulder movió la mano para llamar la atención del perro, pero otro hombre se volvió hacia él y disparó. La bala rebotó en la mesa y se hundió en una pared.
Antes de que pudiera producirse otro disparo, la forma inhumana de Jeremy Dorman surgió entre los cascotes y el hombre apartó su atención de Mulder para dirigirla a la horrenda criatura. No tuvo tiempo ni de gritar antes de que los nuevos apéndices de Dorman le atraparan. Con un brazo retorcido pero fuerte, Dorman le partió el cuello.
En aquel momento a Mulder no le apetecía pararse a dar las gracias. Protegiéndose los ojos, casi sin ver nada entre el humo y el resplandor de las llamas, intentó salir a trompicones del edificio. El perro se había quedado dentro. Mulder no comprendía por qué el animal se había metido en un lugar tan peligroso.
El inestable suelo ardía. Las paredes, los escombros... hasta el aire le quemaba los pulmones con cada respiración. Mulder no sabía cómo iba a sobrevivir.

Scully aferró a Jody por la camisa, pero la tela se rasgó y el muchacho se lanzó en pos del perro.
- ¡No, Jody!
Los hombres seguían disparando, pero Dorman los mataba uno a uno. El perro se metió directamente en la línea de fuego. El chico, tal vez demasiado seguro de su propia inmortalidad, como lo están muchos chavales de doce años, echó a correr tras él.
Scully tiró el jirón de tela de la camisa y contempló cómo Jody corría milagrosamente ileso hacia las paredes quemadas de DyMar. Otra bala rebotó contra el bulldozer. Scully no se molestó siquiera en agacharse.
Algunos cascotes caían sobre el muchacho, pero él agachó la cabeza y siguió corriendo. Al llegar a los muros del edificio dejó de gritar y se quedó mirando la barrera de llamas. Cuando intentaba atravesarla, Scully oyó a Mulder llamar a Vader y luego más disparos. De momento no habían venido los bomberos ni la policía ni nadie a investigar los tiros, la explosión, las llamas.
- ¡Mulder!- gritó. No sabía dónde estaba ni cómo lograría salir. Jody se metió en el edificio-. ¡Jody! ¡Ven aquí!
Echó a correr hacia las llamas, intentando ver algo a través del humo. Una viga se desplomó junto con un trozo del techo con una lluvia de chispas. En el suelo se abrían grietas y agujeros allí donde las llamas y la explosión lo habían debilitado haciéndolo desplomarse como un castillo de naipes. Jody estaba a punto de perder el equilibrio y agitaba los brazos.
- ¡Vader! ¿Dónde estás?
Scully echó a correr hacia el chico, dejando de lado toda precaución, como si lo único que le importara en esta vida fuera salvarle. Se metió en el incendio respirando entrecortadamente y con los ojos cerrados. Sólo los abría de vez en cuando un instante.- ¡Vader!- gritó de nuevo Jody, fuera de la vista.
Por fin Scully llegó junto a él y le cogió del brazo.
- ¡Hay que salir de aquí, Jody! ¡Esto se va a desplomar!
- ¡Scully!- exclamó Mulder, con la voz ronca. Scully se volvió y le vio acercarse entre el fuego, apagándose una llama que había prendido en sus pantalones. Le hizo señas de que se apresurara y en ese momento una pared se desplomó a sus espaldas al romperse una viga.
- Hola, Jody- se oyó la atormentada voz de Jeremy Dorman, que salía del fuego y los escombros de la pared que acababa de tirar. El monstruo estaba libre, imperturbable al calor del incendio. Tenía el cuerpo cubierto de carbones encendidos que humeaban en su piel dejando oscuros cráteres que se fundían y desaparecían. Todo su cuerpo se derretía como cera caliente. Tenía la ropa ardiendo, pero su piel seguía agitándose mostrando un espantoso espectáculo de tumores y tentáculos. Dorman les bloqueaba el paso.
- Jody, no quisiste ayudarme cuando te lo pedí y ahora mira lo que ha pasado.
Jody ahogó un grito y se quedó mirando a la espantosa criatura mutante.
- Tú mataste a mi padre.
- Ahora vamos a morir todos en el incendio- dijo Dorman.
Scully dudaba de que las nanomáquinas pudieran proteger al chico de las intensas llamas. Pero además, ni Mulder ni ella contaban con esa protección. Eran meros mortales sometidos al calor del fuego y el humo. Morirían si no lograban pasar a través de Dorman.
Mulder tropezó y cayó con una rodilla sobre los calientes cristales rotos, pero se levantó sin una palabra. Scully todavía llevaba la pistola, pero sabía que era ineficaz contra Dorman, que ignoraría sus balas como había ignorado los disparos de los hombres de negro y como ignoraba incluso el fuego que ardía en torno a ellos.
- Jody, ven aquí- dijo Dorman, acercándose. Tenía la piel brillante del moco que le rezumaba por los poros.
Jody retrocedió hacia Scully. Tenía quemaduras en la piel, arañazos y cortes producidos por los escombros que le habían caído encima. Scully se preguntó por qué aquellas pequeñas heridas no sanaban como había sucedido con el agujero de bala. ¿Se habrían estropeado sus nanocritters? Ella sabía que no podía proteger al muchacho. Dorman quiso agarrarle con una mano envuelta en llamas.
Pero en ese momento el perro salió disparado de un montón de escombros ocultos por el resplandor y el humo y se lanzó contra Dorman. El hombre dio media vuelta y alzó sus manos rotas y retorcidas. Sus tentáculos y tumores se agitaban como un nido de serpientes. El perro lo derribó como una apisonadora.
- ¡Vader!- gritó Jody.
El animal lanzó a Dorman contra las llamas, allí donde el fuego se alzaba a través de las crecientes grietas del suelo como si bajo él yaciera el mismísimo infierno. Dorman se aferró gritando con sus tentáculos al labrador, cuyo pelaje se prendió en varios sitios. Inmune al contagio de Dorman, Vader le hundía los colmillos en la blanda carne, sin hacer caso del calor. Ambos luchaban entre los tablones del suelo, hasta que Dorman metió el pie izquierdo en un agujero en llamas. Lanzó un grito agitando los tentáculos y el perro le mordió furioso la cara.
El suelo se derrumbó en una avalancha de cascotes incendiados lanzando una lluvia de chispas y humo. Dorman y el perro, aullando y gritando, cayeron al sótano. Jody quiso correr tras ellos, pero Scully le agarró con fuerza y lo arrastró hacia el exterior. Mulder los siguió tosiendo y tropezando.
Las llamas cada vez eran más altas. Otra pared de cemento se hizo añicos y luego toda una sección del suelo se desplomó, arrastrándolos casi al agujero.
Por fin llegaron al umbral del edificio. Scully no pensaba más que en salir al aire libre. La noche parecía increíblemente oscura y fría. Le ardían los ojos, tan llenos de lágrimas que apenas podía ver. Seguía sujetando al desesperado muchacho. Mulder le tocó el hombro nada más salir del incendio. Ella alzó la vista y vio que un grupo de hombres les esperaba. Los supervivientes del equipo de Lentz les apuntaban con sus armas automáticas.
- Denme al chico- dijo Lentz.
47
Infierno de DyMar
Viernes, 21.58 h.


Mulder debería haber imaginado que los hombres de negro les estarían esperando en el perímetro del edificio. Algunos de los «refuerzos» de Lentz se habrían dado cuenta de que no había necesidad de correr riesgos y era mejor esperar a que salieran los supervivientes, si los había.
- Alto, agente Mulder, agente Scully- dijo el que iba en cabeza-. Todavía podemos llegar a un resultado satisfactorio.
- No nos interesan sus resultados satisfactorios- replicó Mulder con una tos.
Scully rodeó a Jody con los brazos. Le brillaban los ojos.
- No pienso entregarles al muchacho. Sabemos para qué lo quieren.
- Entonces conoce el peligro- dijo Lentz-. Nuestro amigo, el señor Dorman, nos ha mostrado los riesgos de todo esto. No podemos permitir que esta tecnología se expanda sin control. No tenemos más remedio que hacer esto.- Sonreía, pero no con los ojos-. No me lo ponga más difícil.- No se lo van a llevar- insistió Scully con vehemencia. Con el rostro manchado de hollín y la ropa cubierta de ceniza y apestando a humo, se irguió delante de Jody con gesto desafiante, interponiéndose entre el chico y las armas. Mulder no estaba seguro de que su cuerpo pudiera detener las ráfagas de gran calibre, pero pensó que tal vez su determinación hiciera desistir a los hombres de negro.
- No sé quién es usted, señor Lentz- dijo Mulder, acercándose a Scully-, pero este joven está bajo nuestra custodia.
- Sólo quiero ayudarle- contestó Lentz-. Le pondremos bajo atención médica. Le llevaremos a una instalación especial donde le cuidarán personas que pueden... comprender su condición. Ustedes saben que en un hospital normal no podrían ayudarle.
Scully no cedió.
- Tampoco creo que Jody sobreviviera a sus tratamientos.
A lo lejos se oían por fin sirenas y ruido de vehículos que corrían por las calles en dirección a la base de la colina entre llameantes luces rojas y azules. Las llamas seguían alzándose entre las ruinas de DyMar.
Mulder siguió acercándose a su compañera, con la mirada clavada en Lentz, sin hacer caso de sus hombres.
- Ahora hablas como yo, Scully- dijo.
- Dénos al chico- insistió Lentz. Las sirenas se oían cada vez más fuerte.
- De ninguna manera- contestó Scully.
Varios coches de bomberos y de policía subían por la colina. En unos segundos llegarían al incendio. Si Lentz quería hacer algo, tenía que ser en ese momento. Pero Mulder sabía que si los mataban, no tendrían tiempo de ocultar las pruebas antes de que llegara más gente.
- Señor Lentz- dijo uno de los hombres.
Scully avanzó un paso, se detuvo un instante y comenzó a alejarse lentamente, paso a paso. Lentz se la quedó mirando. Sus hombres seguían apuntando con las armas. En ese momento los bomberos abrían la alambrada para dejar paso a los vehículos.
- No saben lo que están haciendo- dijo Lentz fríamente. Miró a los bomberos, como si todavía pensara en la posibilidad de disparar a los dos agentes y eliminar los cadáveres ante las mismas narices de los equipos de emergencia. Adam Lentz y sus hombres se quedaron inmóviles, furiosos y derrotados, recortados sus perfiles contra el devorador incendio que acababa con los restos de los laboratorios DyMar.
Pero Scully sabía que estaba salvando la vida de Jody. Siguió caminando, siempre sujetando al chico por el brazo. Él miraba testarudo la pared de llamas.
Mientras los hombres de uniforme se apresuraban a sacar las mangueras para apagar el fuego, el equipo de Lentz retrocedió y desapareció entre las sombras del bosque. Scully, Mulder y Jody se las arreglaron para llegar a su coche, entre los árboles.
- Yo conduzco- dijo Mulder-. A ti no te veo muy centrada.
- Bien. Yo me ocuparé de Jody- contestó ella.
Mulder puso en marcha el motor, casi esperando oír disparos y estallar el parabrisas por los impactos de bala. Pero no sucedió nada. El coche se alejó de los laboratorios arrojando grava con las ruedas. Tuvo que mostrar varias veces su placa de identificación para pasar por diversos controles y se preguntó cómo explicaría Lentz la presencia allí de su grupo... si es que los encontraban.
48
Hospital Mercy
Portland, Oregón
Sábado, 12.16 h.

Scully comprobó una y otra vez los resultados de los análisis de Jody Kennessy, pero después de una hora de estudio seguía tan perpleja como al principio. Estaba sentada en la atestada cafetería ante una taza de café amargo. Los médicos y enfermeras entraban y salían comentando casos clínicos como otros pueden charlar de fútbol. Los pacientes se reunían con sus familiares fuera de sus habitaciones.
Por fin Scully pidió otro café y fue a reunirse con Mulder, que hacía guardia fuera de la habitación de Jody. Cuando salió del ascensor hizo un gesto con el sobre de papel manila que llevaba en la mano. Mulder alzó la vista, ansioso por conocer los resultados, y metió la revista que estaba leyendo en su sobre marrón. La puerta de la habitación de Jody estaba abierta de par en par, con la televisión encendida a todo volumen. De momento no había venido ningún desconocido a molestar al muchacho.
- No sé si me asombran más las pruebas de la nanotecnología o la ausencia de ellas.- Scully le entregó a Mulder los resultados de los análisis. Él miró los números, los gráficos y las tablas, pero era evidente que no sabía lo que significaban.
- ¿Debo suponer que no es esto lo que esperabas?
- No hay ni rastro de nanotecnología en la sangre de Jody.- Scully cruzó los brazos-. Mira los resultados del laboratorio.
Mulder se rascó la cabeza.
- ¿Cómo puede ser? Tú viste cómo se curaba de una herida de bala, una herida mortal.
- Tal vez me equivoqué. Tal vez la bala no alcanzó ningún órgano vital...
- Pero, Scully, mira qué sano está. Tú viste su fotografía con los síntomas de la leucemia. Sólo le quedaba un mes o dos de vida. Y además sabemos que David Kennessy probó su tratamiento con él.
Ella se encogió de hombros.
- No tiene nada, Mulder. ¿Recuerdas la muestra de sangre del perro en la clínica veterinaria? Las nanomáquinas se veían claramente. El doctor Quinton dijo lo mismo sobre la muestra de fluido que tomé durante la autopsia de Vernon Ruckman. Las nanomáquinas no son difíciles de encontrar si están en la sangre, y para realizar las drásticas reparaciones celulares que hemos visto, tendría que haber millones y millones en la sangre de Jody.
La primera prueba que había tenido de que las cosas no eran como ella sospechaba fueron los recientes arañazos y cortes de Jody en el incendio. Aunque no eran heridas graves, no habían sanado con más rapidez que cualquier rasguño normal. Jody Kennessy parecía un chico corriente, a pesar de todo.
- ¿Qué ha pasado entonces con los nanocritters?- preguntó Mulder-. ¿Acaso Jody los ha perdido de alguna forma?
Scully no tenía ninguna explicación.
Entraron los dos en la habitación. Jody estaba sentado en la cama, sin prestar atención a la televisión encendida. Teniendo en cuenta todo lo que había pasado, parecía haberlo asimilado muy bien. El chico sonrió al ver a Scully.
Un momento después irrumpía en la sala el especialista en oncología, con una carpeta en la mano y moviendo la cabeza. Miró a Scully y luego a Jody, sin hacer ningún caso de Mulder.
- No veo ninguna evidencia de leucemia, agente Scully- dijo-. ¿Está segura de que se trata del mismo muchacho?
- Sí, estamos seguros.
El médico suspiró.
- He examinado su expediente y los análisis anteriores. No tiene células enfermas en la sangre. Le he practicado además una punción lumbar para estudiar el fluido cerebroespinal. Tampoco he encontrado nada. En un caso avanzado, como se supone que es el suyo, los síntomas deberían ser evidentes sólo con mirarle. Dios sabe que he tenido muchísimos casos como éste.- Por fin miró a Jody-. Pero la leucemia ha desaparecido por completo. No es que haya remitido, sino que ha desaparecido del todo.
Scully no habría esperado otra cosa. El médico bajó la mano con la carpeta.
- He visto algunos milagros médicos... No muchos, pero dado el número de pacientes que pasan por aquí, a veces suceden cosas que la medicina no puede explicar. El caso es que este chico que hace sólo un mes se enfrentaba a un cáncer terminal, ahora no tiene ningún síntoma.- El médico miró con las cejas alzadas a Jody, que no parecía interesado en la conversación, como si ya conociera todas las respuestas-. Señor Kennessy, está usted curado. ¿Comprende la magnitud de este diagnóstico? Está completamente sano. Aparte de algunos rasguños y quemaduras de menor grado, no tiene absolutamente nada.- Si surge alguna cuestión se lo haremos saber- le dijo Scully. El médico pareció decepcionado al no verla tan perpleja como él. Scully lo acompañó a la puerta de la habitación, tal vez con cierta brusquedad.
Una vez salió el especialista, Mulder se sentó en la cama de Jody.
- ¿Sabes que no hay en tu sangre ni rastro de los nanocritters? No se entiende. Las nanomáquinas te curaron de la herida de bala y del cáncer, pero ahora han desaparecido.
- Porque estoy curado.- Jody miró al televisor, pero sin hacer caso del programa que emitía a todo volumen-. Mi padre dijo que cuando hubieran terminado su labor, se disolverían y desaparecerían. Él las programó para que curaran mi leucemia célula por célula. Dijo que tardarían un tiempo, pero que iría mejorando cada día. Y luego, cuando estuviera bien, los nanocritters se desconectarían.
Mulder miró a Scully con las cejas enarcadas.
- Un mecanismo de seguridad. ¿Crees que Darin lo conocía?
- Eso implica un increíble grado de sofisticación tecnológica, Mulder- comenzó Scully. Pero se dio cuenta de que la mera idea de unos policías biológicos que trabajaran en el cuerpo humano utilizando sólo las cadenas de ADN como un manual de instrucciones, era ya demasiado fantástica-. Jody- dijo, inclinándose hacia el niño-, vamos a divulgar todo lo posible estos resultados. Todo el mundo tiene que saber que ya no eres portador de ninguna muestra de nanotecnología. Si no tienes nada, no hay razón para que esos hombres sigan persiguiéndote.
- Como quiera- contestó Jody con cierta tristeza.
Scully no intentó animarle con falsas alegrías. El chico tendría que asimilar su situación a su modo. Jody Kennessy había sido portador de una cura milagrosa, no sólo contra el cáncer, sino probablemente contra cualquier enfermedad que afligiera a la humanidad. Los nanocritters podían incluso haber ofrecido la inmortalidad. Pero ahora que los laboratorios DyMar estaban destruidos, Jeremy Dorman y el perro devorados por el incendio y David Kennessy muerto, se tardaría mucho tiempo en llegar a aquellos resultados en nanotecnología, si es que alguna vez se alcanzaban.
Scully sospechaba lo que haría el Bureau para mantener a Jody a salvo a la larga, tenía cierta idea de dónde le llevarían. No es que le gustara, pero no se le ocurría una opción mejor.
Mulder, mientras tanto, se limitaría a escribir el caso, lo añadiría a todos sus informes y especulaciones y a los demás expedientes. Una vez más, carecía de pruebas para demostrar nada.
Sería un expediente X más.
Scully pensó que en breve Mulder tendría que instalar más archivadores en su atestada oficina, sólo para poder albergarlos todos.
49
Edificio de la oficina federal
Crystal City, Virginia
Sábado, 14.04 h.

Adam Lentz ofreció su último informe verbalmente y cara a cara, sin ningún papeleo. No quedaría constancia escrita de la investigación, nada que pudiera ser descubierto y leído por ojos curiosos. Lentz tuvo que enfrentarse en persona al hombre y contárselo todo directamente, con sus propias palabras.
Fue una de las experiencias más terribles que había vivido nunca.
Un jirón de humo rancio se elevaba del cenicero y flotaba como un mortal y misterioso velo en torno al hombre enjuto de mirada atormentada, rostro anodino y pelo oscuro peinado hacia atrás. No parecía un hombre que tuviera en su mano el poder de aplastar vidas humanas. No parecía un hombre que había visto morir a presidentes, que había orquestado la caída y el alzamiento de gobiernos, que había realizado pruebas y experimentos con grupos de personas ignorantes de lo que sucedía. Pero era un hombre que jugaba a la política como otros juegan al Risk.
Le dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló el humo lentamente a través de unos labios secos y agrietados. De momento no había dicho ni una palabra. Lentz estaba de pie frente a él, en un anodino despacho. El cenicero de la mesa estaba atestado de colillas.
- ¿Cómo puede estar tan seguro?- preguntó el hombre por fin, con una voz engañosamente suave y melodiosa.
Aunque nunca había estado en el ejército, Lentz permanecía en posición de firmes.
- Scully y Mulder han analizado exhaustivamente la sangre del muchacho. Tenemos acceso libre a los resultados del hospital. No hay absolutamente ninguna evidencia de infestación nanotecnológica, no hay máquinas microscópicas, ni un fragmento, nada. Está limpio.
- ¿Entonces cómo explica su notable capacidad de recuperación? ¿Y lo de la herida de bala?
- En realidad nadie lo vio, señor- dijo Lentz-. Al menos no hay ningún informe.
El hombre se lo quedó mirando tras una nube de humo. Lentz sabía que su respuesta no era aceptable. Todavía no.
- ¿Y la leucemia? El muchacho no muestra ningún síntoma de la enfermedad, según tengo entendido.
- El doctor Kennessy conocía los peligros potenciales de la nanotecnología. No era estúpido. Tal vez programó sus nanocritters para que se disolvieran una vez cumplida su misión, una vez que su hijo estuviera curado del cáncer. Según las pruebas recientemente realizadas en el hospital, Jody Kennessy está sano. La leucemia linfoblástica aguda ha desaparecido.
El hombre enarcó las cejas.
—De modo que está curado pero ya no lleva la cura. —Lanzó una larga nube de humo-. Por lo menos de eso podemos alegrarnos. Desde luego no querríamos que nadie más pudiera tener acceso a ese milagro.
Lentz permaneció alerta sin decir nada. En un edificio secreto de dirección desconocida, en habitaciones sin número y cajones sin marcas, el hombre del cigarrillo tenía muestras y pruebas escondidas que nadie podría ver y que habrían resultado enormemente útiles a otros que buscaban la verdad en sus múltiples formas.
Pero aquel hombre jamás los compartiría.
- ¿Y los agentes Mulder y Scully?- preguntó-. ¿Qué tienen?
- Más teorías, más hipótesis, pero ninguna prueba- contestó Lentz.
El hombre inhaló de nuevo y tosió varias veces. Era una tos profunda y ominosa en la que se percibían enfermedades mucho más hondas. Tal vez no era más que una mala conciencia, o tal vez algo físico.
Lentz se movió, deseando que le despidieran o le dirigieran un cumplido o un reproche. Lo peor era el silencio.
- Resumiendo- dijo incómodo bajo la mirada fija de aquel hombre. El humo trazaba sinuosos arabescos en el aire-. Hemos destruido los cuerpos de todas las víctimas conocidas de la plaga y hemos esterilizado todos los lugares a lo que llegó la nanotecnología. Creemos que no ha sobrevivido ni una sola de las máquinas autorreproductivas.
- ¿Y Dorman? ¿Y el perro?
- Registramos las ruinas de DyMar y encontramos varios restos de huesos y dientes y parte de un cráneo. Pensamos que son de Dorman y el perro.
- ¿Lo han verificado con los informes odontológicos?
- Es imposible, señor. Los crecimientos celulares de la nanotecnología distorsionaron y cambiaron la estructura ósea y dental, haciendo desaparecer incluso los empastes de la boca de Dorman. No podemos realizar una identificación. Sin embargo, tenemos testigos oculares. Nosotros mismos los vimos caer en las llamas. Encontramos los huesos. No parece haber equivocación posible.
- Siempre es posible la equivocación- dijo el hombre enarcando las cejas. Luego encendió otro cigarrillo y se fumó la mitad sin decir palabra.
Lentz esperó. Por fin, el nombre apagó la colilla en el cenicero, tosió de nuevo y esbozó una sonrisa.
- Muy bien, señor Lentz. No creo que el mundo esté todavía preparado para curas milagrosas... Ni lo estará en mucho tiempo.
- Estoy de acuerdo, señor.
El hombre asintió con la cabeza a modo de despedida y Lentz dio media vuelta, conteniéndose para no salir corriendo del despacho. El hombre volvió a toser, esta vez más fuerte.
50
Campamento de maquis
Oregón
Un mes más tarde

Todos eran allí desconocidos, pero al menos Jody se sentía a salvo. Después del infierno del que había sobrevivido, después de que todo su mundo quedara destruido poco a poco (primero la leucemia, luego el incendio que mató a su padre, después la larga huida que terminó con la muerte de su madre), notaba que no le costaría adaptarse a cualquier cosa.
Allí en el campamento de maquis, su tío Darin se mostraba excesivamente protector, pero también amable. Se negaba a hablar de su trabajo o de su pasado, y a Jody le parecía bien. En aquella aislada comunidad, todo encajaba como las piezas de un puzzle. Un puzzle como aquel de la Tierra elevándose sobre la Luna que su madre y él habían montado en una de aquellas tardes en la cabaña escondida... Jody tragó saliva. La echaba mucho de menos.
Cuando Scully le llevó al campamento, los miembros del grupo lo tomaron bajo su protección. Jody Kennessy era para ellos un símbolo: aquel muchacho de doce años se había enfrentado al oscuro y opresivo sistema y había sobrevivido. Su historia no había hecho más que reafirmar la determinación del grupo de mantenerse aislado y apartado del destructivo gobierno al que tanto despreciaba.
Jody, su tío Darin y los demás maquis dedicaban los días a arduas tareas físicas. Todos ellos enseñaban a Jody sus diversas especialidades. El chico todavía se estaba recuperando de sus heridas mentales y emocionales y pasaba mucho tiempo paseando por el perímetro del campamento, cuando no estaba trabajando en los huertos y campos para ayudar a la colonia a ser autosuficiente. Los maquis cazaban y cultivaban la tierra para proveerse de comida aparte de las enormes reservas de latas y comida liofilizada con las que contaban.
Era como si toda la comunidad hubiera sido trasladada allí desde otra época. A Jody no le importaba. Ahora estaba solo. No se sentía ni siquiera unido a su tío Darin, pero sobreviviría. Al fin y al cabo había superado un cáncer terminal.
Los otros miembros del grupo sabían dejarle a solas cuando estaba taciturno, dándole el tiempo y el espacio que necesitaba. Jody paseaba a lo largo de las alambradas mirando a los árboles.
El bosque estaba sumido en una niebla que se ocultaba en las hondonadas y se iba evaporando a medida que el día se caldeaba. Las nubes seguían grises en el cielo, aunque apenas se veían a través de las copas de los árboles. Jody caminaba con cuidado, aunque Darin le había asegurado que en realidad no había ningún campo de minas, trampas ni defensas secretas. A los maquis les gustaba hacer correr esos rumores para mantener el aura de miedo y seguridad en torno al campamento. Su principal objetivo era permanecer apartados del mundo exterior, y para ello utilizarían todos los medios a su alcance. Jody oyó un perro ladrar a lo lejos. El aire frío y húmedo parecía intensificar las ondas sonoras. Los maquis tenían muchos perros en el campamento: pastores alemanes, sabuesos, rottweilers, dobermans. Pero aquel ladrido le resultaba familiar. Jody alzó la vista.
El perro ladró de nuevo.
- Eh, ven aquí- llamó el niño.
Oyó un rumor entre los matorrales y un enorme perro negro surgió de la niebla, entre ramas y arbustos, y salió disparado hacia él, ladrando feliz.
- ¡Vader!- exclamó Jody encantado. Pero de pronto se calló, preocupado.
El perro parecía sano y salvo. Jody lo había visto desvanecerse entre las llamas. Había visto el edificio DyMar derrumbarse entre ascuas, escombros y vigas retorcidas. Pero Jody también sabía que su perro era especial, como lo había sido él antes de que los nanocritters se desvanecieran en su cuerpo. Las nanomáquinas de Vader no contaban con ese sistema de seguridad.
El perro se acercó dando brincos y se le echó encima lamiéndole la cara y meneando la cola con tal brío que todo el cuerpo le temblaba. No llevaba collar ni ninguna marca que pudiera demostrar su identidad. Pero Jody lo conocía bien.
Supuso que su tío podría sospechar la verdad, pero a los demás les diría simplemente que había encontrado otro perro, otro labrador negro como Vader, y que pensaba ponerle el mismo nombre. Ninguna persona del mundo exterior lo encontraría jamás.
Abrazó a su perro y lo acarició. No tenía que haberlo dudado. Debió mantener siempre las esperanzas. Su madre lo decía: su perro siempre volvería sano y salvo.
Vader siempre volvía.


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