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martes, 7 de septiembre de 2010

UNA CONVERSACION : NOTICIAS DEL MAS ALLA




Giovanni Papini - El Libro Negro
Conversación
NOTICIAS DEL MAS ALLA

***
Edmonton (Canadá), 9 de agosto.
-
Un ministro de la Iglesia Adventista, al que conocí ocasionalmente hace pocos días, me
presentó al hombre más sorprendente que haya encontrado en todos mis viajes a través del
mundo.
Se llama George A. Gifford, tiene ochenta años de edad y me dijo ser el director general de
la «Sociedad para la Resurrección de los Muertos». Me habló en esta forma:
«Los espiritistas se contentan con entablar alguna que otra conversación con los desencarnados.
Nosotros, en cambio, nos proponemos realizar de hecho, antes del último juicio, una de las
promesas más grandiosas de la religión cristiana: la resurrección de la carne. Yo soy discípulo
del ruso Feodorov, quien en el siglo pasado sostuvo en su famoso libro Obra Común la
necesidad y la posibilidad de la resurrección de los antepasados. Pero Feodorov se contentó con
la teoría y la esperanza, como suele acontecer en los hombres de su raza. Yo soy
norteamericano y quiero que la sublime idea del profeta eslavo sea traducida en el reino
concreto y práctico de la realidad. Los obstáculos que se presentaron fueron innumerables he
debido cambiar los métodos y los sujetos, he debido crear una asociación que colaborase a la
gran obra, considerada humanamente imposible, con voluntad unánime y oración obstinada y
perseverante. Muchos me dicen: solamente Jesús tuvo el poder de resucitar a los muertos. Esto
no es verdad, la resurrección fue lograda también por los santos, quienes no eran más que
hombres como nosotros aun cuando estuvieran fortalecidos con una fe más vigorosa que la fe
de los fieles tibios y mediocres.
-¿Y ha logrado realmente resucitar a los muertos?
- Así es, aunque con infinito desgaste de espíritu y de tiempo. Nuestra sociedad cuenta con
varios millares de adherentes, y en un trabajo afanoso e incesante de veinticinco años tan sólo
hemos podido restituir la vida a seis muertos. Uno de ellos, el último, vive en esta ciudad, y he
venido a visitarlo, cosa que hago todos los años.
-¿Seria posible que también yo le viera y le interrogara?
- Míster Newborn (Renato) - éste es su nombre actual, no se negará a hablar con una persona
presentada y acompañada por mí.
-¿Sería posible ir en seguida?
- Iré a buscarle a su hotel esta noche, después de la cena, y estoy seguro de que míster Newborn
le contará cosas que ninguna fantasía humana sería capaz de inventar.
La casa del resucitado se hallaba ubicada en un extremo de la ciudad, en la cima de una colina
boscosa. Una mujer todavía joven nos hizo entrar, a mí y a míster Gifford, en una sala de
paredes recubiertas de madera, con rellenos de preciosas pieles canadienses, dispuestas con
mucho cuidado en sostenes de pino brilloso.
Esperamos en aquella sala por espacio de algunos minutos; ni siquiera se veía una silla. Luego
reapareció la mujer, la que nos llevó a un escritorio de aspecto comercial, donde frente a una
máquina de escribir cerrada, se hallaba sentado un hombre pálido, pensativo, que vestía un traje
de terciopelo negro. Era míster Newborn.
Gifford dijo mi nombre y le hizo conocer mi deseo, rogándole que quisiera relatarme algunos
episodios de su estada en la otra vida. El taciturno resucitado, que no se había alzado de su
poltrona, me miró fijamente con ojos tristes, grises, casi apagados. Luego comenzó a hablar en
voz lenta y baja
- No le diré nada acerca de mí, de mi partida y mi regreso a este mundo, puesto que míster
Gifford lo sabe todo y podrá decirle lo que considere útil para el progreso de nuestra sociedad.
Tan sólo le hablaré acerca del acontecimiento más notable al que asistí durante los largos años
de mi estada entre los muertos.
»Según me parece, los hombres creen que el mundo del más allá no tiene historia: todo es
determinado y fijado por la omnipotencia del Eterno, cada difunto tiene su nicho y su sentencia,
nada puede hacer cambiar su suerte, los condenados rechinan en las tinieblas, los
bienaventurados exultan en la luz, diablos y ángeles tienen a perpetuidad sus misiones y nada
cambia por los siglos de los siglos. Pues bien, puedo asegurarle que, muy al contrario, incluso
en el más allá hay una historia, o sea: el más allá tiene sus crisis y sus alternativas.
»Hacía ya mucho tiempo que yacía en las tinieblas exteriores, bajo el peso de mis culpas,
cuando repentinamente se difundió en el inmenso reino de los muertos una noticia inaudita: un
grupo de veteranos del infierno había dado la primera señal de la sublevación general de los
condenados. Multitudes cada vez más numerosas y alborotadoras de compañeros en la
desventura estaban listas para seguirlos. Los custodios y guardianes del infierno, considerando
que los condenados se hacían discípulos suyos imitando su pasado de rebelión contra Dios, les
dejaban hacer, y según se decía hasta instigaban a los tímidos y tibios.
»Uno de los jefes de la revuelta, el famoso Münzer, andaba de un lado para otro por las
interminables tinieblas, incitando a los pusilánimes y los dudosos. Les hablaba así
»Somos víctimas de una despiadada injusticia que se halla en abierta contradicción con el
mensaje de perdón anunciado por el Hijo de Dios. La eternidad de las penas no es conciliable
con el Dios todo amor proclamado por los santos y los teólogos. Un padre amoroso, que ama en
verdad a sus hijos, puede castigarlos por una culpa, pero no quitarles por toda la eternidad la
esperanza de la remisión del pecado. El hombre es un ser limitado, finito, que comete un error
limitado en el espacio y en el tiempo, y a veces lo comete arrastrado por la fatalidad de su
naturaleza, de lo cual no es siempre responsable. ¿Por qué, a la finitud del ser culpable y de su
culpa, debe corresponder la infinitud del castigo? ¿Por qué el error de una hora breve, de una
sola estación, y hasta de toda una efímera existencia, debe ser castigado con una tortura eterna e
infinita, sin conclusión?
»Se dice que si bien el pecador es finito, su pecado es infinito porque es una ofensa contra el
Ser Infinito. Pero Dios, que es perfección absoluta y amor perenne, ¿puede ser ofendido por
una pobre criatura, que en definitiva es obra suya?
»Reconocemos a la justicia divina el derecho de castigar a los malvados. Pero no podemos
admitir y tolerar que un pecado, finito por naturaleza, deba ser castigado con una pena sin fin.
Que el pecado de una hora sea castigado con la condenación a un siglo de tormentos, y que el
pecado de una vida entera sea expiado con milenios de exilio en el abismo, pero que en
definitiva haya una conclusión, un fin. Vosotros sabéis qué es la eternidad, cuán atroz es el
pensamiento de un dolor que jamás tendrá término, de las tinieblas que nunca tendrán un
resquicio de amanecer. Después de siglos en la cárcel y la oscuridad tan sólo pedimos una
liberación final, un retorno a la luz. Apelamos a la misericordia de Dios contra su cruel justicia.
Si Dios es amor y nada más que amor, que lo demuestre de un modo conclusivo perdonando a
sus enemigos. Nuestro movimiento no es una sublevación sino una santa cruzada hecha en
nombre de la caridad.
»Estas arengas suscitaban un gran entusiasmo entre los míseros sufrientes, y millones de
réprobos elevaban al cielo lejano coros de súplicas furiosas, de gritos y blasfemias, de gemidos
y clamores de angustia.
»Algunos demonios se habían plegado a sus víctimas y las exhortaban a la rebelión. Les decían:
No tenéis nada que perder, estáis condenados a los suplicios eternos y por lo tanto no os queda
lugar para temer algo peor, ya podéis estar seguros de la impunidad y, en cambio, podéis
alimentar la esperanza de una redención.
»Pero el cielo permanecía mudo, ninguna voz descendía desde lo alto, no apareció ningún ángel
para anunciar la confirmación de la sentencia o la pro mesa del indulto. Sin embargo, la
revuelta no se aplacaba y los desesperados gritos de los malditos continuaban golpeando las
invisibles paredes del abismo.
»Pero, no sé cómo, un día llegó al infierno una noticia increíble: hasta los bienaventurados del
paraíso amenazaban abrazar la causa de sus hermanos condenados. Se entiende que su
sublevación era completamente diversa de la infernal, adoptaba la forma de una inmensa,
cordial y reverente oración. Los justos pedían a Dios compasión para con los injustos. Cada uno
de ellos, decían, tenía en aquellas profundidades de oscuridad eterna algún hermano, amigo,
pariente, una mujer amada, un hijo extraviado. Su propia felicidad no era perfecta porque se
veía perturbada por el pensamiento de los tormentos infinitos que sufrían seres a los que habían
amado en la tierra. Se dirigían a Dios: Nos prometiste la felicidad eterna, pero esta felicidad no
puede ser plena y total mientras nos veamos entristecidos por la compasión que nos inspiran los
seres a los que destinaste al dolor eterno. La tortura de los condenados es una disminución de
nuestro gozo, y, consiguientemente, también nosotros somos castigados indirectamente por
culpas que no hemos cometido, y esto no se conforma con tu justicia y tu misericordia.
Ordenaste a los hombres que perdonaran a sus enemigos, ¿por qué no das el más sublime
ejemplo perdonando a los enemigos de tu Ley, después de tantas vigilias de horror?
»Pero Dios escuchaba y callaba. Entonces muchos bienaventurados, y entre los primeros los
santos más venerados, se ofrecieron para descender al infierno y ocupar el lugar de los infelices
desterrados. Decían así: Los sufrimientos de los inocentes podrán expiar en un tiempo menor
los pecados de los culpables, y en esta forma se verán satisfechas al mismo tiempo tu justicia y
tu misericordia. Concede, ¡Oh Señor!, que también en la segunda vida sea eficaz la Comunión
de los Santos. Nosotros, que gracias a tu benignidad estamos ciertos de la Luz Eterna, nos
ofrecemos a ti para ocupar el puesto de nuestros hermanos desesperados, que sufren desde hace
tanto tiempo en las tinieblas eternas, y ocuparemos su lugar todo el tiempo que te plazca.
»En el Empíreo habían cesado los cantos, ahora resonaban los gemidos y las súplicas; los
ángeles, asombrados y conmovidos, guardaban silencio con templando el rostro del Eterno.
Pero Dios escuchaba y callaba...».
Llegado a esas palabras de su relato, míster Newborn interrumpió de golpe aquel inaudito
acontecimiento.
-¿Y después? - preguntó míster Gifford pasados algunos instantes.
- Después, no supe más nada ni nada puedo decir - replicó el resucitado con voz débil.
Precisamente mientras todos los muertos, los que alababan y los que gritaban, esperaban la
decisión de Dios, fui llamado otra vez a la vida terrestre por mis hermanos vivientes. Tal vez,
cuando llaméis a un nuevo resucitado, éste podrá relataros la continuación de mi historia.
Poco después nos despedíamos del melancólico resucitado. Y desde entonces, incluso en este
momento, me he estado preguntando: ¿sueño?, ¿imaginación?, ¿verdad?


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